Gerardo Fernández Casanova
(especial para ARGENPRESS.info)
Está en discusión en comisiones del Senado la Ley de Partidos Políticos, reglamentaria de la reforma constitucional realizada el año pasado que, de alguna manera, permitía suponer una mayor racionalidad en el sistema de partidos imperante. Falsa expectativa. Queda comprobado que es un error suponer que los partidos se van a autocorregir, más aún en tratándose de las prerrogativas de su financiamiento excesivo.
La fórmula de cálculo se mantiene igual: 65% del salario mínimo diario de la Zona Metropolitana de la Ciudad de México ($65.58) multiplicado por el número de electores registrados en el padrón (88.8 millones en 2014) lo que arroja un monto de $3,800 millones (65.58x0.65x88.8 millones) sólo para lo que se refiere al gasto de operación de los partidos, sin contar el financiamiento de campañas electorales. Esto significa una cifra cercana a los mil millones de pesos para cada uno de los tres partidos mayores.
Es muy caro, aducen quienes se oponen; la democracia cuesta, contestan sus defensores. No importa si es caro o si es barato; lo que realmente debe importar es si sirve o no para el desarrollo democrático.
Mi respuesta es un rotundo no, pero no sólo eso, en la actualidad el financiamiento a los partidos se ha convertido en un pesado lastre antidemocrático. A finales del siglo pasado fue indispensable financiar a los partidos emergentes para acabar con el régimen de partido hegemónico (PRI) y se cumplió cabalmente con el cometido; ahora existe un razonable nivel de competencia electoral.
Pero la medida implicó costos, no sólo en dinero, sino en la pérdida de la condición de los partidos para impulsar la vida democrática y representar a los diversos sectores de la sociedad; les sucedió que la lucha política dejó de ser por ideales y se convirtió en rebatinga por el dinero de las prerrogativas.
El más afectado por este síndrome es el PRD, dado el perfil socioeconómico de sus militantes, normalmente de clase media baja y sin empleo; el partido se convirtió en la alternativa para ocupar una posición remunerada; lejos quedaron los activistas de pura cepa que fueron reemplazados por los burócratas partidarios que dominan la estructura a base del dinero corrosivo; el “vocho” destartalado se convirtió en la lujosa camioneta con chofer incluido; el uniforme de activista, huarache, vaqueros y camiseta, cedió el paso a la ropa de marca: ojo: ser de izquierda no tiene por qué ser jodido ni tampoco parecerlo; de acuerdo, pero quitarse lo jodido con cargo al presupuesto sólo significa corrupción y veneno para la democracia.
De mantenerse el monto de las prerrogativas habría que ser muy estricto para garantizar que el recurso se destine a la promoción de la cultura democrática, a órganos de difusión del pensamiento político, a foros de análisis y debate ideológico y, en general, a favorecer la incorporación social al quehacer político partidista. Lo contrario es favorecer a la burocracia desmovilizadora que se adueñó del sistema de partidos.
Otro concepto obsoleto que se mantiene en la nueva ley es el que dificulta la creación de nuevos partidos. También importante al momento de combatir la hegemonía priísta, su permanencia sólo ayuda a la monopolización del quehacer político en manos de las burocracias. Se autorizan las candidaturas independientes pero se dificulta su realización. Las corrientes disidentes dentro de un partido debieran tener la alternativa de constituir uno nuevo, en vez de verse obligados a la marginación. Pudieran existir tantos partidos como corrientes de pensamiento o de personalidades o de intereses existan, siempre que se reduzca drásticamente el financiamiento público, y se implante la elección de legisladores por la proporción de la votación recibida. Esto realmente oxigenaría la vida democrática y la participación social.
En contraste con la fiebre legislativa que vivimos, la iniciativa para la creación de un órgano autónomo para el combate a la corrupción, duerme el sueño de los justos en la congeladora de San Lázaro, no obstante haber sido propuesta por Peña Nieto y avalada por la bancada del PRI. Será que sólo fue un señuelo para dar la impresión de honestidad mientras se impulsaban las otras reformas, muy deshonestas la mayoría.
Acepto que es un contrasentido esperar que los partidos dicten leyes que vayan contra sus intereses. Sería como convocar a un concurso de suicidios con viajes a la playa con gastos pagados para los que mejor lo hagan.
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