Leonardo García Tsao
Toronto, 6 de septiembre. Para abrir el maratón de proyecciones no hay nada como empezar por el final. Así, la primera película elegida fue La última película, precisamente.
Dirigida por el filipino Raya Martin y el crítico canadiense Mark
Peranson, esta peculiar rea lización pretende ser muchas cosas. Entre
ellas, ser experimental y salirse totalmente de los caminos de la
narración convencional. Pero, ante todo, presume de modo socarrón de
ser la última película filmada en celuloide, coincidente con la fecha
–el 21 de diciembre del año pasado– en que se supone ocurriría el
Apocalipsis, según las predicciones mayas.
El esfuerzo también intenta ser una paráfrasis de The Last Movie, la
fracasada película que Dennis Hopper, en un estado totalmente pacheco,
filmó en Perú. Por eso, la acción se sitúa en Yucatán y sigue a un
director de cine (Alex Ross Perry) que, en efecto, desea filmar la
última película, con la ayuda de un guía mexicano (un escéptico Gabino
Rodríguez) y habla a cámara sobre el significado actual que tiene
filmar. Al mismo tiempo, Martin y Peranson se divierten jugando con la
forma misma.
La película arranca con una serie de patrones para ajustar la
imagen, dispuesta de forma estroboscópica (y no recomendable para
epilépticos). Luego alterna entre el formato de 16 mm.y el de súper 8,
con constantes cambios de textura. Hay escenas faltantes marcadas con
un letrero de
escena faltante. Y hay un punto en que la cámara literalmente se pone de cabeza para filmar las pirámides de Chichen Itzá y sus turistas al revés.
Ya puesta en su debido lugar, la cámara registra la parte más
chistosa de la película: cuando el supuesto director se burla de todos
los jipis místicos que se han reunido alrededor de las pirámides mayas
para ejecutar cantos y bailes (así de rara es la gente). Otro momento
muy gracioso es cuando Perry y Rodríguez, en medio de un pantano en el
crepúsculo, se cuestionan sus propios papeles.
Esta película no tiene sentido, sentencia el segundo.
Lo curioso del caso es que La última película tiene
demasiados sentidos que convergen en un cuestionamiento del estado del
cine actual. Esta coproducción entre Canadá, Dinamarca, Filipinas y
México (a través de la productora Canana) no es, desde luego, para todo
público. Un espectador convencional quizás acabaría mentando madres.
Pero merece la pena difundirse por el circuito de festivales a donde
pertenece.
Meritoria en un sentido diferente resultó El verano de los peces voladores,
debut promisorio de la chilena Marcela Said, que se centra en la figura
de una adolescente de familia acaudalada que posee una finca al sur de
Chile, donde hay una tensión permanente con los indios mapuches, que
reclaman sus derechos sobre las tierras. La protagonista vive el
conflicto de atestiguar cómo su padre no respeta dichos derechos y, a
la vez, sufre el desencanto del primer amor.
Influida sin duda por la argentina Lucrecia Martel, la cineasta no
describe las situaciones de modo lineal, sino crea una atmósfera
inquietante entre imágenes y sonidos que insinúan una violencia latente.
Una violencia mucho más palpable se aprecia en Les salauds (Los bastardos),
de la siempre interesante Claire Denis, quien narra una turbulenta y
oblicua historia sobre cómo una familia parisina es destruida por
influencia de un torvo industrial (idéntico al ex papa Benedicto XVI,
no sé si sea intencional), dentro de una intriga sórdida que incluye la
venganza, la ruina económica y la obsesión enfermiza por el sexo.
Estrenada en Cannes en Un certain regard, la película merecía haber estado en la competencia, como argumentaron muchos en su momento.
Como es costumbre, las funciones de Prensa e Industria son
supervisadas por el usual ejército de voluntarios que se desviven por
ser amables y serviciales. Uno hasta se aturde con tanta amabilidad. El
lado cruel del TIFF se manifiesta por otro lado, cuando programa al
mismo tiempo varios títulos de interés.
Twitter: @walyder
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