El miércoles pasado
el Tribunal Electoral emitió un fallo definitivo que reconoce la
legalidad del Congreso Extraordinario de Morena celebrado el 26 de enero
y en el cual se eligió a varios integrantes del CEN para cubrir 10
carteras que se encontraban vacantes, entre la presidencia, que recayó
en Alfonso Ramírez Cuéllar. De esta forma se resolvió el conflicto
interno que se fue desarrollando desde agosto de 2018, cuando se realizó
el último encuentro partidista al que asistió AMLO, y que detonó
abiertamente casi un año después a raíz de los obstáculos interpuestos
por la anterior dirigencia para dar curso a la renovación democrática de
los órganos de Morena.
La disputa tomó la forma de una lucha por el control del partido
entre personalidades y grupos, y pasó por la negativa de la secretaria
general que ejerció las funciones de presidenta sistemática a permitir
el funcionamiento del Instituto Nacional de Formación Política, así como
por su descalificación del padrón de militantes. Pero más allá de esos
lamentables episodios y de circunstancias relacionadas con la
conformación del nuevo gobierno –particularmente, la sangría de cuadros y
dirigentes que pasaron a cargos públicos–, en el conflicto de Morena
hay la confrontación entre dos visiones contrapuestas sobre el carácter
de la organización.Debe considerarse que desde su fundación, el 2 de octubre de 2011, el Movimiento Regeneración Nacional hubo de hacer frente a una paradoja: reunía arrastres y energías sociales capaces de disputar el poder presidencial sin el concurso de los partidos entonces registrados o en calidad de fuerza hegemónica de una coalición, pero tenía cerrado el acceso a las vías electorales precisamente porque carecía de registro como partido. Tras las elecciones del año siguiente, la plena domesticación del PRD y su supeditación al Pacto por México hizo evidente la necesidad de disponer de registro electoral propio y ello llevó al lopezobradorismo a debatir si Morena debía seguir siendo un movimiento o si debía convertirse en un partido. Se encontró la fórmula conciliatoria de partido-movimiento y se emprendió la lucha por obtener el reconocimiento legal de unas instituciones que fueron siempre adversas –lo siguen siendo– a la propuesta central de la nueva organización: la transformación del modelo oligárquico, tecnocrático y sin más herramienta de legitimación que una democracia representativa corrompida y fraudulenta.
Ese debate ha seguido resonando y marcando los contenidos de la disputa interna que se desarrolló ya durante la presidencia de López Obrador. Si el grupo que se atrincheró en el CEN entró en conflicto con el resto de los órganos partidistas –el Congreso, el Consejo, la Comisión de Honestidad y Justicia, el Instituto de Formación Política y la mayor parte de los consejos estatales–, fue porque puso en práctica un modelo de partido convencional y anterior a la 4T: cupular, ajeno a los movimientos sociales y enfocado únicamente en las elecciones; más dado a las negociaciones de trastienda que a las asambleas y votaciones democráticas; centrado en el comercio de posiciones de poder y entregado a los litigios legales y a los veredictos judiciales. El debate interno fue remplazado así por la operación de bufetes de abogados y se indujo un divorcio entre la legitimidad de la militancia y la legalidad de las instituciones.
Tal extravío, aunado a la promoción de algunas figuras políticas
procedentes del priísmo más rancio, tenía que generar a corto plazo un
estado de sublevación entre la militancia ignorada y desdeñada que
fundamentó con su trabajo el triunfo del primero de julio. El ensayo de
reducción del partido-movimiento a un partido a secas que operaba como
uno más del orden oligárquico y neoliberal anterior a la 4T minó el
mucho o poco respaldo interno que pudiera haber tenido la Secretaría
General e hizo evidente que resultaba obligado elegir una dirigencia
interina capaz de abrir los candados, dar curso a la recomposición de la
vida partidista y organizar el proceso de elección para conformar los
órganos estatutarios. Una tarea primordial en esta nueva etapa es
recuperar, reconocer y reivindicar lo mucho que Morena sigue teniendo de
movimiento, es decir, de vía de expresión y participación de la base de
la sociedad en las decisiones locales y nacionales. Otra, activarse
como organización de defensa de la 4T y de la Presidencia
lopezobradorista y dejar atrás de inmediato el difícil periodo inicial
en el que López Obrador ha debido gobernar sin partido o, peor aun,
cargando el lastre de un partido en situación de coma inducido. La
tercera, dar cauce a una tarea de formación política necesariamente
colosal. Todo ello, en forma simultánea a la preparación del partido
para los procesos electorales del año entrante. El tiempo es escaso y la
confusión, abundante, pero hay buen ánimo, generosidad y espíritu de
lucha.
Twitter: @Navegaciones
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