En su película anterior, Tony Manero (2008), un hombre similar, Raúl Peralta (Alfredo Castro), manifestaba un delirio de grandeza en su obsesión por encarnar a los 50 años al célebre personaje que interpreta John Travolta en Fiebre del sábado por la noche. En su obcecación absurda y en la rabia que al final decidía sus actos criminales, el cineasta mostraba de modo estremecedor algo de la turbia atmósfera social que se vivía en Chile a finales de los años 70, instalado plenamente el autoritarismo. Post mortem, su nueva cinta, se sitúa unos años antes, en 1973, al momento del golpe militar que derroca a un gobierno democráticamente electo.
Mario Cornejo (de nueva cuenta un brillante Alfredo Castro) es un burócrata encargado de transcribir los informes de las autopsias en el Instituto Médico Legal de Santiago de Chile. Su personalidad oscura, contradictoria en muchos aspectos, combina azarosamente arranques de generosidad con signos cada vez más pronunciados de envilecimiento moral. Este hombre se desentiende por completo de la tragedia que vive su país y prefiere concentrar su escasa capacidad de entusiasmo en cortejar penosamente a Nancy, una cantante de cabaret que no corresponde del todo a sus solicitaciones amorosas.
Con una primera parte, formalmente tan gris y deslavada como el personaje protagónico, la cinta de Larraín puede desmotivar o impacientar a muchos espectadores. El realizador disemina en ella, sin embargo, muchas de las claves para entender el comportamiento neurótico de Mario Cornejo y su curioso desvarío. El hombre esquizofrénico capaz de enternecerse por una mascota abandonada o de brindar auxilio a un hombre perseguido, puede también hacer gala de una ruindad infinita.
Post mortem muestra de modo soberbio la manera en que una dictadura castrense es capaz de quebrantar, en buena parte de una población temerosa, todo impulso de solidaridad o compromiso con una causa colectiva. La cinta de Larraín explora las turbiedades del envilecimiento moral en su perversa circulación del terreno de lo público a la esfera de lo privado.
Al sobrevenir el golpe militar de Augusto Pinochet, el hombre mediano y lacónico que mortecinamente trabaja transcribiendo informes, descubre que el objeto de su pasión amorosa es también una persona perseguida por la dictadura. El dilema moral que lo asalta entonces podría en cualquier cinta convencional traducirse en una improvisada y tardía gesta heroica. Aquí sucede algo distinto, algo que se aproxima a un relato de horror y a una tragicomedia del absurdo.
Hay imágenes estremecedoras como las de un instituto médico controlado por militares, transformado en morgue improvisada, con acumulación de cadáveres por todas partes (entre ellos el cadáver de Salvador Allende, uno más entre los de sus muchos simpatizantes); un lugar siniestro donde cualquier oficial puede ultimar fríamente a los moribundos en una escalera.
Impunemente, a la luz del día, con todo el personal silenciado. Post mortem habla de esto y también de la mezquindad o cobardía de quienes, como Mario Cornejo, optan por la sumisión voluntaria.
Una película con un punto de vista moral y político tan claro cobra relieve y suscita polémicas en un país asaltado todavía por los fantasmas de un pasado ingrato, parcialmente sumido en la reserva y en un duelo prolongado. Es claro que el cine de Larraín puede incomodar a las buenas conciencias y a quienes hoy abogan por soluciones militares. El envilecimiento moral consentido no es asunto fácil de abordar en el cine (habrá que pensar en El conformista, de Bernardo Bertolucci), y muy fértil sí en la literatura (El súbdito, de Heinrich Mann, ejemplo notable). Post mortem es una cinta de vigor y complejidad inusuales en el cine de ficción latinoamericano, con un merecido reconocimiento en festivales internacionales de cine.
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