Francisco López Bárcenas
Este 21 de febrero termina
el año internacional de las lenguas indígenas, proclamado por la
Organización de Naciones Unidas en 2016 con el objetivo de
sensibilizar a la opinión pública sobre los riesgos a los que se enfrentan estas lenguas y su valor como vehículos de la cultura, los sistemas de conocimiento y los modos de vida, según declaró en su momento la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), institución internacional coordinadora de las actividades programadas para lograr sus objetivos. En la mayoría de los pueblos indígenas de nuestro país, el año pasó sin pena ni gloria, ignorantes como fueron de que esa medida se había tomado para que sus lenguas fueran valoradas, se fortaleciera su uso público y no siguieran desapareciendo, como viene sucediendo desde hace muchos siglos, cinco por lo menos, desde que llegaron los españoles y la suya fue usada como lengua franca entre todas las culturas de lo que hoy es México.
El gran problema de nuestro país es que las lenguas indígenas se
pierden porque se encuentran en una situación colonial, vistas como se
ha visto a sus portadores, los pueblos indígenas: rémoras del pasado y
obstáculo para el progreso. El mayor impulso a ellas se ha dado desde
algunos pueblos que realizan esfuerzos para practicarlas, pero más por
profesionistas indígenas que se han organizado con el mismo fin: unos
haciendo literatura, otros enfocando sus esfuerzos a descifrar los
códigos que las componen para promover su escritura y, más
recientemente, jóvenes comunicadores que utilizando las nuevas
tecnologías impulsan la comunicación social por medio de ellas. El
Estado, como se sabe, durante el siglo XX primero buscó desaparecerlas,
después las usó como vehículo de aculturación, para que los indios
dejaran de serlo y, como ni una ni otra cosa funcionara como lo
esperaban, optó por el discurso del multilingüismo. Pero nada cambió
porque las lenguas siguieron desapareciendo.
El primer paso en este
cambiode políticas se dio el 14 de agosto de 2001, cuando se publicó la reforma constitucional sobre derechos indígenas que reconoce el derecho de los pueblos indígenas a
preservar sus lenguas, conocimientos y todos los elementos que constituyan su identidad cultural. Dos años después se modificó la Ley General de Educación para asegurar que
los hablantes de lenguas indígenas tendrán acceso a la educación obligatoria en su propia lengua y español, disposición que ha resultado una quimera porque en las escuelas se sigue enseñando con los programas del siglo pasado. Ese año también se aprobó la Ley General de Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas, reconociendo el
derecho de todo mexicano [de] comunicarse en la lengua de la que sea hablante, sin restricciones en el ámbito público o privado, en forma oral o escrita, en todas sus actividades sociales, económicas, políticas, culturales, religiosas y cualesquiera otras. Vana ilusión ante la ausencia de políticas públicas para lograrlo.
Para vigilar el cumplimiento de estas disposiciones se creó el
Instituto Nacional de Lenguas Indígenas. Algunos estados no se quisieron
quedar atrás y crearon sus propias instituciones: el Centro de Estudios
y Desarrollo de las Lenguas Indígenas, en Oaxaca; el Instituto para el
Desarrollo de la Cultura Maya, en Yucatán; la Academia Veracruzana de
las Lenguas Indígenas, en Veracruz; el Instituto Estatal de las Lenguas
Indígenas e Investigaciones Pedagógicas, en San Luis Potosí; el Centro
Estatal de Lenguas Indígenas, en Hidalgo, y el Centro Estatal de
Lenguas, Arte y Literatura Indígenas, de Chiapas. La seriedad con que el
asunto se trató quedó clara en los casos de Campeche y Michoacán, que
legalmente crearon instituciones de este tipo pero en la práctica nunca
se instalaron; en otros –como Oaxaca–, la institución quedó paralizada
porque no se aprobó una ley que rigiera sus actos. Y las lenguas
siguieron desapareciendo.
Ya ha pasado el año internacional de las lenguas pero, como sucedió
con el año internacional de los pueblos indígenas, que a su término se
decretó un decenio con el fin de que los gobiernos hicieran lo que no
hicieron en un año, en este también se ha decretado la década de las
lenguas indígenas, que comenzará dentro de dos años. Es poco lo que se
puede esperar de las instituciones durante esa década si el problema no
se trata con seriedad y se dejan atrás las políticas implementadas desde
la aprobación de la Ley General de Derechos Lingüísticos y la creación
del Instituto Nacional de Lenguas Indígenas y se formula, junto con los
pueblos, una radicalmente distinta, que responda a sus necesidades
urgentes y de largo plazo. Pero para que eso tenga resultados positivos
debe hacerse poniendo en el centro el uso público de las lenguas
indígenas. Es la mejor manera de evitar que sigan desapareciendo. Es
decir, que dejen de ser lenguas colonizadas.
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