Leonardo García Tsao
▲ Fotograma de la cinta de Tamara Kotevska
Según ocurre en las mejores películas, los primeros minutos –no más de cuatro– de Honeyland
resumen su tema de manera memorable. Una solitaria figura femenina
recorre un paisaje montañoso árido, pero imponente. La mujer se arriesga
sobre un desfiladero, extrae un gran pedazo de roca y descubre una gran
colmena de abejas. Cubierta por sólo una red sobre la cabeza, saca con
delicadeza unos panales mientras el enjambre vuela a su alrededor (sin
picarla, al parecer).
La mujer es Hatidze Muratova, la última apicultora tradicional de
toda Europa. Vive sólo con su madre octogenaria Nazife, quien ya está en
las últimas, pues es medio ciega y con trabajos puede sentarse. Su
única otra compañía son un perro, unos gatos… y las abejas. Hatidze
recolecta la rica miel en frascos, viaja en tren a la ciudad de Skopje y
allí los vende a buen precio en el mercado. Con su ganancia, en un
detalle de vanidad, compra tinte de pelo para pintarse las canas.
No todo podría ser paz y tranquilidad en la solitaria vida de
Hatidze. Pronto una ruidosa familia itinerante de turcos llega a la
desolada aldea, manejando un camper y acompañada de un rebaño de vacas.
Se trata de Hussein, el paterfamilias, y su prole, mujer e incontables
hijos (se supone que son siete, pero yo perdí la cuenta porque todos se
parecen). Hatidze trata a sus nuevos vecinos con cautelosa cordialidad.
Al hacer un documental sobre la conservación en el norte de su natal
Macedonia, los cineastas Tamara Kotevska y Ljubomir Stefanov encontraron
en el enfrentamiento entre Hatidze y Hussein una poética metáfora sobre
cómo el mundo moderno amenaza con destruir las antiguas tradiciones,
con rapacidad, para explotar el ambiente. El balance conseguido por
Hatidze será roto por Hussein y sus negociantes, poniendo en peligro la
supervivencia misma de las abejas.
Kotevska y Stefanov grabaron cerca de 400 horas de material, lo cual
explica su capacidad para introducirse a la intimidad de su protagonista
y encontrar el detalle revelador. Curiosamente, Hussein y sus
familiares están llenos de picaduras no obstante el uso del humo
repelente, mientras Hatidze, al parecer, se mantiene incólume. Ella les
canta a las abejas mientras recolecta la miel. En cambio, Hussein y su
socio usan sierras de motor para echar abajo un árbol y descubrir las
colmenas.
A fin de cuentas, Honeyland también es un manifiesto a favor
de la soledad. Hatidze tenía resuelta su relación con el entorno antes
de la llegada de los invasores. Como suele suceder en la vida cotidiana,
la presencia de vecinos suele ser una calamidad.
Pero no todo ha sido dañino por la irrupción de Hussein y familia.
Una antena improvisada con una coladera clavada en un palo le servirá a
Hatidze a escuchar música de una radio.
Honeyland no tiene desperdicio. Es un documental ejemplar de
discurso ecológico sin que se sienta como discurso. Su visión se
recomienda plenamente y a la brevedad. Ya sabemos que, por regla, los
documentales no duran mucho en nuestra cartelera.
Honeyland
D: Tamara Kotevska, Ljubomir Stefanov/ F. en C: Fejmi
Daut, Samir Ljuma/ M: Foltin/ Ed: Atanas Georgiev/ P: Apolo Media, Trice
Films. Macedonia, 2019.
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