Gabriela Rodríguez
E una práctica de los gobiernos democráticos reconocer, modificar y
actualizar los derechos humanos; en el caso de México cabe celebrar que
los magistrados de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN)
hayan determinado ayer que los derechos humanos tienen el máximo rango,
independientemente de su origen –ya sea la Constitución o los tratados
internacionales–, tal como señala la reforma realizada al primer
artículo constitucional en junio de 2011.
Sin embargo, acordaron que en su aplicación se deben atener a las
limitaciones que establece la Carta Magna, interpretando éstas en un
sentido proteccionista y de garantía, lo cual no es necesariamente un
avance. No menos importante fue la aprobación del pleno de la SCJN que
se deriva del anterior: la jurisprudencia emitida por la Corte
Interamericana es obligatoria para el Estado mexicano aún en los casos
en los cuales el país no sea parte y siempre que sea más favorable a la
persona.
Los derechos humanos son las más nobles prerrogativas que la
humanidad haya construido, pero encierran una gran paradoja: mientras
buscan garantizar una vida digna para todos, al mismo tiempo describen
una sociedad irreal. Se trata de ideas abstractas, toda vez que la
historia no da cuenta de ningún pueblo donde la dignidad sea una
experiencia vivida por todos. Más bien hay que admitir que los derechos
humanos son un desafío permanente y que no siempre van hacia adelante:
mientras el discurso de los derechos ha venido cobrando fuerza en el
concierto nacional e internacional, las políticas neoliberales están
llevando a excluir del ejercicio de derechos a muchos grupos de
población, en especial se están perdiendo derechos económicos, sociales
y culturales.
Son cada vez más los excluidos de una vivienda digna y un ambiente
saludable, del trabajo digno y bien remunerado, de servicios educativos
y de salud de calidad, de seguridad social y desarrollo integral; hay
millones de jóvenes que ni estudian ni trabajan, emigrantes sin
derechos, gente de comunidades rurales, indígenas y urbano-marginales
donde la salud y educación son inaccesibles o de baja calidad, aun los
empleados de empresas privadas y públicas hoy están perdiendo derechos
laborales y sociales, no sólo en México sino en todas partes, se trata
de políticas económicas globales.
Nuestra crisis del magisterio y de la educación es un proceso
paralelo a una reforma cuyo discurso eleva la calidad educativa a
derecho humano con rango constitucional, y que privilegia la evaluación
de los docentes por encima de los múltiples aspectos académicos y
pedagógicos que es necesario transformar si lo que se busca es
garantizar la prestación de servicios educativos de calidad. Como norma
secundaria, la Ley General del Servicio Profesional Docente –aprobada
esta semana por las dos cámaras –con honrosas excepciones de 69
diputados/as y 22 senadores/as– establece un régimen de excepción para
el trabajador del sector educativo, porque no contempla una evaluación
formativa para fortalecer su carrera magisterial, sino que contiene una
visión punitiva de la evaluación. Se trata de una propuesta que vulnera
el derecho a la permanencia del empleo y que parece ocultar el interés
por mantener el control de las plazas en una lógica clientelar:
sostener la simbiosis histórica de gobernantes con líderes del SNTE.
El
nuevo líder de este enorme sindicato, Juan Díaz de la Torre, no sólo es
el sustituto, sino que fue el principal operador de Elba Esther
Gordillo, quien hoy se muestra totalmente alineado y es pieza clave
para apoyar la reforma educativa, sin el menor riesgo de
insubordinación –como hacen los insurgentes de la CNTE–, si es que no
quiere ir a acompañar a la maestra en su celda.
Me contaba una directora de una escuela primaria del Distrito
Federal, con 23 años de experiencia como docente, que la influencia del
SNTE en la política educativa y en la vida cotidiana de los centros
educativos ha resultado en la pérdida de su prestigio académico y
autonomía profesionales. Tiene claro que
esta reforma no contempla transformaciones académicas, pero sí atenta directamente contra nuestros derechos laborales, por eso ¡después de trabajar, venimos a luchar!
La crispación del movimiento magisterial me remite al concepto de guerra civil legal descrito por Giorgio Agamben:
“Vivimos una especie de totalitarismo moderno, una especie de estado
de excepción, una guerra civil legal que permite no sólo la eliminación
de los adversarios políticos, sino de categorías enteras de ciudadanos
que por cualquier razón resultan no integrables en el sistema político.
“Este estado de emergencia permanente devino una de las prácticas
esenciales de los estados contemporáneos, aun de aquellos que se llaman
democráticos… Con el aumento del decisionismo del Poder Ejecutivo: los
ciudadanos occidentales no registran estos cambios y creen seguir
habitando en democracias.”
Twitter: @Gabrielarodr108
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