Foto: Serie "Sufren las mujeres, pero el problema es de los hombres."© 'Big Little Lies' (HBO, 2017 - )
Incomodidad productiva
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Porque el machismo es ante todo un problema masculino. |
Cerca
de 1.000 mujeres asesinadas desde 2003. Una cifra que debería bastar
para que la violencia de género fuera percibida como el problema más
grave de nuestra sociedad. Un tipo de violencia que es sólo una más de
las muchas que podemos calificar como machistas, las cuales son
perpetradas por sujetos de todas las edades, de todas las
nacionalidades, de todos los estratos sociales y económicos.
Dicho
de otra manera: el único rasgo que comparten todos estos sujetos es que
son de sexo masculino. Es decir, hombres que reproducen hasta el
extremo más brutal una cultura machista. Individuos que han sido
socializados para el dominio y para el ejercicio de la violencia con el
objetivo de mantener o restaurar un orden en el que nosotros somos los
privilegiados.
Unos
machitos que también conciben el amor y la sexualidad desde el control y
el dominio. Unos tipos que son incapaces de reconocer la equivalente
autonomía de sus compañeras. Los que hacen posible la permanente
reinvención del patriarcado desde la asunción acrítica de que ellos han
nacido para ser los amos, los putos amos.
La violencia de género es, pues, un problema masculino que sufren las
mujeres.
Con
ello no quiero decir que todos los hombres seamos maltratadores, como
tampoco que todos seamos ni violadores ni puteros. A lo que me refiero
es a que la raíz de este drama social se halla en un modelo de
masculinidad que en el siglo XXI continúa prorrogando nuestro estatus
privilegiado y, ligado a él, el uso de múltiples violencias mediante las
cuales mantenemos nuestro poder.
Todo
ello aderezado con los mitos del amor romántico que tanto ayudan a que
las mujeres sigan entendiendo que su lugar es el de la sumisión y que
nosotros hemos nacido para ser conquistadores. No sólo de los
territorios, sino también de los cuerpos y hasta de las vidas de quienes
durante siglos fueron educadas para el silencio.
En consecuencia, y por más que sean necesarias leyes y políticas
públicas dirigidas a reducir al máximo unas violencias que a todos nos
deberían helar el corazón, difícilmente las cifras dolorosas irán
reduciéndose si no revisamos cómo nos seguimos construyendo conforme a
las expectativas de lo que implica ser un hombre de verdad. Ésas que
desde jovencitos, cuando apenas somos unos niños, nos insisten en que
nuestro destino va a ser el poder y que la ira, la agresividad o la
violencia serán siempre fieles compañeras.
De
ahí la urgencia en trabajar con los más jóvenes, ésos que parecen tener
normalizado el maltrato en las relaciones de pareja y que ahora, en el
espacio salvaje de las redes sociales, no dejan de repetir modelos
tóxicos.
En este mes de noviembre, en el que de nuevo veremos a las
instituciones, a los medios de comunicación y a buena parte de la
sociedad movilizados en torno al 25N, los hombres decentes, es decir,
los que ni somos maltratadores, ni nos sentimos parte de ninguna manada,
deberíamos dar un paso hacia adelante en nuestro compromiso.
Deberíamos
convertirnos en sujetos incómodos para nuestros iguales, poniendo en
evidencia sus complicidades, por acción u omisión, con el machismo.
Deberíamos empezar a entender que nuestras madres, hijas, amigas y
compañeras están hartas y cansadas, y que ha llegado el momento de
asumir nuestra responsabilidad y no limitarnos a la sonrisa
políticamente correcta del que ya no se atreve a decir en público que es
machista. Es una cuestión de justicia, de igualdad, o sea, de
democracia.
Y
de vida.
Porque siguen siendo ellas las que la pierden, o las que la conservan
malherida, por el simple hecho de ser mujeres. Un drama que sólo cesará
cuanto dejemos sin aliento al machito que, conscientes o no, todos
llevamos dentro.
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