Rosario Ibarra
Se conduelen conmigo algunas de mis compañeras madres, esposas, hermanas, hijas de los desaparecidos políticos (más acosadas que los parientes varones) con la pregunta obtusa de algunas personas y con la afirmación categórica de su despiadada opinión: “Caray, ¿no se cansan ustedes de andar gritando eso de vivos los llevaron, vivos los queremos? Mejor díganles sus misas... ¿no?” Algunas veces, el llanto paraliza las palabras de las “doñas”, mis entrañables compañeras, pero en más de una ocasión, sin insultos, pero con voz sonora sacudida por la emoción de una prolongada tristeza, se les responde con la sinceridad de que —a pesar de todo— somos capaces de sentir: ¡ojalá nunca te pase lo que a nosotros!...
En las prolongadas reuniones que a veces celebramos en alguno de los puntos del país en donde hay compañeras de nuestra organización, discutimos el “qué hacer” ante la falta de sensibilidad de las autoridades del país y —sobre todo— ante la ilegalidad que cubre, que envuelve por completo la actuación de las dependencias obligadas por la ley a proteger los derechos de la ciudadanía… pero… ¿por qué culpar a los de abajo, a los que obedecen órdenes que no deberían de ser dictadas? ¿Cómo culpar a la tropa de los desmanes que se cometen día a día, si la “instrucción” que reciben los soldados es la de disparar?
¿Será culpable “el pueblo uniformado” (como suelo llamar a los soldados) de lo que ordena el llamado “comandante supremo de las Fuerzas Armadas” desde su “superioridad”, en desacato al mandato constitucional?
La ilegalidad, la ilegitimidad son conocedores convencidos de la voz que les ordena el actuar cobijados por la “superioridad”… Esa “superioridad” ilegítima que suele insistir en el progreso del país bajo su férula… que lanza loas al bienestar que cubre al territorio nacional…
Habemos quienes no pensamos que “el progreso” sea la civilización. Aquí quiero repetir las palabras del gran escritor José María Vargas Vila. “El progreso no es la civilización, es muchas veces su antípoda. Ninguna civilización es verdaderamente tal, si el alma de la libertad no la anima; fuera de la libertad, no hay civilización”.
Nosotros, familiares de los desaparecidos políticos desde hace ya varias décadas, hemos aprendido que las cosas no podrán cambiar en el país... ¡Que no van a cambiar! mientras la movilización y la fuerza del pueblo no partan organizadas, cohesionadas, cuando menos, por la idea común del deseo del cambio radical en relación a la legalidad y a la justicia que desde hace muchos años, las luchas de otros mexicanos nos legaron. Es necesario entender que es obligación de quienes hemos aprendido a defendernos de la injusticia, el hacer comprender a otros que solamente unidos podremos lograr vencer al enemigo (el mal gobierno y los encaramados en el poder económico que nos ha producido tanto daño y al que acecha en busca de la oportunidad de atacarnos y vencernos). Es importante dar nuestra solidaridad a quienes han sido víctimas de injusticias; es igualmente importante llenar calles y plazas con nuestra presencia y expresar lo que pensamos y lo que queremos lograr; pero es necesario también que conozcamos nuestros derechos para saber exigirlos.
Se ha expresado últimamente que los movimientos deben de ser “incluyentes”; en buena hora, siempre y cuando se trate de gente que busque el bien común y no sólo un beneficio propio, malsano, que se traduzca en perjuicio de la lucha de todos; debemos de estar alertas ante la eventualidad de estos hechos para evitarlos.
Puede haber diferencias que habrá que analizar y discutir, en la forma de organizarse y actuar, pero lo que debe quedar muy claro es quién es el enemigo y quiénes son los responsables de la trágica situación del país.
En esta renovada lucha contra la ilegalidad, la injusticia y tantos crímenes cometidos desde el poder, no tienen cabida ni los traidores ni los simuladores… fácilmente reconocibles a los ojos limpios del pueblo.
Dirigente del Comité Eureka
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