Como políticas o como ‘esposas de’, varias mujeres protagonizan titulares relacionados con casos como Gürtel, Nóos o los ERE. Muchas utilizan estereotipos femeninos como la falta de liderazgo o el desinterés hacia los negocios como estrategias para eludir su responsabilidad ante la justicia y la opinión pública
Elena Ledda y June Fernández
Luis Bárcenas, Francisco Correa, el Bigotes… Los nombres de los
protagonistas de los casos de corrupción más mediáticos son de hombre.
Las mujeres aparecen en dos papeles: la política sospechosa de estar
implicada (Ana Mato, Rita Barberá, Magdalena Álvarez) y la “esposa de”.
En ambos casos, no se transmite la posibilidad de que sean ellas las
líderes de la trama, son o meras acompañantes o “salpicadas” por el
escándalo. Ante la prensa y la justicia, unas y otras tienden a afirmar
que no saben nada de los negocios con los que se las asocia, con frases
como “yo sólo hice lo que me mandaban” o “eso lo lleva mi marido”, como
han declarado en los tribunales tanto la esposa de Correa como la de
Bárcenas.
La sociedad promueve más en los varones actitudes
de desafiar, atreverse, incluso aprovecharse de la situación, mientras
que las mujeres han interiorizado un mayor miedo a desviarse de las
normas y al castigo por ello
¿Son las mujeres menos dadas a la corrupción que los hombres, o
mantenerse en un papel secundario les permite eludir su responsabilidad
ante la justicia y la opinión pública? Expertas en corrupción,
criminalidad y estereotipos de género responden, aunque coinciden en
señalar la falta de investigaciones en España que analicen la diferente
implicación de hombres y mujeres en estos delitos.
¿Menos corruptibles?
Desde el pasado mes de marzo, sólo las mujeres policías controlan el
tráfico en Lima, Perú. La medida fue anunciada por el Ministerio de
Interior, tras descubrir que un policía recibía sobornos de los
transportistas, como forma de lograr “mayor eficacia y firmeza en el
control del tránsito y la sanción de infracciones”. Lo que subyace es
la idea de que las mujeres, a diferencia de los hombres, son
incorruptibles.
En España, los datos del Instituto Nacional de Estadística parecen
confirmar que la corrupción es cosa de hombres. En los delitos contra
la administración pública (prevaricación, malversación de fondos y
cohecho), el 87,4% de las personas condenadas en 2011 fueron varones,
así como el 83,6% en delitos de falsedad documental. Esa clara
predominancia masculina exige matizaciones, como que la brecha de
género es todavía mayor en el dato total de personas condenadas (90,6%
de hombres frente a 9,4% de mujeres). Lohitzune Zuloaga, socióloga
experta en políticas de seguridad, llama a considerar además que el
número de personas condenadas por delitos relacionados con la
corrupción es “tan escandalosamente pequeño” que las proporciones
pueden no ser representativas.
En todo caso, dando por bueno el dato del INE, la primera y más
obvia explicación es que la representación femenina en puestos de poder
sigue siendo escasa. Pero, una vez que una mujer accede a un cargo,
como puede ser un puesto político, tiene las mismas opciones de
terminar implicada en tramas de corrupción, opina la catedrática de
Antropología y exdiputada del Parlamento catalán, Dolors Comas
d’Argemir: “Quienes quieren tentar, tientan con independencia del sexo.
Miran más si la persona con la que contactan es influyente o no”. Sin
embargo, apunta que las áreas más proclives a registrar delitos
económicos o de tráfico de influencias, como Transportes o Urbanismo
–caracterizadas por un gran volumen de adjudicación de obras- suelen
estar dirigidas por hombres.
Según la antropóloga, “los hombres siguen sintiéndose responsables
del sustento y las mujeres de los cuidados”, como consecuencia de una
“socialización sexista” que alimenta más en ellos actitudes como “el
interés por hacer negocios y dinero”, que impulsan a cometer delitos en
general, y los ligados a la corrupción en particular. “El éxito y la
representación de poder son valores e imágenes que se asocian al rol
masculino”, reconoce también Manuel Villoria, catedrático de Ciencia
Política y de la Administración, y miembro de la junta directiva de
Transparencia Internacional. La sociedad promueve más en los varones
“actitudes de desafiar, atreverse, incluso aprovecharse de la
situación”, mientras que las mujeres “han interiorizado un mayor miedo
a desviarse de las normas, y quizás, al castigo por ello”, añade
Concepción Fernández Villanueva, directora del departamento de
Psicología Social de la Universidad Complutense de Madrid. Sin embargo,
matiza que esta diferencia se debe a condicionamientos sociales y no a
una predisposición natural: “Mujeres y hombres son potencialmente igual
de corruptos, como también son potencialmente igual de buenos
cuidadores de niños y ancianos”; un cambio de roles y de protagonismo
social alteraría las proporciones entre las personas imputadas por
delitos de corrupción, opina.
Pero la presencia de mujeres en la comisión de delitos económicos no
ha aumentado en la misma medida que su incorporación al mercado laboral
y a puestos de responsabilidad, observa Zuloaga, “probablemente porque
muchas no han abandonado el rol de cuidadoras de sus familias”, que las
aleja de las actividades ilícitas.
“Eso lo lleva mi marido”
Rosalía Iglesias, esposa del extesorero del PP Luis Bárcenas
-encarcelado por su presunta participación en la trama Gürtel-, está
también imputada por su vinculación con esta red de corrupción
política. Acumuló en una cuenta de Caja Madrid casi 11 millones de
euros en un solo año (2007) y estando en situación de desempleo. Pese a
que muchas de las posesiones del matrimonio están a nombre de ella,
Iglesias negó ante el juez Antonio Pedreira su participación en un
delito de fraude fiscal y otro de blanqueo de capitales y aseguró que era su marido quien llevaba la economía familiar.
Tejeiro (esposa de Diego Torres), economista y
titular del 50% de participaciones del entramado del caso Nóos: “Mi
marido dice ‘pues hay que abrir esta cuenta’, pues abrimos la cuenta;
me fío de mi marido y el tema de dinero lo lleva él”
Otro caso ilustrativo es el de Ana María Tejeiro, imputada por un
delito fiscal dentro del caso Nóos, que investiga la apropiación
indebida de fondos públicos por parte de Iñaki Urdangarin y su exsocio
Diego Torres. La esposa de Torres, licenciada en Economía, era
(supuestamente) responsable del área jurídica y fiscal de Nóos: tenía
el 50% de las participaciones sociales del entramado de fundaciones y
consultorías relacionadas con la entidad, y cuentas a su nombre, según
la Fiscalía Anticorrupción, en Andorra, Suiza y en Luxemburgo, donde
iba con su marido a hacer ingresos en efectivo y de donde en una
ocasión sacó casi 300 mil euros en metálico. En su declaración ante el
juez Castro del pasado mes de febrero, además de afirmar no saber de la
existencia de algunas de las sociedades a su nombre y de no tener claro
cuál era su cargo en otras, Tejeiro insistió en que su papel era el de ‘recadero’
y que solo seguía instrucciones: “Mi marido dice ‘pues hay que abrir
esta cuenta’, pues abrimos la cuenta, ‘hay que cerrarla’, pues la
cerramos […] me fío de mi marido y el tema de dinero lo lleva él”.
Según Manuel Villoria, tanto en España como en otros países, “las
mujeres se involucran en corrupción como parte de tramas y no
liderándolas; es muy normal que la causa de su pertenencia a la red sea
sentimental”. Por ello, ve lógico que en las estrategias de defensa se
opte por situarlas como víctimas y no como comisoras activas de delitos.
Zuloaga admite que las cónyuges puedan tener una actitud pasiva,
pero encuentra inverosímil que no sepan nada de las operaciones
ilícitas cuando implican un cambio drástico en el nivel de vida de la
familia. Que sus maridos utilicen los nombres y las firmas para
diversificar las operaciones delictivas es una estrategia habitual,
“como quien pone a nombre de uno u otro miembro de la pareja los bienes
declarados a Hacienda para salir más beneficiados en el pago de
impuestos”, explica. Y cuando son imputadas, la división tradicional de
roles en el matrimonio reforzará su declaración de que las cuentas las
llevan sus maridos, recalca Concepción Fernández: “En ellos, como se
les presupone una mayor capacidad de decisión, no se aceptaría que
dijeran: ‘Yo no sé nada, las cuentas las lleva mi esposa’”.
En el caso de la infanta Cristina e Iñaki Urdangarin, el exjugador
de balonmano “concentra todos los estereotipos masculinos del hombre de
negocios, él es el que piensa”, apunta Dolors Comas d’Argemir, por lo
que la ciudadanía acepta fácilmente que Cristina de Borbón quede en un
segundo plano, aunque matiza que este caso es especial porque su
condición de miembro de la Casa Real resulta más determinante que los
sesgos sexistas.
Ana Mato también ha afirmado desconocer quién pagó gastos familiares como el famoso viaje a Disneyland París con su hijo, que un informe de Hacienda atribuía a la red Gürtel. Pero la ministra de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad optó por un argumento más igualitario
para explicar por qué no sabía que Correa agasajaba a su entonces
marido, el senador Jesús Sepúlveda, con regalos como un Jaguar: “En
muchas familias donde la actividad profesional es independiente en el
hombre y la mujer, también hay independencia económica”.
Como hay pocos casos de mujeres imputadas por corrupción con mayor
poder que sus parejas, no es fácil comparar qué ocurre cuando él es “el
marido de”. Esta situación es más frecuente en las cúpulas de las
instituciones de menor nivel, como los ayuntamientos. Pero, al menos en
España, los esposos de las diversas alcaldesas imputadas no aparecen
casi nunca, y quedan por lo tanto más protegidos de la opinión pública.
Puede que las ‘corruptas’ no impliquen a sus cónyuges en sus
recepciones de dinero o en sus asuntos de responsabilidad y no les
pidan o exijan (o ellos no se dejan implicar) su cooperación necesaria
o inducida. “De acuerdo con los valores sociales tradicionales, es más
esperable y asumible que las esposas ‘colaboren’, que se presten a las
demandas del marido sin cuestionarlas, que al contrario”, apunta
Fernández.
“Soy sólo un florero”
“Le dije, ojo, no quiero poderes, quiero ser un florero:
a mí no me importa ser una mujer objeto”. Con esas palabras intentó
Pilar Giménez-Reyna convencer al tribunal que la juzgó por fraude en
2007 de que su condición de presidenta de Gescartera era “meramente
decorativa”. Su declaración ilustra cómo en un juicio “algunas mujeres
recurren a los estereotipos sexistas como estrategia de defensa”,
señala Comas d’Argemir. Julián Muñoz también dijo ante el juez que sólo era “el tonto de la película”
y que se limitó a firmar papeles “como un kamikaze”. Pero esa
estrategia “resulta más creíble cuando la utilizan las mujeres”,
defiende la antropóloga.
Concepción Fernández, quien ha investigado los estereotipos de
género en las sentencias judiciales, asegura que “en la medida que el
sexismo está presente en la sociedad, las interpretaciones que hace la
Justicia también tienden a ser sexistas”. Los jueces (y juezas, todavía
en minoría), añade, no están libres de prejuicios, como el de
sorprenderse más cuando una mujer rompe con las normas: “Se suele decir
que ellas manejan los hilos por detrás y que se arriesgan menos”.
Zuloaga cita estudios en el ámbito anglosajón que concluyen que las
mujeres suelen recibir un trato más benevolente por parte del sistema
penal, pero que aquellas que no cumplen con los roles tradicionales de
madres y esposas tienden a ser castigadas con penas más duras. Sin
embargo, las fuentes judiciales consultadas afirman no ver trato
diferencial hacia las mujeres en los juzgados españoles por lo que se
refiere a la determinación y al contenido de las imputaciones, pero sí
“cierto paternalismo o caballerosismo en el trato”.
Aunque el sexismo es un obstáculo para que las mujeres se
promocionen en política, cuando una ministra o alcaldesa aparece ligada
a tramas corruptas, “lo que la gente percibe es ante todo el hecho de
la corrupción, dado el descrédito de la clase política”, considera
Comas d’ Argemir. Eso sí, cree que la prensa puede cargar más las
tintas en detalles que refuercen una imagen frívola, como cuando se
acusó a Ana Mato de haber gastado 4.600 euros en confeti para una
fiesta infantil.
Enamoradas, sofisticadas y machorras
Cuando se trata de hablar de mujeres envueltas en tramas de
corrupción, a veces incluso la prensa generalista se tiñe de crónica
rosa. El caso paradigmático es el de Isabel Pantoja y Maite
Zaldívar, condenadas a tres años y seis meses de cárcel y a pagar una
multa de cerca de 3 millones de euros respectivamente por un delito de
blanqueo de capitales derivado del caso Malaya. Según la sentencia, el
exalcalde de Marbella Julián Muñoz ocultó hasta 2003 en el domicilio
familiar que compartía con Maite Zaldívar el dinero fruto de la
corrupción urbanística a la espera de blanquearlo, lo cual hacía de
común acuerdo con Zaldívar a través de la adquisición de bienes y
sociedades que nunca iba acompañada por cargos y abonos ni estaban
hechas a su nombre. La sentencia revela que, con su nueva pareja,
Isabel Pantoja, Muñoz se pudo servir de las actividades empresariales y
de la estructura societaria de la tonadillera, que ésta puso a su
disposición conociendo el origen ilícito del dinero.
En las noticias sobre corrupción abundan adjetivos
como “monísima” sobre Rosalía Iglesias o Ana Mato. Los medios alimentan
estereotipos como la víctima, la madre o la mujer objeto
Los llantos y las canciones dedicadas por la cantante al exalcalde
de Marbella ya en prisión, alimentaron el estereotipo de que es el amor
lo que acerca a las mujeres a las tramas de corrupción. Zaldívar, por
su parte, recurrió al desamor para desdecirse ante la justicia de las
acusaciones que lanzó en los platós de televisión: aseguró haber dicho
que el dinero negro entraba a su casa en bolsas de basura por despecho, porque Muñoz la había dejado destrozada y ella quería hacerle daño.
Cuesta imaginar a los hombres utilizar el amor y el desamor como
argumentos para eludir su responsabilidad ante la justicia, como
también cuesta encontrar en la prensa comentarios que alaben la
elegancia y la sofisticación de un imputado y que lo describan como
“monísimo”, como se repite en las noticias sobre Rosalía Iglesias.
No es la única de la que se destaca su aspecto. María del Carmen Rodríguez Quijano, exesposa de Correa, es conocida como ‘la Barbie’.
Las connotaciones de ese apodo contrastan con el nivel de sus
cargos: fue administradora de varias de las empresas de la red
corrupta y jefa de gabinete del exalcalde de Majadahonda, Guillermo
Ortega –otro de los imputados- desde donde habría urdido adjudicaciones
en connivencia con el regidor a favor de distintas sociedades de la red.
En la prensa y en los foros de Internet abundan referencias a los
intentos de María Victoria Pinilla, exalcaldesa de La Muela (Aragón),
por “endulzar su físico, bastante masculinizado”
vistiendo blusas de Carolina Herrera. Pinilla está imputada por 11
delitos dentro de una trama de corrupción urbanística en el municipio
(la Operación Molinos), uno de los pocos casos en los que está imputado
un ‘marido de’, el suyo, Juan Antonio Embarba. Mientras Pinilla
gestionaba el ayuntamiento, su esposo se trabajaba un patrimonio que
incluía propiedades en Sotogrande, construcciones por el Caribe, una
fábrica de papel y tiendas.
La alcaldesa de Valencia Rita Barberá es también blanco habitual de
calificativos misóginos, como ‘machorra’ y ‘gorda’, en los foros de
internet y en los comentarios de noticias que la vinculan con el caso Nóos -por el que no está imputada-.
En perfiles periodísticos sobre Ana Mato, diferentes fuentes
políticas la han descrito como una víctima que calla y sufre por
proteger a su familia, por no airear los trapos sucios. La portavoz en
materia de Igualdad del PSOE le instó a dejar el papel de “mujer engañada”. También en el caso de Mato aparecen adjetivos como “monísima, algo monja pero sexy”.
Estos retratos coinciden con los roles en los que los medios
encasillan a las mujeres, según analizó la doctora en Ciencias de la
Información Pilar López Díez en su informe ‘Representación de género en
los informativos de radio y televisión’: la víctima sufridora, la
madre, la dama de hierro, la superwoman, la femme fatale y la mujer
objeto.
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