Cuando
Aldo González, dirigente zapoteco de la Unión de Organizaciones de la
Sierra de Juárez, en enero del año 2009 denunció el Proyecto México
Indígena por geopiratería y estar financiado por la Oficina de Estudios
Militares para el Extranjero (FMSO, por sus siglas en inglés) del
Departamento de Defensa de Estados Unidos, ningún colegio profesional
de antropólogos, geógrafos o sociólogos en el país salió en su defensa,
frente a la réplica airada de los profesores Peter Herlihy y Jerome
Dobson, de la Universidad de Kansas, coordinadores de la investigación,
quienes pretendieron acusarlo de ostentar falsamente una representación
comunitaria, estar “políticamente motivado” y hacer cargos sin
fundamento. Pasados cinco años desde que se desató esa controversia, y
escritos ya numerosos artículos e, incluso, un libro sobre el caso
(Joel Wainwright, Geopiracy: Oaxaca, militant empiricism and geographical thought. Nueva
York, Plagrave Macmillan, 2012), podemos constatar que las imputaciones
de Aldo tenían razones y bases sólidas. Hoy sabemos que el Proyecto
México Indígena constituye parte de las conocidas Expediciones Bowman,
que de manera concisa implicarían la utilización de la geografía para
un mapeo de regiones de interés estratégico para Estados Unidos con
fines militares, geopolíticos y de beneficio corporativo.
Uno de
los supuestos “teóricos” más importantes, la razón de ser de las
Expediciones Bowman, proviene del teniente coronel Geoffrey B.
Demarest, quien antes de formar parte del Proyecto México Indígena,
como uno de sus analistas principales, contaba con una hoja de
servicios muy distinguidos en favor de los esfuerzos contrainsurgentes
del imperialismo estadunidense en América Latina. Demarest fue
entrenado en la Escuela de las Américas del ejército de su país,
macabro centro de enseñanza de torturadores y golpistas en la región, y
fungió como agregado militar de la embajada de Estados Unidos en
Guatemala entre 1988 y 1991, justamente durante el periodo de auge de
la guerra sucia, caracterizado por terribles masacres contra
poblaciones indígenas. También, el teniente coronel puso en práctica
sus conocimientos especializados en Colombia, ¡oh, casualidad!, donde
estuvo realizando trabajos de geografía en el terreno hasta el año
2003, cuando escribe un ensayo publicado por la Oficina de Estudios
Militares para el Extranjero, con el sugerente título de “Mapeando
Colombia: información geográfica y estrategia”, en el que abiertamente
correlaciona sus estudios geográficos con el desarrollo de una guerra
contrainsurgente exitosa. Este experto castrense sostiene como su
hipótesis principal de trabajo que la propiedad comunal es la matriz de
la criminalidad y la insurgencia; es más, en un libro de texto de su
autoría titulado Geopropiedad: asuntos externos, seguridad nacional y derechos de propiedad, señala
“que la posesión informal y no regulada de tierras favorece el uso
ilícito y la violencia,” y, en consecuencia, propone la privatización
como “el único camino para el progreso y la seguridad de América
Latina”.
En suma, para este investigador asignado por la FMSO a las
Expediciones Bowman es fundamental la desaparición de las formas de
propiedad colectiva que sustentan los procesos autonómicos de los
pueblos indígenas, ya que “el poder estratégico se convierte en la
habilidad de retener y adquirir derechos de propiedad alrededor del
mundo”. Esta tesis en defensa de la propiedad privada –que resulta
clave para entender el interés del Pentágono en la tenencia de la
tierra en sus borderlands–, así como la participación del
teniente coronel Geoffrey B. Demarest en el Proyecto México Indígena y
en los esfuerzos explícitamente contrainsurgentes en Colombia, como
parte de las Expediciones Bowman, son ocultadas por Herlihy y Dobson en
sus refutaciones autocomplacientes y en sus bibliografías. Ellos se
presentan paradójicamente como defensores decididos de los pueblos
indígenas, de una geografía al servicio de la paz, y se ufanan de que
todos los participantes en el proyecto –autoridades universitarias,
ayudantes de investigación y sus profesores mexicanos– estaban al tanto
que México Indígena era subvencionado por el Departamento de Defensa de
Estados Unidos, testimonio que no favorece en nada ni a dichas
autoridades ni a los integrantes del proyecto.
Colegios
profesionales, facultades, departamentos e investigadores en lo
individual optan por un silencio cómodo, e incluso se dan casos de
abierta adhesión a proyectos tan objetados como México Indígena.
Imagino que el doctor Jeremy Dobson, quien acaba de recibir
recientemente más de 3 millones de dólares por parte del Departamento
de Defensa, a través de la Iniciativa Minerva, se presentará muy
pronto, si no es que ya lo ha hecho, en algún campus universitario de
“América Central”, como asevera en su resumen de investigación,
buscando la cooperación académica local, acorde con su habitual
generosidad científica, y en ese caso, me pregunto, ¿cómo reaccionarán
las autoridades de esos centros del saber y sus
profesores-investigadores? ¿Aceptarán nuevamente participar como
asociados subalternos –¡naturalmente!– en investigaciones
extractivistas con-qué-importa-la-fuente-de-financiamiento, con tal de
no quedar fuera de los circuitos de la colonialidad académica realmente
existente: visas, estancias sabáticas, revistas indexadas, congresos,
en suma, la acumulación primitiva curricular?
Por cierto, ningún
colegio profesional de antropólogos, geógrafos, sociólogos o sicólogos
de nuestro país se ha pronunciado, ha organizado una reunión pública o
de sus agremiados, para debatir en torno a la utilización por Estados
Unidos de su respectiva disciplina en quehaceres contrainsurgentes en
nuestros terruños, o en las guerras y ocupaciones neocoloniales en
otros lares; tampoco parece preocupar demasiado a los colegas que otra
Expedición Bowman esté por iniciarse en algún “oscuro rincón” de
nuestra América. A ciencia cierta, ¡ahí habrá un Aldo o una comunidad
indígena que denuncie la geopiratería contrainsurgente!
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