Me temo que fueron muchas las veces que esta expresión salió de las bocas o se reflejó en los rostros azorados de los ilustres visitantes del gabinete de guerra: tal vez cuando les respondieron sobre los miles de muertos inocentes, a veces familias enteras víctimas del fuego cruzado; o cuando les tuvieron que informar sobre la cantidad de funcionarios, agentes, soldados y policías metidos en el ajo de las nóminas del narco; o cuando los de aquí les rindieron cuentas sobre los escobazos al panal que el propio gobierno ha calificado de guerra; o a lo mejor, cuando nadie les pudo decir nada ni sobre los jóvenes de Salvárcar, ni acerca de los muertos del consulado, ni de los estudiantes del Tec de los que merolicamente —atrás de la raya que estoy trabajando— el todavía secretario Gómez Mont dijo que cayeron del lado de los soldados; frente a la sospecha de la madre de uno de ellos, Jorge Antonio Mercado, de que su hijo fue torturado y luego maquillado y no muerto por una bala perdida; más aun, de la síntesis del caos de los tres gobiernos en Monterrey en donde los presuntos sicarios son detenidos y entregados y luego desaparecidos o torturados y muertos en terrenos baldíos. En suma, el margayate brutal e irracional de una violencia creciente en la que ha habido de todo, menos el elemento sustancial que muchos hemos demandado: la inteligencia. Para seguir las rutas del dinero; para desenmascarar a los corruptos; para llegar a los capos de a de veras y para desenmascarar financieramente a los grandes cárteles.
El caso es que, de la visita fast track ha salido un esperado, obligado y diplomático comunicado en el que se anuncia una nueva era de cooperación entre México y Estados Unidos, lo que implícitamente significa un “volver a empezar” y por ende la muerte del prestamito llamado Iniciativa Mérida y la defunción de la pseudoestrategia del gobierno calderonista en su guerra contra el narco. A saber, un compromiso sustentado en cuatro ejes fundamentales: la desarticulación de las organizaciones delictivas; el apoyo mutuo para fortalecer las instituciones de seguridad; el desarrollo de una frontera competitiva y el fortalecimiento de la cohesión social.
De la visita emanan también conclusiones contrastantes: por un lado, un nuevo trato de allá pa’ acá, en el que el Big Brother vino a advertirnos que —ahora más que nunca— nos estará observando; el reconocimiento de que allá se origina gran parte de nuestro gigantesco problema de violencia; el acuerdo de un combate bilateral al consumo, al lavado y al tráfico de armas de norte a sur; y por primera vez la inclusión del tema social en esta problemática que incluso —en voz de la mismísima señora Clinton— incide en el desarrollo económico. Vamos a ver qué tanto duran estas señales intermitentes.
Por lo pronto, ambos gobiernos siguen instalados en esta gran tragicomedia de hipocresía que continúa evadiendo el asunto fundamental: la legalización de las drogas, en un compromiso verdaderamente valiente e inteligente, que reconozca de entrada que es en el truco de la clandestinidad donde está el dinero, la sangre y los muertos.
Las declaraciones del ex zar antidrogas del gobierno de Estados Unidos, Barry McCaffrey, vinieron a recordarnos algo que ya sabíamos: vivir en Ciudad Juárez es más peligroso que vivir en Kabul o en Bagdad (EL UNIVERSAL 23 de marzo de 2010).
Los saldos de la “guerra” contra el narco son cada vez más impresionantes. Hemos pasado de tener mil 80 personas ejecutadas en el año 2001, hasta la increíble cifra de 7 mil 724 ejecuciones en el año 2009. Durante los primeros dos meses y medio de 2010 ya se han superado las 2 mil 800 ejecuciones (más de 250 se produjeron la semana pasada, la más sangrienta desde 2006).
La enorme indignación pública que ha causado la muerte de dos estudiantes del Tecnológico de Monterrey es solamente la gota que derrama el vaso de una sociedad cuyas perspectivas parecen cerrarse cada día. Por una parte tenemos un Estado que parece inerme y que, cuando actúa, no siempre lo hace bien; por otro lado, nos amenazan las redes criminales y mafiosas de los cárteles que siguen obteniendo miles de millones de dólares por traficar las muchas toneladas de droga que se consumen año con año en Estados Unidos. En medio del fuego cruzado está la sociedad mexicana, abatida y temerosa.
Aunque el epicentro de la violencia que es Ciudad Juárez (2 mil 635 ejecutados durante 2009 en ese municipio), no permite advertir la gravedad de la situación en otras partes del país, lo cierto es que el fuego cruzado se sigue extendiendo. Policías y militares mexicanos están librando una lucha sin cuartel, heroica en muchos casos. También, desgraciadamente, hay oficiales públicos que trabajan para el narco y que están hasta el cuello de corrupción y podredumbre. Ha habido excesos, violaciones de derechos humanos, torturas. Todo eso se ha documentado y la sociedad debe estar atenta para que no se queden impunes esos abusos.
Pero debemos también proponer medidas que nos hagan mirar más allá de la penosa, dramática situación en la que nos encontramos. Una de ellas acaba de ser solicitada por la Conago al Congreso de la Unión: modificar el artículo 115 constitucional para efecto de “desaparecer” las corporaciones policiacas municipales y avanzar hacia un esquema de policías estatales con 32 mandos a nivel nacional. Se trata de una idea que va en la línea de lo que ha propuesto desde hace tiempo el secretario de Seguridad Pública federal, Genaro García Luna. El punto es interesante precisamente porque la mayor vulnerabilidad (no la única) del Estado mexicano frente a la delincuencia se ha dado en ese primer nivel de gobierno.
Atender los temas locales de inseguridad debe ser una prioridad absoluta, dado que 93% de todos los delitos cometidos en México son de competencia local. Las policías municipales y estatales representan 91% del total de la fuerza disponible en el país, pero su equipamiento y su capacitación son bastante precarios.
Algunos datos ilustran bien la debilidad de los cuerpos policiacos locales: 40% de los policías municipales gana menos de 4 mil pesos al mes, 38% gana entre 4 y 10 mil pesos; solamente 0.7% gana más de 10 mil pesos mensuales. El 55% de ellos tiene una instrucción equivalente o inferior a primaria. El 70% de ellos tiene un nivel inferior a los 10 años de escolaridad (en Estados Unidos los policías tienen, en promedio, dos años de estudios universitarios). La Auditoría Superior de la Federación sostuvo en 2007 que solamente uno de cada cuatro policías locales tuvieron algún tipo de capacitación.
Esa es la realidad que tenemos frente a nosotros. La gran pregunta que le hace la Conago al Congreso de la Unión es si vale la pena caminar hacia un esquema de mayor concentración de responsabilidades y, se supone, de más simple rendición de cuentas (no es lo mismo exigirle a 32 jefes policiacos estatales que a los 2 mil 500 jefes de policía municipal que hoy tenemos en México).
Con independencia de la mejor manera en que se distribuyan las competencias policiacas, también habrá que trabajar en dos asuntos complementarios e igualmente importantes:
a) hacer de la profesión policial algo digno, bien reconocido socialmente y con un sueldo adecuado;
b) contribuir desde la sociedad civil en el combate a la inseguridad, por medio de un debate público bien fundamentado y, sobre todo, a través de la denuncia permanente cuando seamos víctimas o testigos de un delito.
El Estado mexicano no puede solo. La sociedad debe poner de su parte. Lo que está en juego es el país.
twitter: miguelcarbonell
Investigador del IIJ-UNAM..
El tiempo dirá hasta qué punto el encuentro celebrado el martes entre las máximas autoridades responsables de la seguridad en Estados Unidos y sus homólogos nacionales marca el comienzo de una nueva era en las relaciones bilaterales. Pero es obvio que algo muy importante ha cambiado. La señal enviada por Obama, más allá de las fórmulas de cortesía diplomática, indica que en el asunto de la violencia fronteriza originada por la delincuencia organizada se ha traspasado un límite que el gobierno estadunidense considera peligroso para sus propios intereses y ha decidido actuar.
Acepta la corresponsabilidad que le toca, sobre todo por lo que se refiere a la demanda de drogas y al trasiego de armas, reconoce la lentitud para aplicar la Iniciativa Mérida, así como la dimensión económica y social del problema, saluda los esfuerzos del presidente Calderón, pero queda implícita su insatisfacción ante la estrategia del gobierno mexicano que ha recargado en las fuerzas armadas el peso total de la guerra
contra el narcotráfico.
En cierto modo, a querer o no, la actitud del gobierno estadunidense ha subrayado las fallas de una estrategia que está siendo devorada por sus propias debilidades, pues la intervención del Ejército como sustituto de las poli-cías federales y estatales en la contención del delito no ha frenado la violencia ni se ha aprovechado para crear o reorganizar los cuerpos de seguridad bajo mandos civiles que habrían de encargarse de las operaciones contra el crimen organizado. Todo dicho en plan amistoso, colaborador, aunque las palabras de Janet Napolitano, matizadas por las más suaves de Hillary Clinton, presidieron el encuentro cuyos resultados se resumen en una agenda centrada en cuatro áreas estratégicas, que incluyen la desarticulación de las organizaciones delictivas en ambos países, el fortalecimiento de las instituciones de seguridad, el desarrollo de una frontera segura y competitiva para el siglo XXI, y el fortalecimiento de la cohesión social en las comunidades de los dos lados de la frontera. Veremos pronto cuáles son los efectos reales de esta nueva política integral sobre las instituciones de seguridad mexicanas, habida cuenta la gravedad del problema y sus implicaciones para el futuro inmediato de ambos.
Al admitir la necesidad de fortalecer la cohesión social como un componente estratégico de la acción contra el crimen organizado, se da un paso muy importante para abandonar la tesis simplista que se negaba a reconocer un vínculo directo entre las condiciones de vida de la población y el auge de la delincuencia, pues aunque en el contexto bilateral el tema se centra en la frontera, no es menos cierto que el problema tiene ya dimensión nacional, inseparable de las circunstancias de orden general que han propiciado la desigualdad, la pobreza y la liquidación de las esperanzas de millones de jóvenes, cuyo acceso al empleo está clausurado, aun si gozan de los beneficios de la educación superior. Sin duda, éste es el caldo de cultivo para la proliferación de las bandas criminales.
A ese respecto, y sólo a modo de ilustración lo cito aquí, un estudio presentado por la Dirección Regional del Colegio de la Frontera en Ciudad Juárez muestra con precisión hasta qué punto se puede observar una correlación entre la delincuencia juvenil y las colonias de mayor marginación urbana considerando los indicadores de vivienda e infraestructura de servicios públicos
, las carencias de escuelas e instituciones de educación media superior
y la ausencia de áreas verdes y recreativas. Si bien el análisis no pretende establecer “ninguna relación mecánica entre los índices delictivos y la infraestructura urbana, no debe descartarse –añade– que estos servicios configuren el horizonte de vida cotidiana de esta población y sus perspectivas de futuro”. Si a esto se agrega la progresiva segmentación social y urbana en curso
, se comprende mejor por qué miles y miles de jóvenes que nacen y viven en la marginalidad se incorporan a las pandillas que luego el crimen organizado utiliza para sus propios fines.
El malestar, la irritación creciente de la sociedad civil en las zonas calientes
de la frontera, aunque no sólo en ella, no va dirigido, como a veces se señala, a requerir el cese de las acciones coercitivas contra las bandas criminales que se disputan rutas y mercados; tampoco es una solicitud para restaurar la connivencia de los delincuentes con la autoridad, pero sí representa la exigencia de que, además del combate policial directo, se reconozcan en la práctica sus profundas implicaciones sociales, económicas y aun culturales, el peso de la corrupción y la impunidad, la urgencia de actuar con respeto a los derechos humanos en situaciones de riesgo para la población. En otras palabras, lo que está en juego es la noción de guerra
entre los enemigos de México
, los narcotraficantes y las fuerzas armadas, cual si estuviéramos inmersos en un conflicto convencional en defensa de la soberanía nacional, pero donde a la aterrada ciudadanía le toca testificar, o ser la víctima colateral
de la multiplicación de una criminalidad especialmente bárbara e inhumana.
Hoy, tras los hechos de violencia acumulados en estos meses, es evidente que el país no podrá afrontar con eficacia el desafío de la delincuencia organizada sin una profunda rectificación de las prioridades nacionales. Seguir bajo el imperio de una visión incapaz de revertir las tendencias hacia la polarización y la exclusión social, garantiza la multiplicación de las zonas conflictivas y la extensión de la cultura de la desesperanza que erosiona la cohesión social.
Está por verse si en el enfoque binacional predomina una visión que tenga en la mira el desarrollo de México, lo cual implicará cambios importantes en la orientación general de las políticas públicas y en la cooperación binacional o se insistirá en una fórmula puramente represiva (con inversiones puntuales en asistencia social) que añada más y mejores recursos bélicos a una guerra que no se puede ganar sólo con las armas, por mucho que el esfuerzo se equipare al realizado en Afganistán o Irak.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario