Escrito por Jenaro Villamil
La
mancuerna afortunada de Martin Scorsese, como director, y Leonardo Di
Caprio como actor principal vuelven a sorprendernos en su quinta
colaboración fílmica, The Wolf of Wall Street, una extensa y
trepidante biografía de Jordan Berfort, fundador de una compañía igual
de fraudulenta que las otras grandes corredoras del circuito financiero
más famoso del mundo.
Las referencias al crack (no
sólo inhalado sino bursátil) son múltiples en este filme que resume y
dialoga con muchas otras películas que han documentado este proceso (El Poder y la Avaricia, de Oliver Stone, Margin Call, de JC Chander, Inside Job y Company Men,
por mencionar algunas). La diferencia es que aquí lo tóxico de ambos
procesos es la esencia misma de la naturaleza de la depredación, no su
excepción.
El mismo día que Berfort recibe su licencia como corredor de bolsa fue el famoso “lunes negro” del crack bursátil
de 1987. Belfort decide emprender su propia aventura. Toma en cuenta
los consejos de su primer jefe (Matthew McConaughey en breve, pero
intensa aparición de zombie financiero), quien le recomienda adoptar el estilo de vida del circuito de los poderosos de Wall Street: cocaína y prostitutas.
La esposa de Belfort le recomienda
trabajar en una empresa que se dedica a hacer dinero con acciones de
centavos de dólar, sin acceso a Wall Street. El ambicioso vendedor
descubre la mina de oro. Y emprende su creación: crear una gran
compañía que extraiga dinero de los más pobres para volverse él
millonario. Algo así como lo ha hecho en México el regiomontano Ricardo
Salinas Pliego, con Grupo Elektra y sus otras compañías, protegidas por
la pantalla de TV Azteca.
Belfort es gurú y es el líder de una
corte de fracasados que aspiran lo mismo que él, literal y
metafóricamente. Lo único que le faltó fue tener una televisora o un
medio poderoso que lo protegiera. A falta de eso, la revista Forbes lo bautiza como El Lobo de Wall Street en un reportaje de mala leche que acabó utilizándolo a su favor.
La astucia de Scorsese en esta película radica en no caer en el adoctrinamiento explícito de Oliver Stone en El Poder y la Avaricia (1987)
para retratarnos no sólo el capitalismo depredador de Wall Street sino
desentrañar el mito del sueño americano que mucho se parece a una
sobredosis de metacualona, la droga que despierta el delirio y el
embrutecimiento. Una de las mejores secuencias de El Lobo es cuando Di Caprio-Belfort vive los efectos de este químico y no se da cuenta de los destrozos que deja a su paso.
Los discursos de Belfort frente a su
corte de vendedores (un Og Mandino que se mezcla con Salinas Pliego)
recuerdan, en tono paródico, el famoso speech de Michael Douglas, en el papel de Gordon Gekko, el voraz financiero de El Poder y la Avaricia, cuando quiere comprar la empresa Teldar Paper.
“La codicia es buena”, sentenció Gekko
en aquella interpretación que le ganó el Oscar al mejor actor a
Douglas, mientras lo observaba el imberbe bróker que quiere ser como él (Charlie Sheen en el papel que lo encumbró).
Belfort dice lo mismo, pero como un
payaso de Og Mandino. La farsa, recetada hasta intoxicarnos, es la
película misma. Al estilo de Casino, su otra gran película
sobre el auge y caída de Las Vegas de los setentas, Scorsese nos lleva
de la mano a una vorágine en la que casi todos formamos parte en algún
momento.
Lo tóxico es el delirio americano por
el dinero rápido. Bien podrían ser Zetas o integrantes de Los
Caballeros Templarios. Pero son jóvenes gorditos, feos y ridículos que
imitan a quienes salen en Forbes, Fortune, Time.
Margin Call, del excelente documentalista J.C. Chander, anticipa antes que Scorsese y después de Stone, la ola de thrillers financieros que documentaron el segundo gran crack reciente: el de septiembre de 2008.
Aquí no hay farsa explícita, pero sí un
trabajo de precisión de relojero y crudeza de cirujano. Relata la larga
madrugada cuando un joven analista descubre la volatilidad de los
valores respaldados por hipotecas que pronto superará los niveles de
volatilidad histórica. La empresa va a sufrir una pérdida mayor que su
nivel de capitalización. Entonces, su CEO John Tuld (Jeremy Irons en
una interpretación soberbia) decide vender todos los activos tóxicos e
intoxicar el mercado. Tal como sucedió en 2008 con Goldman Sachs y
Lehman Brothers.
El contrapunto del personaje que
interpreta Irons es su viejo amigo, responsable del departamento de
gestión de riesgos y venta, quien termina intoxicado en su delirio:
entierra a su perro muerto de cáncer en el patio de una casa que ya no
es suya (Kevin Spacey).
Esta gran película se asemeja en algo con El Lobo de Scorsese: lo tóxico no son las acciones ni la droga o el “estilo de vida” de los excesos. Lo tóxico es el sistema.
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