Porfirio Muñoz Ledo
El país está en curso de una severa involución política. Las circunstancias abusivas en que se desarrollaron las recientes elecciones locales son sólo un reflejo de otros males mayores que acreditan un proceso de descomposición social. No basta el borrón y cuenta nueva con el propósito de reanudar el diálogo entre los partidos y el gobierno. Habría que medir el alcance y sentido de las reformas que se pretenden emprender.
Los cambios planteados en materia económica, primordialmente la energética y la fiscal, están detonando agudas polarizaciones en las que interviene la avidez de los mercados nacionales e internacionales. De otro lado las movilizaciones en Brasil y el estado virtual de guerra civil en Egipto diseñan escenarios de desbordamiento a los que no podemos ser ajenos, sobre todo por la presencia creciente del crimen organizado, la reducción esperable de los flujos migratorios hacia el exterior y el estancamiento de la economía.
Se hace necesaria una recomposición política cabal. Más allá de los acuerdos suscritos en el Pacto por México, parece urgente el fortalecimiento y democratización de las instituciones públicas desde una perspectiva francamente refundacional. La modificación del régimen político se antoja una cuestión esencial. No se trata solamente de otorgar al Ejecutivo facultades para formar coaliciones de gobierno, lo que en la práctica puede ocurrir. Lo que debería buscarse es la estabilidad política y el incremento del poder ciudadano mediante el establecimiento de un régimen semipresidencial que ataje además la recurrencia autoritaria.
De un nuevo modelo habría de surgir un sistema diferente de partidos, diferenciados claramente entre gobierno y oposición. Su transparencia y representatividad, así como mecanismos fluidos de participación ciudadana serían esenciales. Tiene que reducirse drásticamente el monopolio grupal de la política que ha secuestrado la toma de decisiones en beneficio de los poderes fácticos.
El acento puesto en la reforma del sistema electoral sintetiza la trama fallida de nuestra transición. La cuestión es si una transformación en profundidad es posible dentro de la correlación actual de los factores de poder que intervienen en el proceso de decisiones. Tal vez una presión social de mayores proporciones haría posibles los cambios.
La reforma política del Distrito Federal es asunto de singular entidad. Ha acompañado e impulsado desde sus inicios las transformaciones democráticas contemporáneas y ha sido clave mayor de los equilibrios nacionales. Los avances alcanzados y las libertades conquistadas debieran ser un aliciente para la definición de un nuevo estatuto jurídico para la ciudad que otorgue plena capacidad para autodeterminarse a los ciudadanos de la capital y tenga efectos de irradiación sobre temas cruciales de la agenda nacional.
Los principales actores políticos parecen estar de acuerdo con que esta ciudad debiera gozar de iguales derechos y prerrogativas que las demás entidades de la Federación. No más una relación de subordinación, sino de cooperación con las autoridades nacionales.
Existe coincidencia en que la ciudad debe darse su propio régimen interno, comenzando por la división y equilibrio de poderes. Igualmente sobre la necesidad de fortalecer los órganos autónomos y otorgarles mayor incidencia ciudadana. Nadie parece oponerse a la reordenación territorial, que promovería un número mayor de demarcaciones al de las actuales delegaciones, con mayor proximidad a la población y dotados de consejos o cabildos de representación plural.
Una ambiciosa carta de derechos que sustente la acción política y legislativa de la ciudad resulta indispensable. No olvidemos que los tratados y convenciones internacionales de derechos humanos tienen jerarquía constitucional y que podrían ser el fundamento del catálogo de garantías más amplio que haya conocido el país.
Entre las iniciativas está la creación de una zona metropolitana que coordinaría las acciones de las autoridades de la capital con las de los estados y municipios circunvecinos. Para que todo esto sea posible es menester la reforma del artículo 122 y correlativos de la Constitución Federal. Ésta debiera habilitar la convocatoria a un Constituyente originario, con la más extendida participación de la sociedad, capaz de estimular el espíritu cívico y de probar que las grandes empresas no son solamente necesarias, sino posibles.
Comisionado para la reforma política del DF
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