Javier Sicilia
La bancada del PRI en la Cámara de Diputados. Foto: Eduardo Miranda |
Para Mara, Nora y Macarena Gelman, en el amor y dolor.
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Uno de los graves problemas para salir de la crisis que vivimos es la inmensa lejanía entre la clase política y la realidad del país. El gobierno de Enrique Peña Nieto, los gobiernos estatales y los partidos no sólo se niegan a asumir la emergencia nacional y la tragedia que sufre México, sino que se empeñan en creer que estamos bien y que tienen el control de la nación. La realidad que afrontamos los mexicanos es, sin embrago, otra: la ausencia de un Estado cuya condición primera, la que le da sentido –la paz y la justica—, es casi inexistente.
Este divorcio entre lo que los mexicanos vivimos –asesinatos, desapariciones, extorsiones, secuestros, indefensión, miseria e impunidad– y lo que la clase política vive y hace –discursos triunfalistas, minimización del horror, reformas estructurales hechas al vapor y contrarias a la vida, ya de por sí dolida, de los ciudadanos–, muestra el fracaso de ésta.
El caso de Michoacán, que ahora ha ocupado las primeras planas y que se suma al de otros movimientos sociales y políticos que, a pesar de la invisibilidad mediática, continúan expresándose, es, junto con la violencia, la prueba más contundente. Cuando la gente tiene que recurrir a las autodefensas, es señal de que una buena parte de lo que queda del Estado –sus gobiernos e instituciones– ha llegado a un grado de inoperancia criminal. Es señal también de que la ciudadanía, frente a la ceguera, la sordera del Estado y el fracaso de las movilizaciones no-violentas para transformarlo en profundidad, no ha encontrado ya otro camino de defensa y cambio que las armas.
Las autodefensas –al igual que el zapatismo, el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD), los maestros de la CNTE, el Yo Soy 132, las movilizaciones en defensa del petróleo, etcétera– no están contra el Estado. Están a favor de él. Su condición de resistentes y sus denuncias apuntan hacia las partes podridas y criminales del Estado, y a un intento de recomponerlo de otra manera para salvarlo. No es otra cosa lo que dicen las declaraciones del doctor Mireles, representante de una ciudadanía herida y “hasta la madre”: “Estamos dispuestos a desarmarnos cuando ellos (el gobierno) asuman al 100% su responsabilidad. También les digo a mis compañeros del Consejo General de Autodefensas y comunitarios que no dejen las armas hasta que el gobierno federal y el del estado cumplan con detener a las siete principales cabezas del crimen organizado”. (Milenio digital, 14/01/214.)
Es también lo que dice monseñor Patiño Velázquez en su Carta Pastoral del 16 de enero –un decir que debe ser acompañado y respaldado por todas las Iglesias–: “(…) El pueblo está exigiendo al gobierno que primero agarren y desarmen (sic.) al crimen organizado. El Ejército y el gobierno han caído en el descrédito porque en lugar de perseguir a los criminales han agredido a las personas que se defienden de ellos. ¿No han comprendido que nos encontramos en un estado de necesidad? (…) Dietrich Bonhoeffer, líder religioso alemán que murió durante el nazismo, escribía a su novia diciéndole: ‘Se precisa un concilio de todas las Iglesias… ¿Para qué? Nosotros somos conscientes de que alguien debe consolar a las víctimas, pero también de que alguien debe frenar a la máquina que asesina’”. (Cartas de amor desde la prisión.)
El consuelo, del que monseñor Patiño habla al citar a Bonhoeffer, no hemos dejado de llevarlo a las víctimas desde que el MPJD salió a la calle y obligó al Estado a crear y promulgar una Ley de Atención a Víctimas. Lo que no ha hecho el Estado es detener a “la máquina asesina”. Todo lo contrario, parece consentirla y aceitarla.
Mientras la clase política y el gobierno protejan dentro de sus filas a criminales –ellos saben perfectamente quiénes son– y quieran borrar de nuevo a las víctimas bajo una ley atrapada en los laberintos burocráticos, continuará favoreciendo al crimen. Mientras crea que la razón de ser del Estado se encuentra en el monopolio de la violencia –es lo que han declarado al querer desarmar bajo ese argumento, tan abstracto como absurdo en la circunstancias que vivimos, a las autodefensas legítimas– y no en su capacidad para darnos un suelo de paz y de justicia, continuará ahondando la espantosa brecha que hay entre los ciudadanos y el Estado, y generalizando la violencia. Mientras haga reformas estructurales que sólo sirven a los señores del dinero y no al país y a su gente, continuará asesinando a la nación. Un Estado administrado de esa manera puede definirse como un Estado fallido, un Estado delincuencial o un Narco-Estado al servicio de la “máquina asesina”, pero nunca como un Estado.
La clase política tiene que aprender a ver y a escuchar lo que los movimientos sociales y las autodefensas le están diciendo: que si quiere salvar al Estado debe cambiar su conducta y trabajar del lado de la resistencia ciudadana, de las necesidades de la gente y de la paz y la justicia. De no hacerlo, su ciega sordera seguirá alimentando a “la máquina asesina” y generando la única salida que le deja a la dignidad: continuar resistiendo.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Uno de los graves problemas para salir de la crisis que vivimos es la inmensa lejanía entre la clase política y la realidad del país. El gobierno de Enrique Peña Nieto, los gobiernos estatales y los partidos no sólo se niegan a asumir la emergencia nacional y la tragedia que sufre México, sino que se empeñan en creer que estamos bien y que tienen el control de la nación. La realidad que afrontamos los mexicanos es, sin embrago, otra: la ausencia de un Estado cuya condición primera, la que le da sentido –la paz y la justica—, es casi inexistente.
Este divorcio entre lo que los mexicanos vivimos –asesinatos, desapariciones, extorsiones, secuestros, indefensión, miseria e impunidad– y lo que la clase política vive y hace –discursos triunfalistas, minimización del horror, reformas estructurales hechas al vapor y contrarias a la vida, ya de por sí dolida, de los ciudadanos–, muestra el fracaso de ésta.
El caso de Michoacán, que ahora ha ocupado las primeras planas y que se suma al de otros movimientos sociales y políticos que, a pesar de la invisibilidad mediática, continúan expresándose, es, junto con la violencia, la prueba más contundente. Cuando la gente tiene que recurrir a las autodefensas, es señal de que una buena parte de lo que queda del Estado –sus gobiernos e instituciones– ha llegado a un grado de inoperancia criminal. Es señal también de que la ciudadanía, frente a la ceguera, la sordera del Estado y el fracaso de las movilizaciones no-violentas para transformarlo en profundidad, no ha encontrado ya otro camino de defensa y cambio que las armas.
Las autodefensas –al igual que el zapatismo, el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD), los maestros de la CNTE, el Yo Soy 132, las movilizaciones en defensa del petróleo, etcétera– no están contra el Estado. Están a favor de él. Su condición de resistentes y sus denuncias apuntan hacia las partes podridas y criminales del Estado, y a un intento de recomponerlo de otra manera para salvarlo. No es otra cosa lo que dicen las declaraciones del doctor Mireles, representante de una ciudadanía herida y “hasta la madre”: “Estamos dispuestos a desarmarnos cuando ellos (el gobierno) asuman al 100% su responsabilidad. También les digo a mis compañeros del Consejo General de Autodefensas y comunitarios que no dejen las armas hasta que el gobierno federal y el del estado cumplan con detener a las siete principales cabezas del crimen organizado”. (Milenio digital, 14/01/214.)
Es también lo que dice monseñor Patiño Velázquez en su Carta Pastoral del 16 de enero –un decir que debe ser acompañado y respaldado por todas las Iglesias–: “(…) El pueblo está exigiendo al gobierno que primero agarren y desarmen (sic.) al crimen organizado. El Ejército y el gobierno han caído en el descrédito porque en lugar de perseguir a los criminales han agredido a las personas que se defienden de ellos. ¿No han comprendido que nos encontramos en un estado de necesidad? (…) Dietrich Bonhoeffer, líder religioso alemán que murió durante el nazismo, escribía a su novia diciéndole: ‘Se precisa un concilio de todas las Iglesias… ¿Para qué? Nosotros somos conscientes de que alguien debe consolar a las víctimas, pero también de que alguien debe frenar a la máquina que asesina’”. (Cartas de amor desde la prisión.)
El consuelo, del que monseñor Patiño habla al citar a Bonhoeffer, no hemos dejado de llevarlo a las víctimas desde que el MPJD salió a la calle y obligó al Estado a crear y promulgar una Ley de Atención a Víctimas. Lo que no ha hecho el Estado es detener a “la máquina asesina”. Todo lo contrario, parece consentirla y aceitarla.
Mientras la clase política y el gobierno protejan dentro de sus filas a criminales –ellos saben perfectamente quiénes son– y quieran borrar de nuevo a las víctimas bajo una ley atrapada en los laberintos burocráticos, continuará favoreciendo al crimen. Mientras crea que la razón de ser del Estado se encuentra en el monopolio de la violencia –es lo que han declarado al querer desarmar bajo ese argumento, tan abstracto como absurdo en la circunstancias que vivimos, a las autodefensas legítimas– y no en su capacidad para darnos un suelo de paz y de justicia, continuará ahondando la espantosa brecha que hay entre los ciudadanos y el Estado, y generalizando la violencia. Mientras haga reformas estructurales que sólo sirven a los señores del dinero y no al país y a su gente, continuará asesinando a la nación. Un Estado administrado de esa manera puede definirse como un Estado fallido, un Estado delincuencial o un Narco-Estado al servicio de la “máquina asesina”, pero nunca como un Estado.
La clase política tiene que aprender a ver y a escuchar lo que los movimientos sociales y las autodefensas le están diciendo: que si quiere salvar al Estado debe cambiar su conducta y trabajar del lado de la resistencia ciudadana, de las necesidades de la gente y de la paz y la justicia. De no hacerlo, su ciega sordera seguirá alimentando a “la máquina asesina” y generando la única salida que le deja a la dignidad: continuar resistiendo.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.
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