Sandra Lorenzano
A Marta Lamas que nos conmovió con su recuerdo de Alaíde
Hace diez años, cuando conmemorábamos veinte de la desaparición de Alaíde, recibí una de esas llamadas que el destino cruza en nuestro camino y lo transforma. Era de mi amiga Lucero González invitándome a hacer un artículo que recuperara fotografías y recuerdos, que recordara voces y palabras de la intelectual, activista, traductora, poeta y profesora, desaparecida a manos de la dictadura guatemalteca. Fuimos entonces a casa de Laura, su hija, a revisar viejos álbumes, a escuchar anécdotas familiares, a desgranar juntas la melancolía de las ausencias.
No sé si el artículo que entonces armamos para el volumen 22 de Debate feminista da cuenta de la fascinación que a partir de ese momento me ató a esta mujer comprometida, risueña, brillante y amorosa; una mujer que hasta antes del encuentro con Laura y Mariana, había sido para mí solamente unos pasos veloces corriendo al salón en que daba clases en la Facultad de Filosofía y Letras, los comentarios de quienes ya habían tomado alguno de sus cursos, y después el dolor y la impotencia de todos al saber de su desaparición. Figura terrible la del “desaparecido” que ya entonces me resultaba a la vez familiar e incomprensible. El no tener un lugar donde esté enterrado nuestro muerto querido, no saber dónde ir a recordarlo o a dejarle flores, es arrancarle a alguien el derecho a su propia muerte, y a quienes nos quedamos de este lado, la posibilidad de cumplir uno de los mínimos rituales de la memoria que nos hacen quienes somos.
La muerte anónima es la consumación del despojo de identidad que se proponen los aparatos represivos; despojo que busca hacer desaparecer el cuerpo y la biografía de cada uno de los seres que entra al infierno. "Porque el crimen radica no sólo en la vejación de los cuerpos, en su aniquilación física, sino, más perverso aún, en dejar a un ser humano sin su propia muerte, en despojarlo de aquello que lo devuelve, paradójicamente, a su condición..." de ser humano".
(Ricardo Forster)
Alaíde salió una mañana en la ciudad de Guatemala, donde había ido a visitar a su madre. Dicen que, tal vez, fuera al mercado. Dicen que hacía frío esa mañana del 19 de diciembre de 1980. Dicen que murió al tercer día. Torturada. Tenía 67 años.
Se dice que cuarenta y cinco mil personas fueron detenidas-desaparecidas en las décadas del conflicto armado en Guatemala. Sus familiares siguen buscándolos. Como siguen buscando a su madre los hijos de Alaíde. Ella es una desaparecida desde hace 30 años. Una más en tierra de violencias y dolores. Una más. La nuestra. Su cuerpo no apareció en las fosas comunes; su figura elegante, esbelta, inquieta nunca fue huesos queridos para que sus hijos los acariciaran y enterraran bajo alguno de los árboles que tanto le gustaban. Por eso debe ser más fuerte el peso de la memoria: porque es nuestro espacio del reencuentro, el que nos habla de su voz y del brillo de sus ojos. Ésos a los que ella les había cantado en el libro Elogio de mi cuerpo, diciendo.
¿Pero quién era Alaíde? Así lo contaba ella misma y hablaba de su vínculo con América Latina:
“... Nací en Barcelona, Mi padre era argentino y mi madre guatemalteca. Viví poco en Argentina y después en Italia. Mi padre estaba en el servicio exterior (...) Mis vinculaciones con América Latina eran muy tenues, por mi formación europea. Guatemala fue el encuentro con la realidad latinoamericana. En ese tiempo, el país estaba desgarrado. Llegué en vísperas de la revolución democrática de 1944; viví en pocos meses ese estado de angustia y opresión que ahora se ha renovado y está cada vez peor. Fue la primera vez que sentí a la gente, el miedo, la angustia, la enorme injusticia social, la pobreza, la explotación del indio. Para mí fue impactante. Comprendí que de alguna manera yo tenía que participar de todo aquello…”
Y comienza entonces, junto con su marido y después con sus hijos, el fuerte compromiso con este continente nuestro marcado por la desigualdad y la violencia. Primero en Guatemala y luego desde México. Compromiso que sellaría con un pacto de sangre. Esa sangre que se llevó a su hijo menor, Juan Pablo, sumiéndola en la oscuridad del dolor más desgarrador. En Guatemala fue asesinado también al poco tiempo otro de sus hijos: Mario. Y Alaíde fue Hécuba; fuego herido de muerte.
Alaíde era la mujer del destierro, aunque les contara siempre riéndose a sus hijos que había cambiado de casa más de 50 veces en la vida. Aunque fuera feliz en ese hogar de árboles altos y tierra siempre húmeda. Tenía a pesar de todo la herida del naufragio, del que no ha encontrado dónde hacer que crezcan sus raíces. En sus libros de poesía: La Sin Ventura, Los dedos de mi mano, Aunque es de noche, Guirnalda de Primavera, Elogio de mi cuerpo, y el último, publicado poco antes de su secuestro, Las palabras y el tiempo, busca, como poeta que era, en las palabras el espacio de pertenencia, allí donde mirarse y reconocer su propio rostro.
El prólogo de su amiga Luz Méndez de la Vega a la antología publicada (por la editorial Artemis-Edinter) en el año 2000 en Guatemala, es uno de los pocos estudios que existen sobre la poesía de Alaíde Foppa. ¿Por qué? Tal vez el papel de militante feminista, fundadora de la revista Fem, creadora de la Cátedra de Estudios de la Mujer en la UNAM, etc. etc. opacó uno de sus oficios realizados en la mayor intimidad. Propongo que recordemos a Alaíde, a 30 años de su desaparición, acercándonos a su trabajo poético.
Dices que es tarde, / ¿para qué? / El tiempo / no lo mide el sol / ni se lo lleva el viento. / Mira cómo lo gastan / tus manos / sin darse cuenta.
Nunca será tarde para encontrar a Alaíde en las páginas de sus libros. ¿Tarde “para qué? El tiempo no lo mide el sol ni se lo lleva el viento”.
Fragmentos del texto leído en el Foro de Homenaje a Alaíde Foppa, a 30 años de su desaparición. El texto completo en http://sandralorenzano.blogspot.com
A Marta Lamas que nos conmovió con su recuerdo de Alaíde
Hace diez años, cuando conmemorábamos veinte de la desaparición de Alaíde, recibí una de esas llamadas que el destino cruza en nuestro camino y lo transforma. Era de mi amiga Lucero González invitándome a hacer un artículo que recuperara fotografías y recuerdos, que recordara voces y palabras de la intelectual, activista, traductora, poeta y profesora, desaparecida a manos de la dictadura guatemalteca. Fuimos entonces a casa de Laura, su hija, a revisar viejos álbumes, a escuchar anécdotas familiares, a desgranar juntas la melancolía de las ausencias.
No sé si el artículo que entonces armamos para el volumen 22 de Debate feminista da cuenta de la fascinación que a partir de ese momento me ató a esta mujer comprometida, risueña, brillante y amorosa; una mujer que hasta antes del encuentro con Laura y Mariana, había sido para mí solamente unos pasos veloces corriendo al salón en que daba clases en la Facultad de Filosofía y Letras, los comentarios de quienes ya habían tomado alguno de sus cursos, y después el dolor y la impotencia de todos al saber de su desaparición. Figura terrible la del “desaparecido” que ya entonces me resultaba a la vez familiar e incomprensible. El no tener un lugar donde esté enterrado nuestro muerto querido, no saber dónde ir a recordarlo o a dejarle flores, es arrancarle a alguien el derecho a su propia muerte, y a quienes nos quedamos de este lado, la posibilidad de cumplir uno de los mínimos rituales de la memoria que nos hacen quienes somos.
La muerte anónima es la consumación del despojo de identidad que se proponen los aparatos represivos; despojo que busca hacer desaparecer el cuerpo y la biografía de cada uno de los seres que entra al infierno. "Porque el crimen radica no sólo en la vejación de los cuerpos, en su aniquilación física, sino, más perverso aún, en dejar a un ser humano sin su propia muerte, en despojarlo de aquello que lo devuelve, paradójicamente, a su condición..." de ser humano".
(Ricardo Forster)
Alaíde salió una mañana en la ciudad de Guatemala, donde había ido a visitar a su madre. Dicen que, tal vez, fuera al mercado. Dicen que hacía frío esa mañana del 19 de diciembre de 1980. Dicen que murió al tercer día. Torturada. Tenía 67 años.
Se dice que cuarenta y cinco mil personas fueron detenidas-desaparecidas en las décadas del conflicto armado en Guatemala. Sus familiares siguen buscándolos. Como siguen buscando a su madre los hijos de Alaíde. Ella es una desaparecida desde hace 30 años. Una más en tierra de violencias y dolores. Una más. La nuestra. Su cuerpo no apareció en las fosas comunes; su figura elegante, esbelta, inquieta nunca fue huesos queridos para que sus hijos los acariciaran y enterraran bajo alguno de los árboles que tanto le gustaban. Por eso debe ser más fuerte el peso de la memoria: porque es nuestro espacio del reencuentro, el que nos habla de su voz y del brillo de sus ojos. Ésos a los que ella les había cantado en el libro Elogio de mi cuerpo, diciendo.
¿Pero quién era Alaíde? Así lo contaba ella misma y hablaba de su vínculo con América Latina:
“... Nací en Barcelona, Mi padre era argentino y mi madre guatemalteca. Viví poco en Argentina y después en Italia. Mi padre estaba en el servicio exterior (...) Mis vinculaciones con América Latina eran muy tenues, por mi formación europea. Guatemala fue el encuentro con la realidad latinoamericana. En ese tiempo, el país estaba desgarrado. Llegué en vísperas de la revolución democrática de 1944; viví en pocos meses ese estado de angustia y opresión que ahora se ha renovado y está cada vez peor. Fue la primera vez que sentí a la gente, el miedo, la angustia, la enorme injusticia social, la pobreza, la explotación del indio. Para mí fue impactante. Comprendí que de alguna manera yo tenía que participar de todo aquello…”
Y comienza entonces, junto con su marido y después con sus hijos, el fuerte compromiso con este continente nuestro marcado por la desigualdad y la violencia. Primero en Guatemala y luego desde México. Compromiso que sellaría con un pacto de sangre. Esa sangre que se llevó a su hijo menor, Juan Pablo, sumiéndola en la oscuridad del dolor más desgarrador. En Guatemala fue asesinado también al poco tiempo otro de sus hijos: Mario. Y Alaíde fue Hécuba; fuego herido de muerte.
Alaíde era la mujer del destierro, aunque les contara siempre riéndose a sus hijos que había cambiado de casa más de 50 veces en la vida. Aunque fuera feliz en ese hogar de árboles altos y tierra siempre húmeda. Tenía a pesar de todo la herida del naufragio, del que no ha encontrado dónde hacer que crezcan sus raíces. En sus libros de poesía: La Sin Ventura, Los dedos de mi mano, Aunque es de noche, Guirnalda de Primavera, Elogio de mi cuerpo, y el último, publicado poco antes de su secuestro, Las palabras y el tiempo, busca, como poeta que era, en las palabras el espacio de pertenencia, allí donde mirarse y reconocer su propio rostro.
El prólogo de su amiga Luz Méndez de la Vega a la antología publicada (por la editorial Artemis-Edinter) en el año 2000 en Guatemala, es uno de los pocos estudios que existen sobre la poesía de Alaíde Foppa. ¿Por qué? Tal vez el papel de militante feminista, fundadora de la revista Fem, creadora de la Cátedra de Estudios de la Mujer en la UNAM, etc. etc. opacó uno de sus oficios realizados en la mayor intimidad. Propongo que recordemos a Alaíde, a 30 años de su desaparición, acercándonos a su trabajo poético.
Dices que es tarde, / ¿para qué? / El tiempo / no lo mide el sol / ni se lo lleva el viento. / Mira cómo lo gastan / tus manos / sin darse cuenta.
Nunca será tarde para encontrar a Alaíde en las páginas de sus libros. ¿Tarde “para qué? El tiempo no lo mide el sol ni se lo lleva el viento”.
Fragmentos del texto leído en el Foro de Homenaje a Alaíde Foppa, a 30 años de su desaparición. El texto completo en http://sandralorenzano.blogspot.com
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