Carmen Boullosa
Soy algo así como 20 años mayor que mi mamá. Murió cuando recién había pasado el 68, que también a ella revolucionó de muchas maneras. Simpatizaba con los estudiantes. Entendía sus motivaciones. Se rebelaba contra lo atrabiliario del (entonces) Señor Gobierno, la enfurecía el silencio de los medios, y lo decía.
Nunca pude confrontarla de adulto a adulto, porque yo todavía no lo era cuando se fue. Nunca luché por desprenderme de ella, porque se me escapó de las manos antes de siquiera empezar a soñar con hacerlo. No le tocó ninguna porción de la alegría de ver crecer a sus seis hijos, y tampoco supo que María José, su tercera, moría a los 15 en un accidente en la carretera, se ahorró ese dolor. Para bien y para mal, se quedó sin vida antes de tiempo. Sobre todo para mal, o para pésimo.
Muy a menudo me acuerdo de ella, a veces, en momentos aparentemente insignificantes como, por ejemplo, el otro día escalando una escalera eléctrica estropeada, prácticamente se apareció frente a mí, pareciera que el desperfecto me representara su ausencia.
Me la evocó también hace poco una película que a mí no termina de gustarme, pero que sé que a ella le habría entusiasmado -Des Hommes et des Dieux, de Xavier Beauvois, la historia de los mártires de Tibhirine, los monjes cistercienses en Argelia que en los 90 se sacrificaron por su “causa”; ella habría simpatizado y aplaudido la devoción y entrega a la vida monástica y a la comunidad de los mártires, habría seguido con interés sus luchas con la fe, habría disfrutado el punto de vista y el aspecto religioso por los que yo me desprendí de la historia, preguntándome “¿por qué no me cuentan más de lo que pasa en Argelia”, intrigada ante el nacimiento de la violencia radical fundamentalista. Fue con esa pregunta (¿por qué no me cuentan más?) con la que la invoqué, pensando que tal vez a ella lo que le intrigaría sería precisamente lo que yo hubiera querido fuera del foco de la narración. Medí su gusto, su apetito, con los míos.
La recordé también, justo ayer, en la excepcional función de danza contemporánea en el Joyce Theater de Nueva York, Three Theories, de Karole Armitage, que disfruté sin objeciones. En algún momento de la representación me pregunté si a mi mamá le habría gustado también, quise saber qué hubiera pensado de la celebración del cuerpo, del goce y del caos que hace la coreógrafa, y traté de espantarme la respuesta negativa que imaginé, reconciliando a su persona con el presente, pensando que, con los años, ella también habría crecido, habría conocido los montajes de Pina Baush, los bailarines de break-dance en la calle, el estilacho cambiante en el caminar que ha cambiado en cada generación y cómo se han modificado los movimientos rutinarios cotidianos -lo que la Armitage elabora de genial modo.
La muerte deja a la persona congelada en el momento de su partida; se invoca al ser querido para intentar regresarlo a la vida, darle una memoria del futuro. Creo que por esto me acuerdo de mi mamá siempre que ocurre algo muy significante. Me pregunto, ante lo que pasa en México, qué pasaría si de pronto regresara a la vida, ¿cómo, recién empapada con los sueños del 68, cómo podría entender o interpretar o comprender las decenas de miles de caídos en una batalla fraterna? ¿Cómo se explicaría la violencia sin sueños, sin dioses y también sin hombres porque vuelve a las personas desechables? ¿Qué diría de la guerra sin sustento teórico, sin gramática, sin lógica? ¿Del tráfico de seres humanos, de los cautivos y mutilados antes de ser enviados a una fosa común? ¿Cómo se explicaría que Javier Sicilia hubiera perdido un hijo? ¿Que miles hayan perdido un hermano, un amigo, un conocido, bien por casualidad -porque su ser querido pasaba por ahí, por azar-, porque se atrevió a denunciar, porque se enroló en las filas del delito o porque se negó a enrolarse, a servir de mano de obra de la violencia? ¿Que hubiera podido haber pensar?
Pero ni ella, congelada en el tiempo, ni los que seguimos vivos podemos encontrar a este horror algún sentido.
Soy algo así como 20 años mayor que mi mamá. Murió cuando recién había pasado el 68, que también a ella revolucionó de muchas maneras. Simpatizaba con los estudiantes. Entendía sus motivaciones. Se rebelaba contra lo atrabiliario del (entonces) Señor Gobierno, la enfurecía el silencio de los medios, y lo decía.
Nunca pude confrontarla de adulto a adulto, porque yo todavía no lo era cuando se fue. Nunca luché por desprenderme de ella, porque se me escapó de las manos antes de siquiera empezar a soñar con hacerlo. No le tocó ninguna porción de la alegría de ver crecer a sus seis hijos, y tampoco supo que María José, su tercera, moría a los 15 en un accidente en la carretera, se ahorró ese dolor. Para bien y para mal, se quedó sin vida antes de tiempo. Sobre todo para mal, o para pésimo.
Muy a menudo me acuerdo de ella, a veces, en momentos aparentemente insignificantes como, por ejemplo, el otro día escalando una escalera eléctrica estropeada, prácticamente se apareció frente a mí, pareciera que el desperfecto me representara su ausencia.
Me la evocó también hace poco una película que a mí no termina de gustarme, pero que sé que a ella le habría entusiasmado -Des Hommes et des Dieux, de Xavier Beauvois, la historia de los mártires de Tibhirine, los monjes cistercienses en Argelia que en los 90 se sacrificaron por su “causa”; ella habría simpatizado y aplaudido la devoción y entrega a la vida monástica y a la comunidad de los mártires, habría seguido con interés sus luchas con la fe, habría disfrutado el punto de vista y el aspecto religioso por los que yo me desprendí de la historia, preguntándome “¿por qué no me cuentan más de lo que pasa en Argelia”, intrigada ante el nacimiento de la violencia radical fundamentalista. Fue con esa pregunta (¿por qué no me cuentan más?) con la que la invoqué, pensando que tal vez a ella lo que le intrigaría sería precisamente lo que yo hubiera querido fuera del foco de la narración. Medí su gusto, su apetito, con los míos.
La recordé también, justo ayer, en la excepcional función de danza contemporánea en el Joyce Theater de Nueva York, Three Theories, de Karole Armitage, que disfruté sin objeciones. En algún momento de la representación me pregunté si a mi mamá le habría gustado también, quise saber qué hubiera pensado de la celebración del cuerpo, del goce y del caos que hace la coreógrafa, y traté de espantarme la respuesta negativa que imaginé, reconciliando a su persona con el presente, pensando que, con los años, ella también habría crecido, habría conocido los montajes de Pina Baush, los bailarines de break-dance en la calle, el estilacho cambiante en el caminar que ha cambiado en cada generación y cómo se han modificado los movimientos rutinarios cotidianos -lo que la Armitage elabora de genial modo.
La muerte deja a la persona congelada en el momento de su partida; se invoca al ser querido para intentar regresarlo a la vida, darle una memoria del futuro. Creo que por esto me acuerdo de mi mamá siempre que ocurre algo muy significante. Me pregunto, ante lo que pasa en México, qué pasaría si de pronto regresara a la vida, ¿cómo, recién empapada con los sueños del 68, cómo podría entender o interpretar o comprender las decenas de miles de caídos en una batalla fraterna? ¿Cómo se explicaría la violencia sin sueños, sin dioses y también sin hombres porque vuelve a las personas desechables? ¿Qué diría de la guerra sin sustento teórico, sin gramática, sin lógica? ¿Del tráfico de seres humanos, de los cautivos y mutilados antes de ser enviados a una fosa común? ¿Cómo se explicaría que Javier Sicilia hubiera perdido un hijo? ¿Que miles hayan perdido un hermano, un amigo, un conocido, bien por casualidad -porque su ser querido pasaba por ahí, por azar-, porque se atrevió a denunciar, porque se enroló en las filas del delito o porque se negó a enrolarse, a servir de mano de obra de la violencia? ¿Que hubiera podido haber pensar?
Pero ni ella, congelada en el tiempo, ni los que seguimos vivos podemos encontrar a este horror algún sentido.
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