7/12/2010

Elecciones México

La ley de la selva

John M. Ackerman

Las elecciones del pasado 4 de julio demostraron de forma simultánea la existencia de una ciudadanía consciente dispuesta a cobrar facturas a gobernadores corruptos y autoritarios, y la permanencia de las viejas prácticas de fraude electoral y parcialidad institucional. Veracruz, Durango y Hidalgo, en particular, demuestran la otra cara del proceso electoral. Asimismo, en Chihuahua y Tamaulipas ganó una mezcla tóxica de abstencionismo (que fue mayor a 40 por ciento) y temor generado por el narco y la ilegítima operación de la maquinaria electoral del Partido Revolucionario Institucional (PRI).

Si bien en Oaxaca, Puebla y Sinaloa los ciudadanos enviaron un mensaje claro a los gobernantes de que no son la masa inerte que los políticos imaginan, las instituciones electorales en todo el país también ratificaron su disposición a hacerse de la vista gorda ante flagrantes violaciones a la ley. Los gobernadores hicieron todo lo posible por intervenir en los procesos electorales. Las grabaciones de Fidel Herrera y Ulises Ruiz son apenas la punta del iceberg. Las televisoras mantuvieron su política de vender entrevistas y notas de manera fraudulenta. Los infomerciales tanto de Eviel Pérez Magaña como de Gabino Cué fueron apenas los ejemplos más burdos de esta desafortunada práctica generalizada. Por su parte, Felipe Calderón tuvo una presencia mediática totalmente irregular durante la semana previa a las eleccciones y sin el menor empacho utilizó los programas de desarrollo social con fines electorales. Aún más grave fue la debilidad del supuesto blindaje contra el financiamiento del narcotráfico para partidos políticos y candidatos.

Mientras, las instituciones responsables se limitan a iniciar las investigaciones correspondientes y emitir amonestaciones públicas. Una vez más se ratifica que en materia electoral la situación se acerca más al escenario de la ley de la selva que al de un verdadero estado de derecho. Todos los actores saben que si quieren tener alguna posibilidad de ganar una elección deben buscar por todas las vías posibles cómo dar la vuelta a la normatividad vigente. Ello sienta un precedente funesto para el futuro y contribuye a la tormenta que podría llegar a desatarse durante las elecciones presidenciales de 2012.

Emilio Gamboa Patrón se equivoca cuando llama a la alianza opositora a aceptar su derrota en Durango y en Veracruz y a entrar en una negociación con los candidatos priístas. Pide un voto de confianza a las instituciones de la República y recuerda que el PRI no regateó el triunfo de Felipe Calderón en 2006, sino que ofreció su respaldo y apoyo. Señala que tal como el PRI ha admitido los resultados adversos en Oaxaca, Puebla y Sinaloa, la coalición debería hacer lo propio en Durango y Veracruz. Queda claro que el dirigente priísta prefiere la vieja vía del acuerdo por encima de la institucionalidad democrática.

Su punto de vista entona muy bien con las no pocas voces que han criticado de manera general la judicialización de la política. De acuerdo con esta postura, la constante impugnación de los resultados electorales reflejaría una supuesta inmadurez entre los políticos quienes no saben aceptar sus derrotas y aspiran a ganar en los tribunales lo que no pudieron ganar en las urnas.

Lo que no advierten quienes esto piensan es que el problema central no es la judicialización de la política sino la politización de la justicia. Es efectivamente muy grave que los jueces se dejen dominar por influencias externas y utilicen de manera indebida su investidura para intervenir en los procesos electorales. Con ello se defrauda la voluntad popular y las instituciones democráticas pierden su credibilidad.

Sin embargo, en sí misma la búsqueda de soluciones institucionales a los conflictos electorales es un símbolo de la salud de nuestra democracia, no de alguna enfermedad. La otra alternativa es la barbarie. Específicamente, los pactos de gobernabilidad típicos del régimen priísta son ejercicios sumamente dañinos que, si bien consolidan los acuerdos cupulares entre los integrantes de la clase política, dejan una desagradable sensación de impunidad y simulación entre la sociedad.

Miguel Ángel Yunes, José Rosas Aispuro y Xóchitl Gálvez están en todo su derecho de impugnar hasta las últimas consecuencias las elecciones de Veracruz, Durango e Hidalgo. Asimismo, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) tiene la responsabilidad de entrar a fondo en la evaluación de la posible nulidad de estos comicios. El estrecho margen de diferencia entre el primero y segundo lugar en los tres estados junto con las graves acusaciones respecto a la compra y coacción del voto, el robo de urnas, la parcialidad de los institutos electorales, y las intervenciones indebidas de los gobernadores y procuradores actuales así como de los poderes fácticos (tanto empresariales como delincuenciales) configuran un posible escenario altamente violatorio a los principios constitucionales que deberían regir toda contienda electoral.

De la forma en que el TEPJF aborde estos tres casos dependerá el camino hacia 2012. Ojalá que los magistrados estén dispuestos a tomar la ley en la mano y ejercer con plenitud sus facultades constitucionales. Si una evaluación seria y documentada de los casos de Veracruz, Durango e Hidalgo les pone frente a la posible nulidad de las elecciones, los magistrados no deben dudar de su obligación y compromiso con la historia y con el cumplimiento de la certeza, legalidad, independencia, imparcialidad y objetividad de las elecciones.

Quesillo electoral

Gustavo Esteva

Contra todas las apariencias, la gente no votó en Oaxaca por Gabino Cué ni puso en él sus esperanzas. Salió de nuevo a la calle para terminar una de las tareas que dejó pendientes en 2006.

Dicen los analistas que la ciudadanía decidió creer en la urna una vez más. (Aguayo, Noticias 7/7/10). No es así. Los oaxaqueños siguen tan descreídos como siempre. Nunca han confiado en los procedimientos electorales: conocen bien sus horrores, tan interminables como repetitivos. ¿Y cómo creer que los gobernantes representan los intereses de los ciudadanos con gente como Murat y Ulises Ruiz? No, la principal de las instituciones de la democracia, la fe en ella, nunca se estableció en Oaxaca.

Para el 4 de julio, además, todo mundo sabía que era una elección de Estado: el gobierno empleó todos sus recursos legales e ilegales para inducir el voto y controlaba los órganos electorales. Ni siquiera cuidaron las apariencias. Ruiz confiaba en imponer a su guardaespaldas, pero preparó una ruta de escape: si perdía, las evidentes irregularidades llevarían a anular las elecciones. Podría así prolongar su mandato: un congreso bajo su control nombraría al interino. Fue una elección de Estado… en que el Estado perdió. Es esa la primera lección de la jornada electoral.

La coalición contra natura que postuló a Cué no podía hacerlo en nombre de una ideología, un programa o una plataforma. No era por algo, sino contra algo; así se constituyó. Consiguió su propósito… pero no podrá llegar más lejos. Los partidos que la forman sólo ejercerán una forma de voluntad colectiva para seguir desmontando la estructura mafiosa que los excluía o sometía o en algunas cuestiones puntuales en que coinciden.

Los analistas sostienen que las enormes expectativas de cambio de los oaxaqueños constituyen el principal desafío que enfrenta Gabino Cué. No hay tal. Es cierto que se ganó ciertas simpatías por la dignidad y mesura que mostró durante sus siete años de campaña por la gubernatura; por ser el único candidato que recorrió todos los municipios de Oaxaca, cuando los visitó con López Obrador; y por su gestión como presidente municipal de Oaxaca. Pero la mayoría de la gente no votó por él, sino contra el grupo mafioso enquistado por 81 años en el poder, y pocos abrigan esperanzas de que podrá, desde el gobierno, realizar los cambios que hacen falta.

Gabino Cué, por todo eso, está solo. La cargada de costumbre es engañosa. Tendrá en contra a lo que queda del PRI, a los caciques e incluso a los partidos que lo eligieron. A pesar de su legitimidad formal y de alguna popularidad en ciertos sectores, sólo podrá gobernar si lo hace con los ciudadanos. Muchos electores votaron con incomodidad, contra sus convicciones más profundas, como una táctica de lucha que nada tiene que ver con la democracia formal. Seguirán ejerciendo su propio poder, para la transformación de Oaxaca. Muy pocos ponen sus esperanzas en el nuevo gobernador. Sólo si los tres niveles del gobierno aprenden a obedecer a los ciudadanos organizados, cosa por demás difícil, podría asegurarse la transición pacífica a una nueva sociedad que la gente está buscando.

Desde la noche del 4 de julio, en la celebración, pudieron verse los síntomas de la nueva perspectiva. Era fascinante observar a jóvenes barricaderos de 2006 que ese día emplearon su organización consolidada para votar y vigilar las urnas, e inmediatamente empezaron a preparar los siguientes pasos. Como ellos, miles de personas, en las más diversas organizaciones, dedicaron la semana a organizar movilizaciones e iniciativas. Saben que los próximos meses serán difíciles, por los coletazos del dinosaurio, pero no creen que los siguientes vayan a ser fáciles.

Buena parte de quienes eligieron en 2008 a Barack Obama se sienten hoy frustrados y desencantados: no ha cumplido sus expectativas. No parecen haber escuchado las advertencias del candidato Obama: No les pido que crean en mí, sino en ustedes mismos; En la Casa Blanca no podré resolver los problemas actuales, pero ustedes pueden. El 4 de noviembre de 2008, empero, quienes lo eligieron se dedicaron a festejar el triunfo… y en su mayoría se sentaron a esperar que arreglase el desastre que había dejado su antecesor.

Puede verse con claridad el contraste. Al usar la trinchera electoral, bajo circunstancias peculiares, los oaxaqueños no trasladaron la esperanza de transformación a una persona o a un sistema viciado. Lo hicieron para remover un obstáculo del camino, plenamente conscientes de que el abierto ahora para ellos planteará dificultades cuya superación no dependerá de los funcionarios recién elegidos, sino de ellos mismos, de su capacidad organizada de generar el cambio que urgentemente necesitan.

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