Agustín Basave
Ya es un lugar común decir que la democracia está en crisis. Evidentemente, sus mecanismos de representación se han atrofiado, porque las partidocracias se han alejado de la ciudadanía para proteger los grandes intereses económicos y parir una oligarquía. Pero algo más está fallando. La parálisis legislativa en Estado Unidos, por ejemplo, es resultado de la polarización y demuestra que un gobierno democrático funciona mejor en ausencia de extremismos. Cuando un partido se radicaliza, corriéndose al extremo, la contienda se torna muy ríspida.
Me explico. Churchill dijo que la democracia es el peor sistema que existe con excepción de todos los demás que se han inventado, en referencia a la dificultad para crear las condiciones sociales necesarias para que funcione bien. Pero hay un requisito político igualmente escurridizo: el consenso mínimo en la geometría partidaria. En la Europa de la posguerra la derecha no cuestionaba el Estado de bienestar y, aunque ganara las elecciones, conservaba y a veces incluso ampliaba la seguridad social; la izquierda socialdemócrata, por su parte, respetaba las libertades individuales y no amenazaba con estatizar otros sectores de la economía. Bajo ese arreglo, las democracias europeas fueron muy estables.
Por razones que no cabrían en este espacio, ese acuerdo se rompió. En su lugar se impuso otro, que fue producto de la derechización de los años ochenta y que está provocando allá y acá una hemiplejia democrática -la mitad paralizada no es la diestra sino la siniestra, obviamente- y la apertura de la caja de Pandora. Volvamos al ejemplo estadounidense y a la nefanda influencia del Tea Party. Cuando el presidente Barack Obama logró la aprobación de su plausible iniciativa para ampliar el sistema de salud —un proyecto bastante moderado comparado con lo que hay en Europa— los republicanos lo tomaron como un traspaso de la nueva frontera ideológica que profanó su territorio, emprendieron una guerra contra el “socialismo” de Obama, causaron el caos presupuestal y empantanaron la reforma migratoria y el resto de la agenda de los demócratas.
Ahora veamos el caso de México. Mientras se le exige al progresismo que no intente revertir ninguna de las privatizaciones de las décadas neoliberales, se privatiza nada menos que el petróleo, símbolo de su identidad. ¿Dónde están las mojoneras ideológicas que puedan delimitar una cancha más o menos pareja? ¿Quién las fija? Propiciar la deserción identitaria en los partidos izquierdistas es jugar con fuego. Y cuando por influencia del Partido de la Revolución Democrática se realiza una reforma fiscal que acota un poco los privilegios de los grandes empresarios —la afectación a la clase media es otra cosa— ponen el grito en el cielo. ¿A dónde quieren llegar? Si, como dicen, desean que el PRD y Morena respeten las reglas escritas y no escritas de la democracia, no cambien esas reglas a contentillo. Por lo demás, cuando un régimen imagina que la llegada al poder de la izquierda es el apocalipsis, su engranaje democrático se atasca y aumenta en unos la proclividad a jugar sucio en las elecciones y en otros la tendencia a recurrir a la violencia para anular el veto.
Los mexicanos culminaremos nuestra transición democrática cuando tengamos un nuevo consenso.
Construirlo implica hacer mucho, muchísimo más para contrarrestar nuestra desigualdad social. La derecha primermundista cedió tras la Gran Depresión de 1929 y aceptó el keynesianismo y los altos impuestos que forjaron sociedades menos desiguales; a cambio recibió paz social y prosperidad económica. Hoy, tres lustros después del triunfo de la guerra fría, la soberbia globalizante la ciega y le impide hacer concesiones. Cuidado. La democracia ya está coja, manca y todo su costado izquierdo se está paralizando. Si creen que la agenda izquierdista de hoy les perjudica, espérense a ver lo que sigue a la invalidez democrática.
@abasave
Académico de la Universidad Iberoamericana
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