Carlos Bonfil
Una espiral de agravios. Land: tierra de nadie (Land, 2018), tercer largometraje del realizador iraní radicado en Londres Babak Jalil (Frontier Blues, 2009; Radio Dreams,
2016), es un relato tan árido y seco como el territorio en el que ha
sido filmado, un pueblo perdido en Nuevo México que convive, en
tensiones constantes, con una adyacente reserva indígena llamada Prairie
Wolf. En ese territorio de los nativos americanos sioux rara vez se
aventura la población blanca vecina. Es un enclave misterioso y ajeno,
con leyes y costumbres propias, entre las que figura la prohibición del
consumo del alcohol. Algunos indígenas cruzan a diario la demarcación
para pasar el día entero afuera del expendio de cervezas de Mary
Denetclaw (Wilma Pelly), mendigando dádivas o crédito para procurarse la
bebida alcohólica y vegetar ahí, adormecidos o indolentes, en una
rutina que se repetirá idéntica al día siguiente. Ese es el clima de
melancolía y pesimismo que domina en Land.
Lo que de entrada parecería un moroso documento etnográfico sobre las
difíciles relaciones entre pobladores blancos y una comunidad indígena
recelosa, pronto adquiere tintes dramáticos con el anuncio de la muerte
del joven soldado indígena Floyd, muerto en Afganistán, cuyo cuerpo
habrá de ser trasladado al pueblo y enterrado en la reserva con los
honores acostumbrados a los servidores de la patria, pero sin respetar
del todo la compensación económica que el gobierno estaría obligado a
entregar a sus deudos. Este caso de flagrante discriminación e
injusticia enciende la indignación indígena. Al mismo tiempo, la
agresión gratuita e impune que cometen dos hijos de la pacífica señora
Mary contra Wesley (James Coleman), hermano mayor del fallecido,
precipita una incontrolable escalada de violencia. El delicado
equilibrio de tensiones entre las dos comunidades raciales se rompe
súbitamente, y la desconfianza mutua, antes soterrada, aflora con una
nueva carga de animosidad agresiva.
Lo interesante en la cinta del realizador iraní es su rechazo a
recurrir a simplificaciones narrativas que establecieran el
enfrentamiento entre una población blanca intrínsicamente intolerante y
una comunidad indígena victimizada en su condición menesterosa. En Land: tierra de nadie
la miseria material y moral la comparten de modo similar las dos
poblaciones vecinas. Un asomo de justicia se insinúa en la señora Mary,
madre de los agresores racistas y también en una joven blanca, quienes
discretamente se solidarizan con los indígenas agraviados. Ante la
certidumbre de tener que convivir juntos aún por largo tiempo, al recelo
mutuo de las dos poblaciones antagónicas parece acompañarlo la
convicción de tener que conducir esa indignación colérica hacia un
razonable control de daños. La cinta explora con mucho tacto esos
matices delicados. Lo que sí queda claro es el irreconciliable divorcio
cultural que conduce a los indios sioux a rechazar los valores patrios
de una nación blanca que consideran ajena y potencialmente hostil. En
una escena crucial no aceptan la bandera estadunidense, prefiriéndole
los emblemas propios. En un nivel dramático, la cinta ha subido un nivel
de modo considerable. De la aparente morosidad en que permeaba la
película se transita hacia una sólida reivindicación de la dignidad de
los marginados. La madre del agredido Wesley se lo subraya a la madre de
sus victimarios:
No todos los indios en este lugar viven alcoholizados.
Una apostilla tal vez pertinente: el espectador de Land: tierra de nadie bien pudiera pensar que se encuentra aquí, de nueva cuenta, ante una suerte de viejo western,
con tintes melodramáticos y añejos malestares sociales, de no ser
porque una simple revisión de los diarios le remitirá hoy a un conflicto
muy agudo entre el gobierno canadiense y una comunidad indígena, la de
los mohawks en la Columbia Británica, que desde hace 10 días
pone en jaque a la economía nacional al obstruir la red de
comunicaciones ferroviarias con su acción de rebeldía en contra del paso
por territorio indio de los trabajos de un enorme gasoducto. Esa tierra
de nadie que ha retratado la cinta de Babak Jalil, con sugerente
fotografía de la veterana francesa Agnès Godard, poblada de personajes
espectrales y olvidados, embrutecidos por el alcohol y la desesperanza,
es en realidad un territorio inmenso sin divisiones muy claras ni el en
el espacio ni en el tiempo. La mayor distinción de esta cinta es sugerir
al respecto la posibilidad de un debate social impostergable.
Se exhibe en la sala 9 de la Cineteca Nacional a las 13 y 18 horas.
Twitter: @CarlosBonfil
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