Es
francamente débil la hipótesis que sitúa el origen del estallido en
Michoacán (o bien el nacimiento de las autodefensas) en una moción
privativamente gubernamental. Los cárteles de la droga son una criatura
de la economía global. También los gobiernos. Difícilmente estas dos
instituciones, una legal otra ilegal, aunque en realidad son una sola,
impulsarían gratuitamente la aparición de un grupo civil armado, a no
ser por una relativa pérdida de control en el sostenimiento de un poder
u orden. Aún otorgando que se trata de una verdad parcial (la
intervención sustantiva del gobierno), cabe reconocer que el
paramilitarismo o el uso de guardias extraoficiales es un signo de
debilidad, y de urgencia para recuperar un terreno perdido en la
correlación de fuerzas políticas, ciertamente en el contexto de la
economía global. Porque el conflicto en Michoacán no es local, ni
siquiera nacional: es un conflicto geopolítico, es decir, global. (La
intensiva cobertura en prensa internacional no es fortuita,
especialmente en Estados Unidos). En esta conflagración se articulan
intereses comerciales que involucran a China, Estados Unidos y a
ciertos grupos caciquiles o familias locales.
Para situarnos en
un terreno común, es preciso indicar que este conflicto es una de las
expresiones de la narco-guerra, que no es otra cosa que una estrategia
mundial, adaptada a la realidad nacional, para la consolidación de
economías sostenidas en una virtual ingobernabilidad. Un Estado es
fallido sólo cuando el orden económico dominante así lo reclama, como
ocurre en México. Pero es fallido únicamente en la aplicación de las
leyes escritas, no así en la concertación con las leyes materiales no
escritas o no verbalizadas (por ejemplo, la adscripción casi religiosa
de los factores económicos domésticos al credo neoliberal). En este
contexto de laxitud o fallecimiento jurídico del Estado, el monopolio
de la violencia se “federaliza": atraviesa una suerte de
descentralización; se delegan facultades para el uso de la violencia a
otros órganos no inscritos directamente en las instituciones estatales.
Entre estos actores u órganos paralegales, destacan los brazos armados
de los cárteles de la droga, empresas de seguridad privada, milicias
rurales, mercenarios foráneos etc. Y ahora se pretende incorporar a las
autodefensas a este abanico de fuerzas reaccionarias. Pero esto no
equivale a sostener que la naturaleza de estos grupos es única e
indivisiblemente progubernamental o pro-Estado. Y acá radica el quid de
toda la discusión en torno al caso michoacano.
Si bien es
indiscutible la injerencia del gobierno (al menos parcial) en el
comportamiento de las autodefensas, cabe advertir que la sola
participación (o bien padrinazgo, como algunos sugieren) de los actores
oficialistas en la formación y reproducción de estos grupos, es una
apuesta que no está exenta de riesgos virtualmente desfavorables para
el poder constituido. Las propias autodefensas son increíblemente
diversas. Y como en todo conflicto de esta naturaleza, las condiciones
de clase, cosmovisiones e intereses que priman son heterogéneos y no
pocas veces antagónicos. Más que una reflexión neutral o imparcial, acá
se prefiere hacer hincapié en las fuerzas potencialmente transgresoras
que intervienen en las guardias comunitarias: campesinos desposeídos,
inmigrantes que van y vienen a Estados Unidos, y cuyo compromiso con la
tierra cobra otra dimensión, trabajadores y padres de familia
ordinarios hastiados de la corrupción, violencia e impunidad que
fomentan por acción u omisión las autoridades públicas.
El riesgo para el Estado es doble: uno, que las autodefensas se
radicalicen y consigan autonomía frente al orden estatal dual (el
lícito y el ilícito); y dos, que el ejemplo cunda, y el formato de
autodefensa alcance el rango de canon. En este escenario la
desintegración del actual Estado criminal sería irrefrenable.
En la anterior entrega se sostuvo: “Resumidamente, se pueden agrupar a
los protagonistas en dos grandes bloques: los que son afines al poder,
y los que desafían el poder” (http://lavoznet.blogspot.mx/2014/01/michoacan-preambulo-de-una-revolucion.html).
Aún cuando el poder institucional interviene para manipular el curso de
las autodefensas, el desafío de estos grupos a los mandatos
gubernamentales es un horizonte militarmente factible, y acaso
políticamente deseable.
A nuestro entender, y aún
concediendo verosimilitud al diagnóstico que sitúa a las autodefensas
en el eje de una táctica discrecional e inconfesable del gobierno, la
posibilidad de que este recurso comunitario se generalice es tan alto
como la posibilidad de un aplastamiento que redunde en un beneficio
para el actual orden (inconstitucional, cabe decir).
Y en
un escenario hipotético de éxito insurreccional comunitario, nadie
podría objetar el carácter éticamente legítimo de esta modalidad de
defensa. Nótese que la preocupación central del gobierno no reside en
el descabezamiento de un cártel u otro (Caballeros Templarios u
homólogos transterritoriales): su principal empeño es el
descabezamiento de la ciudadanía o la sociedad organizada, por más
frágiles que pudieran ser estas formas organizacionales.
Esta vez no discrepamos ni un ápice con Javier Sicilia, cuando
sostiene: “Es absolutamente legítimo [el recurso de las autodefensas].
Estoy en contra de las armas, pero estoy mucho más en contra de la
indefensión. No se puede tolerar que en nombre de un gobierno… la gente
tenga que padecer que le maten a sus hijos, le secuestren a sus hijas,
las violen y las descuarticen”.
Este gobierno criminal
que describe Sicilia es el que está en vilo. Desconocemos si las
autodefensas alcancen a articular una oposición plausible en el corto o
mediano plazo. Pero es un hecho que se trata de una ventana de
oportunidad, una moneda al aire cuya suerte es incierta.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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