5/22/2011

Coahuila: la negligencia nacional



Sara Sefchovich En una novela que publiqué hace poco más de una década, la personaja principal decía: “Eché un largo y apasionado discurso sobre cómo se estaban quemando los bosques de mi país, dejando a regiones enteras todas áridas y desoladas… dije que los incendios eran producto del descuido y el desinterés… Acusé al gobierno de no tener la voluntad de apagarlos y lloré a lágrima viva porque el territorio nacional estaba encendido en llamas o envuelto en humo”. (Vivir la vida, pp. 111-112) En un ensayo publicado en 2008, en el que pretendo explicar la forma de funcionar de las autoridades frente a los problemas del país, escribí que la respuesta típica ante desastres es siempre: primero minimizar su importancia y cuando eso ya no es posible, entonces reconocerla, pero siempre justificándose y defendiéndose por la forma en que (no) lo atendieron. Y algo más: que siempre, invariablemente, dicen que quienes las critican se equivocan (no importa si el que lo hace es un gran especialista) y que las cosas no fueron como dicen y que se hizo lo correcto y que se actuó a tiempo. (País de mentiras, pp. 82-86, 93-94, 297) No es que yo sea profeta, lo que sucede es que en nuestro país se repite lo malo: lo que estamos viviendo ahora ya lo vivimos y lamentablemente, lo volveremos a vivir mil veces más.

Un día son inundaciones y otro sequías, un día explosiones y otro incendios. Y una y otra vez la causa es la misma: que las autoridades no hicieron su tarea, no cuidaron, no previeron, no prepararon y no atendieron las señales de alarma de los ciudadanos. Así pase el tiempo, así nos modernicemos, así cambiemos de partidos en el gobierno, así aumenten las ONG y las protestas ciudadanas o crezca el ruido en los medios de comunicación, en nada han cambiado las formas de enfrentar los problemas.
En el trágico incendio en Coahuila, el guión se siguió al pie de la letra: hubo ciudadanos que avisaron que se estaban iniciando incendios, hubo autoridades que no los escucharon y que cuando por fin lo hicieron y por fin se presentaron en el lugar, no resolvieron el problema.

Así lo cuenta la persona que mejor conoce esa zona y lleva años estudiándola, Diana Crider, de Texas, quien amargamente se quejó en entrevista con la periodista Sanjuana Martínez, de que el incendio no fue previsto a
pesar de todas las señales, ni atendido debidamente por la Comisión Nacional Forestal. Las autoridades llegaron 15 días después y de todos modos no empezaron a actuar realmente sino hasta los 20 días. El tiempo se les iba en dar vueltas, sobrevolar la zona, ir y venir. Luego la cuestión burocrática, larguísima, hasta que el incendio se salió de control y ya para cuando hicieron algo, era muy tarde. Uno de los ganaderos de la región secundó a la investigadora: los que iban a apagar el incendio llegaron tras 15 días de súplicas, estuvieron tres horas y se fueron. Cuando se les dijo que seguían brotando fuegos contestaron que todo estaba bajo control. Pero 250 mil hectáreas arrasadas, gran cantidad de fauna muerta y casas destruidas, niegan la prepotencia de los funcionarios y su todo bajo control y la convierten en pura y llana negligencia. Por supuesto, comunicación social de Semarnat negó todo (y siguiendo al pie de la letra el guión).

Se permitieron decirle irresponsable a la señora Crider por sus declaraciones (según ellos sin pruebas) y afirmar que ellos atienden todo con alta eficiencia y siguiendo protocolos internacionales.
Lo que sigue, también lo podemos anticipar: las autoridades citarán a conferencia de prensa, con 10 personas en el presídium. Harán declaraciones en voz alta y firme diciendo la indignación que les producen los hechos y asegurando que se va a investigar y a clarificar, que se va a exigir, que no se va a tolerar, que se va a llegar hasta el fondo, que caiga quien caiga. Y luego apostarán al olvido, que es la forma de resolver los asuntos aquí. En lo que se incendia otro lugar… sarasef@prodigy.net.mx Escritora e investigadora en la UNAM Sandra Lorenzano
Mahler y el “mantra”
Cada uno tiene sus manías, sus obsesiones, una cierta manera de relacionarse con el mundo que lo va convirtiendo en un personaje peculiar. Sin querer entrar en demasiadas confesiones, tengo que decir que una de mis manías vinculadas a la escritura tiene que ver con la música. Pero antes una aclaración: no puedo escribir ni leer con música. Aquello de la “música de fondo” no va conmigo. Ni aun tratándose de “buena música”, de obras interesantes, o de piezas suaves que casi podrían pasar inadvertidas. La escritura requiere que yo esté con mis cinco sentidos allí, frente a la página en blanco.

Y creo que la música exige lo mismo. A pesar de eso, tengo un ritual: mientras estoy trabajando en un libro recurro cada mañana, antes de ponerme a escribir, a una suerte de “mantra” musical. Esa obra que no elijo a conciencia sino que llega a mí de una manera casi mágica, y que suena muy suavecito en la madrugada (soy terriblemente tempranera), me permite recuperar cada día algo de la escritura. Con Saudades, escuchaba a la gran Marian Anderson – la primera cantante lírica afroamericana, excepcional contralto – con una parte de “La pasión según San Mateo” de Bach. “Erbarme dich, mein gott” cantaba Marian Anderson y yo sabía que eso marcaba mi reencuentro con la historia de amor de A., con la memoria, y con El libro del desasosiego de Fernando Pessoa.


Y todo esto viene a cuento porque el miércoles pasado, 18 de mayo, se cumplieron cien años de la muerte de Gustav Mahler, ese “extranjero en todas partes”, judío transgresor y apasionado, que quizás no haya querido ser más que un “pequeño niño tambor”, como lo sugiere Leonard Bernstein en su documental “The little drummer boy”. El rasgo profético de sus sinfonías “está en la fuerza con la que abren a lo distinto el tejido compacto del discurso musical. Lo que de genial hay en ellas es el erigirse en encrucijada abierta por la que transitan acontecimientos sonoros”, escribe Alessandro Baricco en El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin. “El hecho de que luego consigan o no controlar ese tráfico en el afianzador perfil de algún orden formal – continúa – es una eventualidad no tan importante…”. Esta transgresión está dada, entre otros elementos, por la mezcla de melodías populares, ritmos infantiles, incluso de sonidos triviales, y modos arcaicos que se cuelan y entrecruzan en el tejido musical.

Me detengo en esta característica porque desde hace ya más de un año el “mantra” que me acompaña cada mañana es el tercer movimiento de la Primera Sinfonía de Mahler. Doliente, el contrabajo inicia con el “Frere Jacques” -nuestro “Campanero”- que, en tono menor, va creando un ambiente de nostalgia que se convierte en marcha fúnebre. El paso del arrullo a la muerte, y luego a ese extraño festejo -¿una boda?- en el que, según Leonard Bernstein, aparece tan claramente la herencia judía, han convertido a este movimiento en el más célebre de la sinfonía. Puede sentirse la marca de la diáspora, dice Bernstein, en el “quejumbroso modo frigio, ese tono inicial” que recuerda a la música gitana, a la música eslava, a la música árabe, y que pasa por la ironía brutal que trae a Kafka a la memoria, y que es al mismo tiempo un sollozo desgarrado.
La marcha fúnebre fue tratada con “furibundo desprecio” durante el estreno de la sinfonía, según cuentan las crónicas de la época.

Cuando veinte años después Mahler dirigió la obra en Nueva York habló de su conmoción ante el tercer movimiento: “Para mí es una experiencia curiosa dirigir una de esas obras. Una sensación de doloroso ardor se cristaliza. ¡Qué extraño universo se refleja en esos sonidos y en esas figuras! ¡La Marcha Fúnebre y la tormenta que le sigue son una feroz requisitoria contra el Creador!” Quizás el sentido del arte no sea sino un dolido reclamo a los dioses.

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