Lorenzo Córdova Vianello
El poder del voto
A 10 días de las elecciones del 4 de julio, los cómputos distritales han ratificado buena parte de los resultados que los conteos rápidos anticiparon la noche de las elecciones. Salvo los casos de Veracruz (en donde se confirmó una ventaja del PRI de alrededor de 90 mil votos) y de Durango (en donde la delantera de ese partido es mucho más cerrada y hace suponer una intensa batalla judicial), en los que se había previsto una diferencia mucho más amplia, los triunfos en las 12 elecciones de gobernador se resolvieron con márgenes de votos considerables.
Ello no sería noticia de no ser porque en varios de esos casos las encuestas preveían un empate técnico que impedía a priori determinar ganadores. Así pasó con Oaxaca, Puebla y Sinaloa, entidades en las que triunfaron las cuestionadas coaliciones opositoras (PRD-PAN), y que se resolvieron con una holgada diferencia de votos (9%, 11% y 5%, respectivamente).
Pero el dato más importante de esas elecciones, que acarrearon la alternancia en la mitad de los estados en los que se renovó el Poder Ejecutivo, fue lo que podría parecer obvio, pero que vistos los sucesos de los últimos años y frente al tremendismo que imperaba en buena parte de la opinión pública se nos volvió a presentar como una bocanada de aire fresco: el voto cuenta y sirve para determinar quién va a gobernarnos.
En años recientes se había consolidado un fenómeno que opacaba los avances de nuestro exiguo proceso de democratización: el empoderamiento de los Ejecutivos locales que varios hemos identificado como una verdadera “feudalización” de la política. Esa situación que se ha traducido en el ejercicio vertical del poder político en los estados, en el sometimiento de los órganos de control, en la subordinación de los congresos locales, en la interferencia franca y abierta en los procesos internos de sus partidos en el ámbito estatal y en el uso de los recursos públicos para inducir el voto mediante el clientelismo y el uso electoral de los programas sociales, es transversal a las fuerzas políticas y aqueja, en diversa medida, a buena parte de las realidades políticas del país.
La feudalización de la política no se presentó con la misma intensidad en todas las entidades. Algunos gobernadores entendieron mejor que otros ese proceso y ejercieron un poder mucho más concentrado. Los casos de Oaxaca, Puebla y Veracruz son emblemáticos, aunque el fenómeno se presentó también en otros estados gobernados por el PAN, PRD y por el mismo PRI.
Ese modo de ejercer el poder provocó que el “carro completo”, es decir, que un solo partido logre ganar prácticamente todos los cargos electorales en disputa, volviera del olvido y se presentara con una preocupante frecuencia en varias entidades. Basta recordar los apabullantes resultados en las elecciones intermedias de 2007, o en los comicios federales del año pasado, cuando en las tres entidades mencionadas el PRI ganó todo lo ganable.
El poder de los gobernadores vaticinaba que en las recientes elecciones los resultados de los últimos años se reeditarían en un enésimo triunfo del “nuevo” modo de hacer política en el país. Y, sin embargo… los electores salieron a votar y demostraron que con su voto sí pueden romperse los nuevos cacicazgos.
Entendámonos, no quiero menospreciar un fenómeno que es preocupante y que constituye uno de los problemas con los que debe lidiar el proceso de consolidación de nuestra endeble democracia. Los actos de injerencismo de los gobernadores en sus partidos (convertidos en el ámbito local en verdaderos cotos de poder personal), los actos de franco (e ilegal) proselitismo, el (también ilícito) uso de los recursos públicos para alimentar el clientelismo electoral son todos hechos de los que tenemos que hacernos cargo a través de un efectivo sistema de rendición de cuentas y de fincar responsabilidades administrativas y penales a los responsables (por aquello de que éste es el país en donde no pasa nada y en el que frente a sucesos ominosos los funcionarios “escurren el bulto” frente a la mirada inalterable de ciudadanos que hemos perdido hasta la capacidad de indignación).
La gran lección del “súper domingo electoral” es esa. Cuando los electores acuden masivamente a las urnas (en los estados en donde hubo alternancia la participación rondó el 60%) ni siquiera las prácticas indebidas y antidemocráticas pueden evitar que sean los ciudadanos los que con el poder de su voto decidan su destino político.
Investigador y profesor de la UNAM.
Ello no sería noticia de no ser porque en varios de esos casos las encuestas preveían un empate técnico que impedía a priori determinar ganadores. Así pasó con Oaxaca, Puebla y Sinaloa, entidades en las que triunfaron las cuestionadas coaliciones opositoras (PRD-PAN), y que se resolvieron con una holgada diferencia de votos (9%, 11% y 5%, respectivamente).
Pero el dato más importante de esas elecciones, que acarrearon la alternancia en la mitad de los estados en los que se renovó el Poder Ejecutivo, fue lo que podría parecer obvio, pero que vistos los sucesos de los últimos años y frente al tremendismo que imperaba en buena parte de la opinión pública se nos volvió a presentar como una bocanada de aire fresco: el voto cuenta y sirve para determinar quién va a gobernarnos.
En años recientes se había consolidado un fenómeno que opacaba los avances de nuestro exiguo proceso de democratización: el empoderamiento de los Ejecutivos locales que varios hemos identificado como una verdadera “feudalización” de la política. Esa situación que se ha traducido en el ejercicio vertical del poder político en los estados, en el sometimiento de los órganos de control, en la subordinación de los congresos locales, en la interferencia franca y abierta en los procesos internos de sus partidos en el ámbito estatal y en el uso de los recursos públicos para inducir el voto mediante el clientelismo y el uso electoral de los programas sociales, es transversal a las fuerzas políticas y aqueja, en diversa medida, a buena parte de las realidades políticas del país.
La feudalización de la política no se presentó con la misma intensidad en todas las entidades. Algunos gobernadores entendieron mejor que otros ese proceso y ejercieron un poder mucho más concentrado. Los casos de Oaxaca, Puebla y Veracruz son emblemáticos, aunque el fenómeno se presentó también en otros estados gobernados por el PAN, PRD y por el mismo PRI.
Ese modo de ejercer el poder provocó que el “carro completo”, es decir, que un solo partido logre ganar prácticamente todos los cargos electorales en disputa, volviera del olvido y se presentara con una preocupante frecuencia en varias entidades. Basta recordar los apabullantes resultados en las elecciones intermedias de 2007, o en los comicios federales del año pasado, cuando en las tres entidades mencionadas el PRI ganó todo lo ganable.
El poder de los gobernadores vaticinaba que en las recientes elecciones los resultados de los últimos años se reeditarían en un enésimo triunfo del “nuevo” modo de hacer política en el país. Y, sin embargo… los electores salieron a votar y demostraron que con su voto sí pueden romperse los nuevos cacicazgos.
Entendámonos, no quiero menospreciar un fenómeno que es preocupante y que constituye uno de los problemas con los que debe lidiar el proceso de consolidación de nuestra endeble democracia. Los actos de injerencismo de los gobernadores en sus partidos (convertidos en el ámbito local en verdaderos cotos de poder personal), los actos de franco (e ilegal) proselitismo, el (también ilícito) uso de los recursos públicos para alimentar el clientelismo electoral son todos hechos de los que tenemos que hacernos cargo a través de un efectivo sistema de rendición de cuentas y de fincar responsabilidades administrativas y penales a los responsables (por aquello de que éste es el país en donde no pasa nada y en el que frente a sucesos ominosos los funcionarios “escurren el bulto” frente a la mirada inalterable de ciudadanos que hemos perdido hasta la capacidad de indignación).
La gran lección del “súper domingo electoral” es esa. Cuando los electores acuden masivamente a las urnas (en los estados en donde hubo alternancia la participación rondó el 60%) ni siquiera las prácticas indebidas y antidemocráticas pueden evitar que sean los ciudadanos los que con el poder de su voto decidan su destino político.
Investigador y profesor de la UNAM.
Elecciones sin consenso
José Antonio Crespo
El PAN hizo un reconocimiento tardío de la falta de certeza en la elección de 2006, cuando hubo casi un millón de votos nulos.
Uno de los propósitos básicos de las elecciones democráticas es producir autoridades con plena legitimidad, para lo cual se requiere consenso electoral, es decir, que todos reconozcan que quien ganó lo hizo en buena lid y, por tanto, es el gobernante legítimo, se haya votado por él o no. Sin plena legitimidad se reduce el margen de maniobra y capacidad de buen gobierno, como hemos visto con Felipe Calderón. De las elecciones del "superdomingo" algunas tampoco lograron ese consenso.
VERACRUZ. De alguna manera, con algunas de sus quejas, los panistas implícitamente reconocen que la elección de 2006 no gozó de certidumbre. ¿Por qué? Porque señalan que con un margen estrecho se requiere el recuento voto por voto, pues de otra manera no se logrará certeza sobre cuál fue la voluntad del electorado. El margen en 2006 fue seis veces menor que el de Veracruz, y sólo se abrieron 18 % de las 84 mil casillas que legalmente (según el TEPJF) tenían que recontarse para dar certeza a la elección. Por otro lado, el PAN acusa al Instituto Electoral veracruzano de anticiparse a dar ganador (debe ser el Tribunal estatal quien lo haga), lo que consideran un sesgo a favor del PRI.
Pero fue lo mismo que hizo Luis Carlos Ugalde en 2006. Miguel Ángel Yunes, por su parte, solicitó un recuento voto por voto a partir de lo estrecho del resultado. Pero la ley de hoy resulta más restrictiva que la de 2006. El recuento exige un margen entre los punteros de 1% o menos y la solicitud de quien quede en segundo sitio; en Veracruz, la diferencia fue de 3%. Pero aun suponiendo que ese margen hubiera sido igual o menor a uno pr ciento como especifica la ley, el recuento es permitido sólo en los distritos donde prevalezca ese margen (cuando de lo que se trata es de transparentar la elección de gobernador y no la de los diputados).
Con tal norma, en 2006 sólo se habrían recontado tres de los 300 distritos en la elección presidencial. Eso y nada es lo mismo. En Veracruz, sólo cinco de los 30 distritos tienen un margen menor a 1% entre primero y segundo lugar, pero de ellos, en cuatro, Yunes es el puntero, por lo cual, sólo es susceptible de recuento total. un solo distrito. Es una burla. Es el mismo principio que vale para los comicios presidenciales. Es necesario modificar la ley electoral antes de 2012, si queremos tener certeza en caso de un nuevo empate técnico.
DURANGO. Ahí el margen de triunfo fue más estrecho aún que en Veracruz. La petición del PAN en este caso era recontar los votos nulos, pues superaron la distancia entre primero y segundo lugar, y prevalecía la duda de si algunos de esos votos no habrían sido emitidos por el candidato panista, José Rosas Aispuro, y anulados artificialmente.
De no hacerse, decía con razón el PAN, tampoco habría certeza sobre la voluntad de los electores. De nuevo, el PAN hizo un reconocimiento tardío de la falta de certeza en la elección de 2006, cuando hubo casi un millón de votos nulos, mismos que superaban en cuatro veces la ventaja con que ganó Calderón. La diferencia fue que en Durango el PRI sí aceptó revisar esos votos, algo a lo que el PAN se negó rotundamente en 2006.
HIDALGO. Ahí no fue posible remontar una auténtica elección de Estado, como sí lo fue en Oaxaca, Sinaloa y Puebla. Xóchitl Gálvez encabezó una cruzada moral que no pudo cristalizar. Si bien vimos en varias entidades elecciones de hace 20 años, ésta en particular parece surgida de las memorias de Gonzalo N. Santos, el cacique de San Luis, quien describe la rudimentaria forma en que se ganaban elecciones en su tiempo, y de las que se ufanaba, como seguramente lo hace hoy el gobernador Miguel Osorio Chong. En aquella época se robaban urnas a mano armada; hoy en Hidalgo se puede allanar la casa de campaña de la oposición y, también a mano armada, confiscarle su sistema de cómputo, lista de representantes y simpatizantes, y con esos datos amenazar telefónicamente a los opositores para que no se presenten a las urnas. Si el TEPJF deja pasar esta elección, propiciará una grave regresión, una validación implícita de prácticas cavernarias.
En suma, los comicios que no logran el consenso representan un fracaso del sistema en general. Y la principal responsabilidad de ello no es, como suele hacerse creer, la falta de espíritu democrático de los derrotados; son las condiciones de falta de limpieza, irregularidades verosímiles, un resultado estrecho y la ausencia de (o la negativa de aplicar) mecanismos para transparentar el resultado, que le den plena certeza y legitimidad.
El PAN hizo un reconocimiento tardío de la falta de certeza en la elección de 2006, cuando hubo casi un millón de votos nulos.
Uno de los propósitos básicos de las elecciones democráticas es producir autoridades con plena legitimidad, para lo cual se requiere consenso electoral, es decir, que todos reconozcan que quien ganó lo hizo en buena lid y, por tanto, es el gobernante legítimo, se haya votado por él o no. Sin plena legitimidad se reduce el margen de maniobra y capacidad de buen gobierno, como hemos visto con Felipe Calderón. De las elecciones del "superdomingo" algunas tampoco lograron ese consenso.
VERACRUZ. De alguna manera, con algunas de sus quejas, los panistas implícitamente reconocen que la elección de 2006 no gozó de certidumbre. ¿Por qué? Porque señalan que con un margen estrecho se requiere el recuento voto por voto, pues de otra manera no se logrará certeza sobre cuál fue la voluntad del electorado. El margen en 2006 fue seis veces menor que el de Veracruz, y sólo se abrieron 18 % de las 84 mil casillas que legalmente (según el TEPJF) tenían que recontarse para dar certeza a la elección. Por otro lado, el PAN acusa al Instituto Electoral veracruzano de anticiparse a dar ganador (debe ser el Tribunal estatal quien lo haga), lo que consideran un sesgo a favor del PRI.
Pero fue lo mismo que hizo Luis Carlos Ugalde en 2006. Miguel Ángel Yunes, por su parte, solicitó un recuento voto por voto a partir de lo estrecho del resultado. Pero la ley de hoy resulta más restrictiva que la de 2006. El recuento exige un margen entre los punteros de 1% o menos y la solicitud de quien quede en segundo sitio; en Veracruz, la diferencia fue de 3%. Pero aun suponiendo que ese margen hubiera sido igual o menor a uno pr ciento como especifica la ley, el recuento es permitido sólo en los distritos donde prevalezca ese margen (cuando de lo que se trata es de transparentar la elección de gobernador y no la de los diputados).
Con tal norma, en 2006 sólo se habrían recontado tres de los 300 distritos en la elección presidencial. Eso y nada es lo mismo. En Veracruz, sólo cinco de los 30 distritos tienen un margen menor a 1% entre primero y segundo lugar, pero de ellos, en cuatro, Yunes es el puntero, por lo cual, sólo es susceptible de recuento total. un solo distrito. Es una burla. Es el mismo principio que vale para los comicios presidenciales. Es necesario modificar la ley electoral antes de 2012, si queremos tener certeza en caso de un nuevo empate técnico.
DURANGO. Ahí el margen de triunfo fue más estrecho aún que en Veracruz. La petición del PAN en este caso era recontar los votos nulos, pues superaron la distancia entre primero y segundo lugar, y prevalecía la duda de si algunos de esos votos no habrían sido emitidos por el candidato panista, José Rosas Aispuro, y anulados artificialmente.
De no hacerse, decía con razón el PAN, tampoco habría certeza sobre la voluntad de los electores. De nuevo, el PAN hizo un reconocimiento tardío de la falta de certeza en la elección de 2006, cuando hubo casi un millón de votos nulos, mismos que superaban en cuatro veces la ventaja con que ganó Calderón. La diferencia fue que en Durango el PRI sí aceptó revisar esos votos, algo a lo que el PAN se negó rotundamente en 2006.
HIDALGO. Ahí no fue posible remontar una auténtica elección de Estado, como sí lo fue en Oaxaca, Sinaloa y Puebla. Xóchitl Gálvez encabezó una cruzada moral que no pudo cristalizar. Si bien vimos en varias entidades elecciones de hace 20 años, ésta en particular parece surgida de las memorias de Gonzalo N. Santos, el cacique de San Luis, quien describe la rudimentaria forma en que se ganaban elecciones en su tiempo, y de las que se ufanaba, como seguramente lo hace hoy el gobernador Miguel Osorio Chong. En aquella época se robaban urnas a mano armada; hoy en Hidalgo se puede allanar la casa de campaña de la oposición y, también a mano armada, confiscarle su sistema de cómputo, lista de representantes y simpatizantes, y con esos datos amenazar telefónicamente a los opositores para que no se presenten a las urnas. Si el TEPJF deja pasar esta elección, propiciará una grave regresión, una validación implícita de prácticas cavernarias.
En suma, los comicios que no logran el consenso representan un fracaso del sistema en general. Y la principal responsabilidad de ello no es, como suele hacerse creer, la falta de espíritu democrático de los derrotados; son las condiciones de falta de limpieza, irregularidades verosímiles, un resultado estrecho y la ausencia de (o la negativa de aplicar) mecanismos para transparentar el resultado, que le den plena certeza y legitimidad.
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