En forma y contenido es evidente el afán de subvertir todas las convenciones del cine. Primeramente en la elección del formato. La cinta es filmada en VHS, y presentada con los accidentes de una mala grabación, grano reventado, imagen difusa o deslavada, a ratos correcta: una cinta recuperada de la basura tras largos años de olvido, con la función de auto tracking intentando fijar la nitidez imposible. Con ese material se filman los despropósitos y delirios, los excesos abominables de cuatro supuestos ancianos en una juerga nocturna, con máscaras que semejan escrotos, salidas de una variante de Masacre en cadena, de Tobe Hooper.
Las gracias geriátricas incluyen defecar en la acera, fornicar frenéticamente árboles y botes de basura, secuestrar a un bebé, sodomizar mujeres obesas, invadir las casas en la periferia de Nashville y humillar a seres casi igual de grotescos haciéndolos remplazar la miel de sus hot cakes por jabón líquido, para obligarlos después a consumirlos. No todos los excesos crueles en la cinta tienen esa misma obviedad de capricho de punk adolescente tardío.
Hay el goce sofisticado con que una anciana enseña a un infante a colocar diestramente una navaja de rasurar dentro de una manzana, para ofrecerla después a algún incauto y disfrutar el efecto sangriento.
El conjunto de bromas sádicas va acompañado de los alaridos y graznidos de la banda geriátrica (dos de sus integrantes son el propio director y su esposa), o de canciones de cuna repetidas fragmentada e incansablemente.
Hay momentos humorísticos bien logrados, como el monólogo que imagina un mundo de personas sin cabeza, donde las modelos serían juzgadas por la belleza de sus hombros, y las funciones corporales se redefinirían de modo extravagante. Un mundo imaginado por Rabelais o Jonathan Swift, con valores estéticos trastocados o en hipertrofia indetenible: un carnaval esperpéntico, caricatura despiadada de ese mundo de violencia y desolación que hoy día refieren los diarios.
Si en 1972 John Waters se preciaba de mostrar en Pink flamingos (obra de culto) los excesos de la familia más fea y grotesca del mundo, su posible discípulo treintañero, Harmony Korine, presenta aquí a su pequeña banda de desquiciados sádicos y lujuriosos desatando el caos en una barriada desierta.
Cabe pensar que si los protagonistas hubieran llevado las máscaras de Bush o Silvio Berlusconi, o de cualquier esperpento parecido, el efecto satírico habría sido menos alegórico y posiblemente más contundente.
Queda advertido el espectador: Trash Humpers es una película abierta y deliberadamente irritante. El espejo apenas deformador de gustos y consumismos chatarras.
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