Rafael Hernández*
LA HABANA, 25 de marzo.- Las huelgas de hambre y los suicidios justificados por fuertes creencias morales, ideológicas, patrióticas o religiosas suelen impactar la conciencia de la gente. Desde Bobby Sands y los otros 10 jóvenes del Ejército Republicano Irlandés fallecidos en cárceles británicas en 1981, hasta los numerosos casos de presos políticos vascos y anarquistas, que protestaron en enero pasado debido a los malos tratos carcelarios o manipulaciones políticas de autoridades judiciales y aparatos policiales en España y Francia, la cuestión de la huelga de hambre y su significado no ha dejado de estar presente en la arena pública de las últimas décadas.
En esta perspectiva, el caso del disidente cubano Orlando Zapata, fallecido el 23 de febrero como consecuencia de una huelga de hambre, o la de su seguidor actual, Guillermo Fariñas, no son eventos insólitos. La muerte de Zapata constituye una tragedia humana; pero eso no explica que se haya vuelto una cause célèbre. Si se trata de entenderla en su contexto –algo difícil en el aguacero de opiniones que inundan los medios de comunicación–, es necesario dar un paso atrás de las noticias y examinar algunas cuestiones esenciales. ¿Qué son los grupos disidentes cubanos? ¿Cuál es el actual contexto político nacional e internacional de la isla? ¿Qué factores inciden en las reacciones particulares de los actores políticos en Europa y Estados Unidos ante el evento? ¿Cómo la “prensa internacional” contribuye a construir el problema? ¿Qué esperar de la política cubana hacia los disidentes?
“Micropartidos”
Estos grupos opositores no son esencialmente distintos al exilio cubano en métodos y objetivos. Las más poderosas organizaciones anticastristas en Miami y New Jersey tampoco preconizan hoy la guerra con bombas y grupos armados. Disidentes y exilio no coinciden en todo (por ejemplo, apoyo al embargo estadunidense), pero comparten un mismo objetivo (sustituir el sistema por un modelo capitalista), un denominador ideológico común (el anticastrismo y el antisocialismo) y los mismos aliados (Estados Unidos, gobiernos y partidos anticomunistas en Europa y otros países).
Su naturaleza política no se resuelve con el adjetivo de “mercenarios”, pues es probable que muchos, aunque reciban dineros de Estados Unidos, tengan auténticas creencias ideológicas. Bajo la sombrilla de la “convergencia democrática” de los disidentes pululan intereses, personalidades y corrientes, incluso “socialdemócratas”, pero su eje de gravitación tiende a ser de centro-derecha. Aunque esto explica en parte su falta de arraigo en la sociedad cubana, la principal causa de su inviabilidad se deriva de dos vacíos políticos esenciales: liderazgo y legitimidad.
A diferencia de las organizaciones anticomunistas de los años sesenta, con una base social y política, y una ideología coherente, los disidentes no tienen un anclaje en la sociedad civil: carecen de influencia en las organizaciones religiosas o la clase obrera, como en Polonia; de intelectuales orgánicos prestigiosos, como en Checoslovaquia; de un aval de lucha contra regímenes odiosos o corruptos, como en Rumania. Si así fuera, encarnarían movimientos de amplia repercusión. No son “sociedad civil”, sino micropartidos de oposición.
Naturalmente que las minorías juegan un papel político, y que un grupo pequeño se puede convertir en un gran movimiento social. Entonces, ¿por qué los disidentes no convocan a sectores más amplios? Consideraré tres razones principales.
En primer lugar, la mayoría de sus críticas al sistema ya forman parte del debate entre los demás cubanos, socialistas o no. Suponer que los disidentes son las voces solitarias y heroicas que se atreven a señalar errores y hacerle reclamos al gobierno revela ignorancia sobre la Cuba actual. El disentimiento se despliega hoy dentro (y fuera) de las instituciones, el movimiento intelectual, los diversos medios de difusión, las organizaciones sociales, religiosas y culturales, y la propia militancia política.
En segundo, sus propuestas no constituyen un programa económico y político coherente, sino una ristra de consignas ideológicas imprecisas (“reconciliación nacional”, “fortalecimiento de la sociedad civil”, “pluralismo”) y de clásicas medidas de liberalización económica ya conocidas desde hace 20 años en América Latina. Tomar el Proyecto Varela por un plan serio de reforma política basado en la propia Constitución de 1992 revela no haberla leído detenidamente; pero sobre todo, no conocer el alcance de los temas en el debate público real: descentralización, participación y control político efectivo del Poder Popular sobre la burocracia, reordenamiento y eficiencia del funcionamiento económico, ampliación del sector no estatal, extensión de la cooperativización, recuperación de los niveles de ingreso según el trabajo y del poder adquisitivo, fin de subsidios generalizados y gratuidades, nuevas políticas sociales hacia sectores más vulnerables, reflejo de la opinión pública en los medios, ampliación de los espacios de libertad de expresión, reforzamiento del orden constitucional y la ley, democratización real de las instituciones (incluidas las políticas).
En tercero, es muy difícil que un cubano (no importa si simpatiza o no con Fidel y Raúl Castro, o comparte los ideales socialistas) considere legítimos a grupos apoyados por Estados Unidos, los partidos europeos y las más poderosas fuerzas del exilio, cuyas trayectorias como campeones de la democracia y libertad cubanas no son muy convincentes.
En lugar de las razones anteriores, se atribuye la falta de respaldo de los disidentes a la eficacia de los aparatos de la seguridad cubana (sin duda, efectivos), y muy especialmente a la ignorancia, el aislamiento, la resignación y el miedo de los pobres cubanos. Este razonamiento colonial asume la pasividad y la resignación como rasgos de la cultura política cubana –algo difícil de demostrar a partir de la historia de los últimos dos siglos.
El tablero del poder
¿Entonces la actual reacción en Europa y Estados Unidos responde a “falta de información”? Vamos a ver, ¿qué dicen sobre los disidentes sus centros de inteligencia en La Habana? ¿Cuál es la valoración de sus diplomáticos sobre el liderazgo, coherencia ideológica, integridad, viabilidad política de estos grupos? ¿Cómo los juzgan (realmente) los propios corresponsales extranjeros en la isla, que reportan sus peripecias cada semana, obedeciendo a “demandas de la dirección del periódico”? Si estos informan lo mismo que me cuentan a mí, me figuro que esas cancillerías y comisiones de relaciones exteriores estén al tanto del terreno que pisan.
Si es así, las resonantes declaraciones de gobiernos y partidos políticos no responden a ninguna sociedad civil de Holguín o Santa Clara, sino a sus propios intereses, pugnas partidistas y estrategias electorales en sus respectivos países. No en balde, para que un funcionario sea autorizado a reunirse con el gobierno cubano, un requisito suele ser que se entreviste con los disidentes. Así se garantiza el efecto mediático, que la oposición exhibe como trofeo y el gobierno como casco protector.
Si Guillermo Fariñas u otros disidentes han entrado en huelga de hambre muchas otras veces, ¿por qué esta resonancia ahora? Eclipsados por la propaganda sobre los blogueros, los disidentes regresan a primera plana por la muerte de Zapata, pero sobre todo en una coyuntura internacional peculiar para la isla. A pesar de sus limitados resultados, el diálogo entre Washington y La Habana ha avanzado más en el último año que en los 10 anteriores: se han reanudado conversaciones sobre migración y correo directo; grupos semioficiales exploran avenidas de cooperación en intercepción de drogas; sin levantar las restricciones impuestas por Bush en 2005, se han vuelto a otorgar visas a académicos y artistas; corrientes en el Congreso intentan restablecer la libertad de los estadunidenses para viajar a la isla.
Por otra parte, a pesar de la “posición común” adoptada a finales de 1996, la política de la Unión Europea, liderada por España, había mejorado sustancialmente la relación con el gobierno de Raúl Castro desde junio de 2008, al levantarse las sanciones impuestas en 2003. Este cambio también se propició por los crecientes lazos entre Cuba y el resto de la región, no sólo con gobiernos de izquierda y centro-izquierda, sino con otros, como el de México.
¿Qué podría pasar –se preguntaban en privado algunos expertos hace varias semanas– que interfiriera en este raprochment? La respuesta no se ha hecho esperar. Igual que en el incidente de las avionetas en 1996, se le achaca de nuevo al gobierno cubano la “responsabilidad” por este acontecimiento “evitable y cruel” (la muerte de un “preso de conciencia”). La conveniencia para los intereses que se oponen al diálogo es obvia.
¿Algo nuevo en este viejo enfrentamiento? La ostensible racialización mediática del caso Zapata, a lo ancho del espectro ideológico: era “un albañil afrocubano” (El País, España), “un obrero negro de 43 años” (Cubaencuentro), “no por negro o albañil” (Kaos en la Red), “negro, palestino y opositor” (El Mundo, España), “un albañil de raza negra… víctima del colectivismo marxista” (El Heraldo, Ecuador). A este efecto de resonancia se suma la intensidad y saturación del tema. Sólo El País publicó más de 20 artículos y editoriales en los primeros seis días posteriores al fallecimiento de Zapata.
Aparte de este inédito interés por los “disidentes afrocubanos”, la Eurocámara ha reiterado al gobierno de la isla su pedido de “liberación inmediata e incondicional de los presos políticos y de conciencia”. ¿Cuán consistente es este enfoque?
Lo primero es que el puñado de presos políticos entre los disidentes no lo está por motivos “de conciencia” o por “criticar al gobierno”, sino por oponerse activamente al sistema, en alianza con Estados Unidos, el exilio y el viejo anticomunismo europeo. No disponen de armas, pero sí de recursos de poder, puestos a su servicio por Estados y organizaciones, con aparatos y medios de largo alcance, que hacen la guerra por otros medios.
Lo segundo, ¿qué enseña la experiencia sobre el hecho de poner a este gobierno en la picota? Ni siquiera aquellos cubanos que pudieran considerar ineficiente su política hacia los disidentes estarían en condiciones de argumentar que deberían indultarse precisamente ahora, bajo las presiones de ese bloque de intereses creados y de su doble rasero. El gobierno de la isla no ha negociado nunca bajo presión, ni siquiera durante la Crisis de los Misiles; sería improbable que fuera a hacerlo ahora.
Parte de este contexto político es cierta lógica perversa expresada en la pregunta “¿y qué va a hacer Cuba a cambio de…?”: el permiso para viajar a los cubano-estadunidenses, las licencias a las corporaciones para vender alimentos, la firma de un acuerdo sobre narcotráfico. Según esta lógica, Cuba debería pagar un tributo por cada mínimo cambio en la política de Estados Unidos.
De ahí que, si alguna vez ese país considerara indultar a los cinco cubanos presos por infiltrar el exilio, la “ficha negociadora” única y obvia serían los disidentes condenados como “agentes de una potencia extranjera”. Lógica perversa, pero lógica al fin, los disidentes son peones en este tablero de poderes enfrentados. Resulta difícil imaginar cambios realistas en el trato hacia ellos mientras subsista un cuadro tan cerrado.
¿Podrá admitir el socialismo cubano en el futuro, junto con una institucionalidad democrática renovada, un sistema descentralizado, un sector no-estatal, también una oposición leal, dentro del propio sistema? Esa no es una pregunta para congresistas y europarlamentarios, sino para los cubanos que vivan su futuro en la isla.
* Politólogo cubano. Profesor visitante de las universidades estadunidenses de Texas, Columbia y Harvard, y de las instituciones mexicanas CIDE e ITAM. Es director de Temas, una de las más importantes revistas sobre sociedad y cultura que se editan en Cuba. Texto exclusivo para Proceso.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario