El documental de Acosta retoma el dicho popular a que alude el título para mostrar de modo paralelo la discriminación que padece Rodolfo, primero en el ámbito doméstico al elegir, en lugar de la profesión de herrero, el oficio estigmatizado de bailarín y dejar entrever sus preferencias sexuales, y luego en la persecución represiva de la que son objeto miles de homosexuales y travestis durante los 35 años (1954-1989) de la sangrienta dictadura de Alfredo Stroessner.
De modo parecido al empleo popular en México del número 41 para designar a los homosexuales a raíz de una redada en la época porfiriana, en el Paraguay de la dictadura se elaboró una lista de 108 homosexuales, sospechosos de haber tenido participación directa o remota en un pretendido crimen pasional, el caso Palmieri, y hasta la fecha dicho número es un emblema de estigma social.
Este episodio judicial fue sólo un pretexto más en el largo hostigamiento militar de una conducta juzgada antinatural, objeto de un encarnizamiento particular del dictador para ocultar el involucramiento de su propio hijo Gustavo, homosexual prepotente y protegido, en el caso mencionado. Rodolfo, tío de la cineasta, fue una de las víctimas de esta redada, y como el resto de los 108 perseguidos y torturados vio su nombre figurar en listas distribuidas en iglesias, bancos y comercios, como corolario de un proceso de humillación sistemática. Hasta la fecha, señala la película, el hijo del dictador permanece impune.
Filmada de modo casi experimental, con cámara digital de súper 8, zonas de oscuridad, grano reventado, y sin gran claridad en los diálogos, el operador Carlos Vásquez consigue restituir en parte la atmósfera opresiva que persiste en el país años después del fin de la dictadura: la reticencia a hablar del pasado ignominioso, el recelo ante el escrutinio ajeno, el malestar indefinible.
Todo ello es elocuente en la manera evasiva en que el padre de la directora refiere la historia de Rodolfo, expresando su confusa condena evangelista de la conducta del paria sexual en la familia y su justificación del escarmiento militar y del castigo divino contra ese hermano suyo que al no querer cambiar su forma de ser obtuvo su merecido.
Una escena sobrecogedoramente emotiva muestra al padre y a la hija sumidos en un largo silencio perplejo, sin tener mucho que decirse, confiando tal vez el primero en la imposible comprensión de la joven, o en que el amor filial sepulte de una vez por todas, en el hogar y en la nación, los restos de una vieja ignominia.
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