1/28/2014

El gusto se me acabó.



 Tomás Mojarro

           A la CruzadaContrael Hambre, esa de Peña y Chayo Robles

           Nuestra música folklórica, mis valedores.   Sones, gustos y valonas y unas trovas, falsetes, jarabes que me parecen tristes cuando años antes tan jacarandosos me parecían, tan facetos y mitoteros, tan a la medida de la jácara, la bullanga y la imprecación motivosa. Hoy me suenan a responso, no que antes…

Antes. Yo, un chamaco que malvivía en mis terrones zacatecanos, me acuerdo que cierto día, domingo por la mañana, para inaugurar nuestra escuela llegó un fuereño de regia estampa, jinete en penco barroso, y detrás de él toda la banda, arreando a tamborazos la Zacatecana, y válgame: callejas y callejones se revinieron de música, y el contento rebrilló en los ojillos del ciento de payos que, de dos en fondo y la banderita de papel en la diestra, mirábamos alelados al jinete que en plena plaza se apeaba del penco y echaba a andar por la media calle, sus botas repiqueteando en el empedrado como marcando jarabes. Era aquel mi don Pánfilo Natera, que con Villa y algunos de su calibre (30-30) forjó la Revolución. PánfiloNatera.

Lo vi pasar a dos metros, abierta la boca y los ojillos brillosos de admiración a la vista del hazañoso varón de la Tomade Zacatecas. Al ritmo de la Zacatecana me hice entonces aquella promesa: Cuando crezca voy a ser como Pánfilo Natera.

Como crecer, poco crecí en todas direcciones, pero la lucha se le hizo, qué más. Hoy, mi barca muy navegada y doblando ya el Cabo de Buena Esperanza, añoro el domingo aquel, con un Pánfilo Natera que simbolizaba la Revolución, y la jocundia de la Zacatecana, dulce dolencia, se me quedó en la viva entraña del corazón, y ahí sigue hoy todavía como pacífico (no siempre) amor por mi tierra con su gente.  Natera.

Envejezco. Un día de estos a media mañana escuché La Chirriona y dos que tres más, cuando ya mi placer estético se enraiza en Bach y demás beneméritos. Pero de repente: ¡La de Zacatecas! ¡La Marcha que fue de mi encuentro con Pánfilo Natera! Y Dios, qué música melancólica. Envejecí, porque esos mismos arpegios me bailaban jácaras en el tecorral de los costillares, cuando ahora me apachurran un corazón que percibí como cuera reseca. Y esta tristura…

¿Qué la música sigue viva, dulce y rumorosa, penca de miel arropada de abejas?  ¿Qué soy yo quien se agria y agrieta porque la vida se me volvió vinagre en las venas?  No es así. Al estrépito de la Zacatecana se me vinieron cabalgando las sombras hazañosa de Natera,  Pancho Villa y tantas más, que se me volvieron más sombras; sombras nada más. La alzada estampa de Pánfilo ya no lo era tanto; humillada, más bien, gacha la testa y el pescuezo tronchado como la de Villa y los otros. No como símbolos altivos se me presentaban, sino como avergonzados, como intentando atejonar la cabeza en el ala del tejano. Atroz.

Porque ocurrió que al son de los sones mi barrio clasemediero se me fue entristeciendo al resonar esa música al pie del edificio, ejecutada por tres campesinos –corneta, tambor, clarinete- de los que al son de la cruzada peñista contra el hambre  bajan de sus jacales a pedir la de por Dios. ¡En el México de Villa, Natera y la Revolución! Los pedigueños tocando la de Zacatecas y una preñada  con otro a cuestas aprontando boca arriba la guarida para recibir las monedas que los de acá arriba le arrojaban desde las ventanas. “¡Pa  celebrar la CruzadaContrael Hambre, de Peña!”

 Al ritmo del son y el jarabe, vive Dios, aunque viendo eso que ocurrió entonces, lo dudo. (En fin.)

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