12/18/2010

Colapso de la justicia en Chihuahua



Gustavo de la Rosa Hickerson


Marisela Escobedo fue víctima de la pésima aplicación de un renovado sistema de procuración de justicia en Chihuahua, que fue ejecutado por quienes sólo conocían una obsoleta forma de recoletar pruebas, procesarlas y presentarlas, de tal suerte que dejaron a los fiscales sin un caso sólido qué presentar a los jueces. No sólo quedó libre el presunto asesino de su hija, sino que ella ahora tampoco vive para contarlo.

Cuando se hizo la propuesta del nuevo sistema penal para Chihuahua, los abogados que nos hicimos profesionalmente cuando éramos jóvenes y envejecimos en el ejercicio profesional fuimos muy claros: el problema de la justicia en México está en la procuración, no en el proceso ante los jueces. Más de 30 años de verlo y vivirlo así nos lo demostraba y teníamos evidencias palpables. Sobre todo en Chihuahua, donde el escenario al respecto se ha ido descomponiendo aceleradamente.

Los académicos, las universidades, los teóricos, las gentes del poder, los asesores, los chilenos, los norteamericanos, los españoles, la procuradora y el gobernador, entre muchos nos tacharon de ignorantes y obsoletos. Dijeron que había que traer los juicios orales y adversariales Se invirtieron millones de dólares en implementar el nuevo sistema penal que, en teoría, funciona mejor que el normal.

El problema fue que dejaron intacto el sistema de procuración de justicia. Se quedaron en sus puestos los mismos policías municipales, los mismos agentes investigadores y los mismos agentes del ministerio público. Es decir, se modificó el marco normativo, pero la maquinaria operadora que investiga y acusa sigue igual.

Marisela Escobedo perdió a su hija Rubí, victima de un aparente homicidio por parte de su pareja sentimental, Rafael Barraza Bocanegra.

El tipo confió a un conocido común que él había asesinado a Rubí. Fue detenido e indicó el lugar donde había tirado el cadáver. Los agentes que lo acompañaron no reunieron las evidencias escritas, video grabaciones, declaraciones, constancias de haberle leído sus derechos al imputado, formalidades que el nuevo sistema penal exige, no se reunieron pruebas circunstanciales y tampoco se ampliaron las investigaciones.

Marisela presentía algo, sentía que algo estaba mal, y había iniciado marchas solitarias exigiendo justicia para su hija.

Así, cuando el acusado llegó ante los jueces, simplemente no habló. Y con tan escasos elementos probatorios, los jueces no se atrevieron a enjuiciar a Barraza y fue dejado en libertad.

El gobernador reaccionó anticonstitucionalmente e intervino abriendo un foro de particulares y algunos representantes gubernamentales para tener una opinión ciudadana y académica que justificara el enjuiciamiento, y torció brazos al tribunal de casación que revocó la resolución previa y ordenó la aprehensión de Barraza, pero como habían pasado más de 30 días, cuando se libera esta nueva orden, Barraza ya no estaba.

Comenzó el debate: políticos y defensores del nuevo sistema penal de juicios orales dijeron que “fue un error de los jueces, no del sistema”. Para ellos, el caso estaba resuelto. Pero no había justicia para Marisela y su familia, que querían ver en la cárcel a quien, de acuerdo a las informaciones recabadas por su cuenta, era el asesino.

Comenzó otro vía crucis para Marisela al exigir por todos los modestos medios a su alcance que se ejecutara la orden de aprehensión de Barraza. Pasaron los meses con ella en la calle, hasta que le llegó la muerte ahí frente al símbolo del poder ejecutivo estatal, un poder incapaz de localizar y aprehender a un tipo de poca monta, que se volvió tan invisible como El Chapo Guzmán.

Hoy, las autoridades quieren crucificar a los jueces, a quienes han suspendido en el ejercicio de sus labores. No quieren advertir que no hay sistema penal en el mundo que pueda funcionar si el sistema de procuración de justicia se mantiene intacto. De 7 mil homicidios cometidos en los últimos años, sólo se han completado unas 100 sentencias.

Hay 13 fiscales y 22 agentes investigadores en Chihuahua para atender y dar seguimiento a más de 7 mil homicidios. Hay un agente del ministerio público federal en turno, y dos detectives de la delincuencia organizada para investigar y procesar a más de 5 mil tipos acuerpados en pandillas. Cuando llegan a detener a algún torvo asesino, no tarda en quedar en libertad.

El sistema penal de Chihuahua está colapsado, y ahora ni siquiera puede uno exigir justicia para sus muertos, porque lo pueden asesinar. Con Marisela ha muerto el nuevo sistema penal. Lo mejor que se puede hacer es volver integramente al anterior sistema, conservando la infraestructura que tenemos y poco a poco ir avanzando hacia la modernidad.

Creonte, en La Antígona de Sófocles, cierra la tragedia con estas palabras “De todo la culpa es mía, y nunca podrá corresponder a ningún otro hombre; yo la maté. Sí, yo la maté; yo infortunada y digo la verdad….”

No creo que haya un sólo gobernante o ex gobernante en México capaz de la honestidad de Creonte, porque Creonte sí era un estadista.

Segundo visitador a cargo de la mesa de quejas de la CEDH de Chihuahua.

Impunidad e indignación

Editorial La Jornada
Marisela Escobedo Ortiz, activista contra la violencia y el homicidio de mujeres en Chihuahua, fue asesinada la noche de jueves a las afueras del palacio de gobierno de esa entidad, donde realizaba, desde hace dos semanas, un plantón en protesta por la liberación del asesino confeso de su hija, absuelto el año pasado por un error de técnica jurídica.

Pese a la ausencia de resultados oficiales en las incipientes pesquisas sobre el caso, es posible afirmar que el crimen referido está directamente relacionado con el activismo que Escobedo Ortiz desempeñó en los últimos dos años, tiempo durante el cual se erigió en motor de tareas e investigaciones que, por ley, corresponden a la autoridad: evitó que las instancias estatales de seguridad pública y procuración de justicia dieran carpetazo a la desaparición y asesinato de su hija; contribuyó a la captura del culpable de esos delitos; encabezó protestas contra un fallo absolutorio impresentable; logró la revocación de éste en una instancia de apelación; ubicó al delincuente confeso, quien para entonces se hallaba prófugo, y presionó a la autoridad para recapturarlo. Como suele ocurrir en estos casos, el valor y la determinación con que Marisela Escobedo enfrentó a miembros de procuradurías, autoridades y jueces le costó ser objeto de múltiples amenazas y agresiones y, finalmente, fue asesinada frente a la máxima sede del poder público estatal y sin contar con la mínima protección por parte de las autoridades.

La muerte de la activista constituye, así, un alarmante testimonio de las incapacidades, las carencias, las improvisaciones y la inoperancia, en general, de las instancias nacionales y locales encargadas de la investigación, la procuración y la impartición de justicia. La más grave consecuencia de estos vicios, tanto en el caso de Marisela Escobedo como en muchos otros que ni siquiera salen a la luz pública, es la impunidad: al día de hoy persiste la certeza desalentadora de que, ya sea por las redes de corrupción que vinculan a la criminalidad organizada con fiscalías y órganos jurisdiccionales, o por las carencias intelectuales y técnicas de éstos, quedan sin resolver –esto es, sin esclarecer, sin identificar a los responsables y sin someterlos a juicio y a sanción– un alto porcentaje de los delitos graves en el país, y que en no pocos casos ello se vuelve contra las víctimas y sus familias.

Con estas consideraciones en mente, las acciones emprendidas por el gobierno estatal encabezado por César Duarte para esclarecer el asesinato comentado se muestran insuficientes: si bien es necesario investigar a los jueces que resolvieron la liberación de un criminal confeso, otro tanto debiera ocurrir con los fiscales que integraron, con deficiencias, los expedientes acusatorios correspondientes. Asimismo, el episodio es una demostración de que de muy poco sirven las modificaciones formales a los sistema de impartición de justicia –el de Chihuahua se basa, desde hace tres años, en juicios orales, y se caracteriza por penas particularmente severas contra los acusados que son hallados culpables– si en su operación y conducción persisten fallas y vicios inveterados, como los referidos.

Para finalizar, el asesinato de Marisela Escobedo no puede, desde ningún punto de vista, minimizarse ni verse como un hecho aislado: se inscribe, en cambio, en una lista de agresiones a activistas y defensores de derechos humanos en Chihuahua y en otras entidades, las cuales son atribuibles tanto a grupos delictivos como a autoridades de los distintos niveles de gobierno, y se multiplican en el presente contexto de violencia desorbitada e impunidad generalizada y en un clima de incertidumbre en todos los ámbitos de la vida nacional. En lo inmediato, es exigible que las autoridades correspondientes esclarezcan la muerte de la activista y ofrezcan a la opinión pública resultados verosímiles y apegados a derecho.

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