Editorial La Jornada
Como
ocurre año tras año, decenas de miles de jóvenes quedaron excluidos de
las instituciones públicas de educación superior, especialmente en la
Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y el Instituto
Politécnico Nacional (IPN). Como enfatizaron las autoridades de la
primera, la exclusión no tiene que ver con el nivel académico de los
afectados, sino con la imposibilidad de establecer más plazas para
estudiantes en las diversas carreras impartidas en la máxima casa de
estudios. El hecho es que sólo 13 por ciento de los aspirantes a la
UNAM han conseguido ingresar o que sólo 20 mil de los 96 mil
interesados en estudiar en el IPN han sido admitidos.
Mientras en la educación superior la mayoría de quienes aspiran a
cursar carreras en planteles públicos de calidad no pueden hacerlo, en
la enseñanza primaria la mayor parte de los maestros graduados no
encuentra trabajo. En el concurso realizado por la Secretaría de
Educación Pública, más de 90 por ciento de los 140 mil profesores que
se presentaron no pudieron conseguir una plaza en el sistema educativo.
Ambas circunstancias, la de los jóvenes sin acceso a la universidad,
en el ciclo superior, y la de los maestros sin empleo, en el nivel
básico, son expresiones de la crisis por la que atraviesa el sistema
educativo del país, cuya génesis no se encuentra en las universidades
ni en las dependencias educativas, sino en el modelo económico impuesto
en el país desde hace tres décadas, una de cuyas vertientes
fundamentales consiste en abandonar las obligaciones del Estado en
materia de enseñanza a fin de ensanchar el mercado para las inversiones
privadas en educación y reducir las posibilidades de interacción social
de los sectores más desfavorecidos de la población.
En
esta lógica, los sucesivos gobiernos de 30 años a la fecha no sólo han
implantado políticas que alientan la depauperación del profesorado y
desmantelado buena parte de las normales, sino que han aplicado una
sistemática asfixia presupuestal a las universidades públicas. Por
añadidura, a pesar de que la población del país ha crecido en ese lapso
en forma significativa, no se han creado nuevas universidades públicas,
con excepción de la Autónoma de la Ciudad de México, fundada durante la
jefatura de Gobierno de Andrés Manuel López Obrador.
Los riesgos de la crisis educativa están a la vista. Por una parte,
los jóvenes rechazados generan, de manera inevitable, una intensa e
indeseable presión social sobre los centros de enseñanza, que son los
que deben enfrentar en forma directa la entendible frustración de
quienes se quedan fuera de la educación universitaria, y no porque
carezcan del nivel necesario para acceder a ella, sino porque no hay
lugar. Por la otra, la falta de cobertura confronta a innumerables
jóvenes en edad escolar con un país que no les ofrece ninguna
perspectiva de vida –ni trabajo ni estudio– y que, en forma cada vez
más acentuada, criminaliza a la juventud. En tanto, en un país que
requiere de más maestros y de menos policías, muchos otros jóvenes se
ven laboralmente excluidos del magisterio. No es de extrañar que ambos
grupos sean terreno fértil para el desaliento, el cinismo e incluso las
tendencias antisociales.
No es exagerado, en suma, afirmar que la crisis educativa,
consecuencia de una política económica equivocada y devastadora,
constituye una bomba de tiempo en un escenario nacional ya sobrado de
ellas.
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