Carlos Bonfil
Fotograma del segundo largometraje del cineasta barcelonés Hermes Paralluelo
Retrato de mis abuelos como octogenarios felices. Para No todo es vigilia (2014), su segundo largometraje, el realizador catalán Hermes Paralluelo (Yatasto,
2011) ha elegido filmar la rutina cotidiana de sus abuelos, Felisa Lou y
Antonio Paralluelo, la cual transcurre, ya bien entrada su sexta década
de existencia compartida, entre el modestísimo domicilio conyugal y el
cuarto de hospital donde al marido le atienden una enfermedad
neurológica. El sanatorio es prolongación de un hogar casi inhóspito,
poblado de retratos y recuerdos, y también la posible antesala del asilo
para ancianos al que Felisia se resiste a ir con todas sus fuerzas.
Con una notable perspicacia en la observación y registro de cada
acción de los dos ancianos (Felisa siguiendo con su andadera la camilla
que transporta a su esposo, soportando la parquedad de los doctores,
vigilando el esmero de las enfermeras o velando el sueño del ser amado),
el cineasta construye un relato minimalista a medio camino entre la
ficción y el documental. Y lo hace con la sobriedad de los grandes
artistas, de Yasujiro Ozu a su maestro declarado, el portugués Pedro
Costa. No hay en la evocación de la vejez y sus desalientos ni la ironía
de un hedonismo desafiante (a lo Alain Resnais) ni la lucidez pesimista
de un Michael Haneke (2012), pese a todo conmovedora.
Lo que interesa al realizador barcelonés es capturar las emociones
casi intangibles de sus protagonistas familiares frente al
envejecimiento que supone la pérdida paulatina de la energía física o el
temible deterioro de la facultades mentales. La batalla diaria de los
ancianos –cómplices amorosos porque
nos casamos para dormir juntos– la libran mejor porque no parecen ceder jamás ni al desánimo ni a la amargura. Recuerdan con humor y con nostalgia los tiempos lejanos en que ambos eran cuerpos y rostros lozanos y atractivos; él, un galán irresistible; ella, una joven de carácter magnético y recio, más que una clásica hermosura. Lo que de todo aquello queda ahora en la vejez es la justicia niveladora de dos cuerpos por igual marchitos, pero, al parecer, más dignos que nunca. Esa dignidad inquebrantable es precisamente la virtud que muestra en todo momento la cinta, incluso en las escenas más triviales y anodinas, o en aquellas con mayor fuerza dramática, como la exhibición de la enfermedad y el dolor, o la constatación de un abandono social absoluto. No precisa el cineasta señalar, con indignación, los efectos devastadores de la crisis económica sobre una población particularmente vulnerable: las imágenes son por sí solas elocuentes. La película rehuye el tratamiento melodramático y todo patetismo; en su lugar, el sentido de humor de la pareja, y en particular la ironía de Felisa cavilando sobre los estragos físicos que ocasiona el paso del tiempo, se vuelve un dique mayor para contener y exorcizar toda desesperanza.
Cine poético e intimista el de Paralluelo, labor de
contemplación que toma su tiempo para evocar las sensaciones y
angustias, y escasas alegrías, de los dos ancianos en el ocaso de sus
días. Para evocar, en parte, la callada melancolía de los recuerdos
compartidos en la vejez, el director alude, desde el título de la cinta,
a un verso del argentino Macedonio Fernández, donde se afirma que
a las cosas de nuestra alma, la vigilia de los ojos abiertos las llama sueños.
Ciertamente vale la pena, en estos últimos días del año, alejar un
poco la mirada y los demás sentidos, del espectáculo ensordecedor de los
blockbusters de temporada, y prestar un poco de atención a
esta pequeña joya fílmica, pulcramente realizada, con narración muy
redonda, que presenta ahora la Cineteca Nacional, espacio hasta hoy
insuperado para ver buen cine en México.
Twitter: @CarlosBonfil1
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