9/04/2013

Por un nuevo patrimonialismo



Claudio Lomnitz
Ahora el PRI y el PRD debaten el verdadero sentido de las palabras de Lázaro Cárdenas. Pero valdría la pena mejor dar un paso atrás, para preguntar si acaso no sería mejor dedicarse a elaborar una redefinición –aunque fuera parcial– de la relación ideal de la sociedad con el patrimonio.

El lenguaje puede ser una forma de entrarle a esa discusión –la historia puede ser otra.
A nivel de lenguaje, interesa constatar que, mientras la palabra patrimonio tiene una connotación positiva –es un bien que se atesora y que se cuida–, la palabra patrimonialismo –que se refiere a la práctica de valerse del patrimonio– usualmente tiene una acepción negativa. ¿Por qué?

La primera razón no es específica de México, y es que frecuentemente el patrimonialismo se emparienta con el rentismo. Vivir del patrimonio es vivir de una riqueza creada por otro (o creada por la naturaleza). Y la sociedad moderna –a diferencia de la feudal, por ejemplo– valora el trabajo y reprueba la holgazanería. Por eso, el rentista es visto como un zángano, que se hincha la panza con el fruto del trabajo de sus abuelos. Asimismo, el patrimonialismo es mal visto porque propone vivir de una riqueza que no ha sido creada por la generación presente.

Hay también otra razón, más característica de la situación mexicana, por la que se ve mal al patrimonialismo. Para entenderla es preciso remontarse a la historia.

Una de las aspiraciones de la Revolución Mexicana fue la apropiación de los recursos fundamentales del país para la nación. Este ideal tomó varias formas. A veces era un reclamo antimperialista (o incluso antiextranjero), que se resumía en el lema –bastante xenófobo, pero frecuentemente también justificado– de México para los mexicanos. En otras ocasiones, el reclamo no tenía que ver con la nacionalidad de los dueños, sino con la concentración de la propiedad en sí misma: la reforma agraria, por ejemplo, afectaba por igual a propietarios mexicanos que extranjeros.

Pero además de luchar por la propiedad social de recursos productivos, la revolución quiso también transformar la situación existencial del trabajador mexicano: reconocerle derechos y ampliar la oferta de bienes públicos (educación, salud, vivienda). Durante el porfiriato, el trabajador mexicano era o bien pobre o, si no, pobrísimo. No tenía derechos sindicales ni fácil acceso a la educación. La vivienda obrera era usualmente rentada, pobre, y cara, y el acceso de las familias obreras a la medicina moderna era casi nulo.
Aunque la revolución cambió algunos aspectos de aquella situación –introduciendo legislación que defiendía los derechos sindicales, estableciendo límites a la jornada trabajo, salario mínimo, y restricciones al trabajo infantil, por ejemplo– el paso del terreno legislativo a la práctica implicaba pasar del decreto de papel a operar una transformación de la realidad concreta de los trabajadores. Había, en otras palabras, que mostrar cómo podía y debía vivir un obrero. Es en ese contexto que se desarrolla el patrimonialismo que conocemos hoy.
En la era posrevolucionaria hubieron tres grandes espacios empresariales que desarrollaron imágenes de punta de lo que debía ser la vida obrera moderna: el del catolicismo social, cuyos empresarios desarrollaron proyectos de vivienda, higiene, y educación obrera; el de las grandes empresas multinacionales (la Ford, por ejemplo), que tuvieron también un papel interesante en el desarrollo de una vida obrera, y las industrias del estado, entre las que destacó, en primer lugar, Pemex, pero que incluían también a los trabajadores del Estado –empleados, maestros, etc.

Bien. Es justamente en este rubro que surge una segunda fuente de estigmatización del patrimonialismo que es, ahora sí, específicamente mexicana. El patrimonialismo de la época de Lázaro Cárdenas (y de regímenes posteriores) tenía entre sus metas crear la imagen de un obrero liberado, es decir, de un obrero que gozaba plenamente de las prerrogativas que le correspondían: derechos sindicales, pagos de horas extras, edad razonable de jubilación, etc.

Pero esa estrategia –fundamental en la época– tuvo siempre dos filos. Se creaba, cierto, un polo ejemplar al que podía aspirar en sus luchas cualquier sindicato, de cualquier rama industrial del país. No había un trabajador mejor pagado, mejor tratado y mejor defendido que un obrero de Pemex. El obrero del patrimonio era, entonces, un ejemplo para toda la clase obrera.

Pero por otra parte, se caía en el riesgo de crear una aristocracia laboral. Y es en torno de este segundo problema que se va creando una acepción negativa en torno del patrimonialismo, porque el patrimonio comienzó a patinar entre ser un legado que le correspondía a toda la nación, y la prebenda de un subconjunto de trabajadores, bien organizado y bien apapachado, que ha sido utilizado por el Estado como si representara en realidad a toda la nación. Y es en ese pacto –legitimidad al Estado a cambio de prebendas– que comienza a deteriorarse el prestigio del patrimonialismo en México.

Hoy la discusión pública tendría que buscar otro diseño para el patrimonialismo mexicano: rescatar el prestigio genuinamente nacional que merece el cuidado y usufructo de los bienes colectivos. Y esto por varias razones. Primero, porque el patrimonio es siempre y por definición bueno. Hay que defender la riqueza colectiva –siempre y cuando sea genuinamente colectiva. Pero segundo, también, porque el modelo de uso del patrimonio ha degenerado en un rentismo que se funda en una relación corrupta entre los beneficiarios y el Estado.

El patrimonio hay que defenderlo por igual en contra de privados y del Estado. Se necesita hacer por partes iguales una crítica a la privatización y a la forma que ha tomado el patrimonialismo mexicano. Hay, en otras palabras, que inventar un nuevo patrimonialismo, que no debe dirigirse ya a crear una aristocracia laboral –con trabajadores que legan sus plazas a sus hijos o que subcontratan funciones a otros trabajadores. Ya no es necesario, como sí lo era en tiempos de Cárdenas, crear una imagen de cómo debe vivir un trabajador. Esa imagen ya existe. Se necesita un nuevo patrimonialismo que defienda los bienes públicos contra los privados, pero también contra los apetitos de la clase política, y sus interlocutores en la clase obrera patrimonialista.
Así, importa objetar enérgicamente cuando una compañía que va a afectar el patrimonio alega que a cambio va a crearequis o ye número de empleos. Dragonmart, por ejemplo, se pavonea de que va a crear más de 8 mil empleos, y que por eso no importa que afecte una reserva ecológica. Walmart también se ha valido de esa clase de argumento. Las mineras canadienses alegan lo mismo... Casi, casi le están haciendo un favor a los huicholes, destruyéndoles sus sitios sagrados.

Esta clase de argumento debe ser objetado por dos vías: primero, porque usualmente son cuentas alegres (Dragonmart tal vez emplee a 8 mil trabajadores, pero ¿cuántas misceláneas y mercados cerrarán sus puertas por no poder competir con los precios chinos?) y, segundo, porque hay que recordar, siempre, que las empresas no crean trabajo, sino que el trabajo crea las empresas. La riqueza viene del trabajo. Las inversiones sirven para generar condiciones de trabajo, sí, pero son también producto de trabajos anteriores. El capital no puede atribuirse el poder divino de crear al trabajo. Es un engaño.

Hoy se dice, con justicia, que se necesita más mercado y más Estado, pero en el tema del patrimonio se necesita –todavía más urgentemente– una crítica tanto de la privatización como de la estatización. Se necesita menos mercado y menos Estado.

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