Sara Sefchovich
Hoy es la consulta para que los capitalinos opinen sobre cómo gastarse el presupuesto asignado a los comités vecinales. Es una farsa mayúscula, envuelta en el término “participación ciudadana”.
Este concepto entró al discurso en México en la última década del siglo XX, para significar que la sociedad quería incidir en la esfera pública de acción, participar en los procesos de toma de decisiones y vigilar y evaluar el cumplimiento de los compromisos gubernamentales.
En 1994, cuando el Congreso aprobó el Estatuto de Gobierno del DF, acordó la elección de consejeros ciudadanos. El instrumento sería la Ley de Participación Ciudadana aprobada por la Asamblea de Representantes. Un año después, se llevó a cabo la primera elección, que alcanzó, a pesar de los esfuerzos de los partidos por boicotearla, 21% de votación, algo que no se ha vuelto a lograr. Así se establecieron 16 Consejos de Ciudadanos, los cuales por razones políticas, no duraron en funciones el tiempo para el que habían sido elegidos.
En 1999 hubo segunda elección, en 2005 la tercera y en 2010 la más reciente, eso a pesar de que la ley dice que se debían efectuar cada tres años. En cada ocasión se reformó la ley y se fueron disminuyendo las atribuciones de los comités. Y en cada ocasión se hizo todo por boicotearlas y después, no volvimos a saber nada de los consejos electos.
Los comités vecinales que se eligieron el pasado octubre han tenido desde entonces, como única actividad, la de reunirse con las autoridades para celebrar que fueron electos y tomarse la foto. No ha sucedido nada más. Y no sucederá porque las autoridades no quieren que suceda.
Por ejemplo: la consulta de hoy consiste en opinar sobre cómo gastarse un dinero. Pero los ciudadanos no pueden decidir lo que quieren hacer con él, sino que las autoridades les han dicho que únicamente lo pueden usar en uno de tres rubros (servicios, equipamiento urbano, seguridad), los cuales por cierto, son asuntos que le corresponde hacer a la delegación. Si los vecinos prefieren un club de música o una clase de chino o una revista, no pueden. La participación ciudadana está decidida y acotada, oh paradoja, por las autoridades.
Pero además, los tiempos que se dieron para preparar los proyectos entre los cuales se eligen los ganadores, fueron mínimos: de martes a viernes de la semana pasada para entregarlos y el sábado para que los comités seleccionaran los cinco finalistas. ¡Ni las delegaciones con su conocida eficiencia pueden lograr hacer las cosas en esos plazos tan cortos! Pero lo peor viene después, porque el que gane deberá hacer infinitos trámites y licitaciones para llevarlo a cabo. Y todo para que, como dice la ley, de todos modos los resultados “sólo serán elementos de juicio para el ejercicio de las funciones de la autoridad” (art. 50). Ahora bien: aunque las autoridades pretendan lo contrario, los ciudadanos lo sabemos. Por eso todas estas elecciones y consultas han sido un enorme fracaso. La última no convocó ni al 10% de los empadronados.
Sabemos que lo único que buscan son interminables discusiones y hasta pleitos entre los vecinos y hemos visto cómo sus tribus se la pasan reventando asambleas. Y sabemos que no nos permiten monitorear la aplicación de las políticas delegacionales ni evaluar resultados, lo que se supone sería la esencia de todo este asunto de participación. Hace unos días se publicó en un diario una carta donde un comité vecinal pregunta por qué antes de generar tanta bronca por el presupuesto asignado ( 3% del total de cada delegación) no se presentó primero a los ciudadanos el plan del gasto del otro 97% para que los vecinos pudieran saber dónde hay que colocar la parte que les toca administrar.
La participación ciudadana ha terminado por ser la reproducción del modelo bien conocido del Estado paternalista que no tiene ganas de que los ciudadanos participen y que sirve sólo para legitimar decisiones antes tomadas por la burocracia, para apuntalar el clientelismo electorero y quitarle tiempo y energía a quienes están en los comités.
sarasef@prodigy.net.mx
Escritora e investigadora en la UNAM
Este concepto entró al discurso en México en la última década del siglo XX, para significar que la sociedad quería incidir en la esfera pública de acción, participar en los procesos de toma de decisiones y vigilar y evaluar el cumplimiento de los compromisos gubernamentales.
En 1994, cuando el Congreso aprobó el Estatuto de Gobierno del DF, acordó la elección de consejeros ciudadanos. El instrumento sería la Ley de Participación Ciudadana aprobada por la Asamblea de Representantes. Un año después, se llevó a cabo la primera elección, que alcanzó, a pesar de los esfuerzos de los partidos por boicotearla, 21% de votación, algo que no se ha vuelto a lograr. Así se establecieron 16 Consejos de Ciudadanos, los cuales por razones políticas, no duraron en funciones el tiempo para el que habían sido elegidos.
En 1999 hubo segunda elección, en 2005 la tercera y en 2010 la más reciente, eso a pesar de que la ley dice que se debían efectuar cada tres años. En cada ocasión se reformó la ley y se fueron disminuyendo las atribuciones de los comités. Y en cada ocasión se hizo todo por boicotearlas y después, no volvimos a saber nada de los consejos electos.
Los comités vecinales que se eligieron el pasado octubre han tenido desde entonces, como única actividad, la de reunirse con las autoridades para celebrar que fueron electos y tomarse la foto. No ha sucedido nada más. Y no sucederá porque las autoridades no quieren que suceda.
Por ejemplo: la consulta de hoy consiste en opinar sobre cómo gastarse un dinero. Pero los ciudadanos no pueden decidir lo que quieren hacer con él, sino que las autoridades les han dicho que únicamente lo pueden usar en uno de tres rubros (servicios, equipamiento urbano, seguridad), los cuales por cierto, son asuntos que le corresponde hacer a la delegación. Si los vecinos prefieren un club de música o una clase de chino o una revista, no pueden. La participación ciudadana está decidida y acotada, oh paradoja, por las autoridades.
Pero además, los tiempos que se dieron para preparar los proyectos entre los cuales se eligen los ganadores, fueron mínimos: de martes a viernes de la semana pasada para entregarlos y el sábado para que los comités seleccionaran los cinco finalistas. ¡Ni las delegaciones con su conocida eficiencia pueden lograr hacer las cosas en esos plazos tan cortos! Pero lo peor viene después, porque el que gane deberá hacer infinitos trámites y licitaciones para llevarlo a cabo. Y todo para que, como dice la ley, de todos modos los resultados “sólo serán elementos de juicio para el ejercicio de las funciones de la autoridad” (art. 50). Ahora bien: aunque las autoridades pretendan lo contrario, los ciudadanos lo sabemos. Por eso todas estas elecciones y consultas han sido un enorme fracaso. La última no convocó ni al 10% de los empadronados.
Sabemos que lo único que buscan son interminables discusiones y hasta pleitos entre los vecinos y hemos visto cómo sus tribus se la pasan reventando asambleas. Y sabemos que no nos permiten monitorear la aplicación de las políticas delegacionales ni evaluar resultados, lo que se supone sería la esencia de todo este asunto de participación. Hace unos días se publicó en un diario una carta donde un comité vecinal pregunta por qué antes de generar tanta bronca por el presupuesto asignado ( 3% del total de cada delegación) no se presentó primero a los ciudadanos el plan del gasto del otro 97% para que los vecinos pudieran saber dónde hay que colocar la parte que les toca administrar.
La participación ciudadana ha terminado por ser la reproducción del modelo bien conocido del Estado paternalista que no tiene ganas de que los ciudadanos participen y que sirve sólo para legitimar decisiones antes tomadas por la burocracia, para apuntalar el clientelismo electorero y quitarle tiempo y energía a quienes están en los comités.
sarasef@prodigy.net.mx
Escritora e investigadora en la UNAM
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