4/02/2011

Jesús Rodríguez Zepeda “Ninis” al Ejército



Jesús Rodríguez Zepeda


En tiempos pasados, algunas familias decidían mandar a los muchachos rebeldes a alguna escuela militarizada para “enderezarlos”, para que se disciplinaran y corrigieran su comportamiento. El Ejército en general, y las rutinas militares en particular, eran vistas como correctivas de la vida muelle y desordenada de muchos de aquellos cuya vida, a juicio de sus mayores, no prometía un futuro correcto. En el siglo XIX mexicano, varios estados del país establecieron leyes contra la vagancia, que permitían confinar y corregir a quienes carecían de oficio o beneficio.

Estas legislaciones, por cierto, fueron también frecuentes en la época del despegue del capitalismo, al menos en la Inglaterra de los siglos XVIII y XIX, y permitieron encauzar a una población pobre y no disciplinada hacia los procesos productivos del naciente modo de producción. Con el tiempo, este tipo de prácticas y normas entraron en general desuso, sobre todo porque el Estado de derecho, cuando se consolidó, garantizó la libre elección de oficio y porque se dejó de identificar la o
ciosidad con el delito o el daño social.

Es cierto que en México la idea de corregir la vida de las personas mediante la disciplina férrea e incluso mediante ciertas formas de reclusión ha gozado de amplia complacencia por parte una población acostumbrada a los usos autoritarios y a la falta de respeto al derecho de toda persona de decidir sobre lo que su vida deba ser. Por eso, la propuesta del gobernador de Chihuahua, César Duarte, de enrolar en el Ejército durante tres años a los jóvenes que, sin estudiar ni trabajar, tengan que cumplir con el preceptivo servicio miliar nacional, parece encajar en aquella costumbre de corregir a los vagos con disciplina y mano dura.

Precisamente por su pertenencia a un menú de soluciones sociales atrasado y pregarantista, se trata de un genuino y preocupante disparate. Desde luego, es una propuesta que no tiene viabilidad jurídica ni práctica. El propósito de tratar de manera diferente a los jóvenes que no estudian ni trabajan no sólo es de muy dudosa institucionalización, sino abiertamente discriminatorio. En efecto, más allá de que la propuesta atenta contra el precepto constitucional que garantiza a toda persona la elección libre de su oficio, lo más grave es que aconseja un tratamiento diferente y una reducción de derechos para un grupo que en los últimos años ha sufrido una creciente estigmatización.

El joven desocupado de antaño, el nini de nuestros días, ha pasado en poco tiempo de ser visto con cierta indiferencia y hasta con alguna piedad social a ser infamado con el supuesto rasgo de la peligrosidad social. Si la discriminación consiste en una reducción o cancelación de derechos y oportunidades a un
grupo sobre la base de un prejuicio hacia éste debido a una desventaja inmerecida, resulta claro que el grupo de los jóvenes desempleados y sin escuela, pero sobre todo pobres, se ha constituido en un colectivo vulnerable a la discriminación.

¿Será cierto que la solución al problema del desempleo y la falta de oportunidades laborales y educativas para los jóvenes en México es el recurso a las levas y los confinamientos forzados? Habrá quien diga, haciendo eco al gobernador, que los momentos extraordinarios exigen soluciones atípicas. Lo cierto es lo contrario: estos tiempos extraordinarios y peligrosos exigen el reforzamiento de los derechos fundamentales y de la obligación del poder público de garantizarlos. Preocupa que esta propuesta provenga del mismo gobernador que hace poco tiempo encabezó, con el lamentable auxilio mediático del propio presidente de la República, una persecución contra un grupo de jueces “hiper-garantistas” que, basados en su obligación de sujetarse sólo a las pruebas jurídicamente constituidas, actuaron conforme al sistema de garantías procesales previsto por la Constitución y la ley.

Lo que los jóvenes carentes de trabajo y educación necesitan es una política de Estado en educación, empleo y calidad de vida y no la imaginación autoritaria de un gobernador rebasado por la realidad inédita de su estado. En todo caso, lo que más inquieta de esta propuesta no es, desde luego, su posibilidad de realización, cercana a cero, sino el que sea el único discurso que es capaz de construir quien gobierna una entidad que requiere de soluciones sociales.
Profesor investigador de la UAM-Iztapalapa

Fuerzas armadas: rectificación necesaria

Editorial La Jornada

El pasado jueves, el Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas o Involuntarias de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), que en días previos llevó a cabo una visita oficial a México, sugirió que los militares sean retirados en el corto plazo de las tareas de seguridad pública que les han sido impuestas en la presente administración. Los funcionarios sustentaron su recomendación en el hecho de que los efectivos castrenses no están facultados para desempeñar tales labores; de que su involucramiento en la estrategia de seguridad pública no ha disminuido los índices de violencia y criminalidad en el país –todo lo contrario– y de que su actuación se ha relacionado con la comisión de diversas violaciones a los derechos humanos.

Resulta incongruente, por decir lo menos, que dicha visita se haya realizado a invitación expresa del gobierno federal –en el contexto de una plena apertura y colaboración del gobierno de México con los mecanismos internacionales de derechos humanos, según se lee en un comunicado de la Secretaría de Relaciones Exteriores fechado el 18 de marzo–, y que, sin embargo, las propias autoridades calderonistas rechacen la recomendación principal de los relatores y busquen minimizar su diagnóstico: ayer, la Secretaría de Gobernación dijo que el Ejército seguirá en las calles, y pidió más concreción en los datos presentados por los funcionarios del órgano multinacional.

Ciertamente, el resultado de la estancia del grupo especial de la ONU en México deberá derivar en un informe más completo que el dado a conocer en estos días –de carácter preliminar– y, en tanto no se plasmen en ese documento final cifras y criterios que den sustento a la recomendación comentada, ésta podría ser vista como vaga, imprecisa e incluso como una intromisión en asuntos internos del país. En todo caso, es oportuno recordar que desde hace años diversos sectores políticos, académicos y sociales han formulado la misma petición que ahora presenta el organismo multinacional, y que han advertido en reiteradas ocasiones que uno de los principales riesgos de distorsionar la misión constitucional de las fuerzas armadas es, precisamente, un incremento en las violaciones a los derechos humanos. Lo cierto es que la recomendación de la ONU es uno más de los sobrados elementos para concluir que, por desgracia, tales advertencias han resultado acertadas.

Por lo demás, el despliegue policiaco-militar con que el calderonismo ha pretendido combatir a la delincuencia organizada ha derivado, a su vez, en circunstancias cuando menos anómalas desde el punto de vista jurídico, y ello desvirtúa el supuesto compromiso de la actual administración con la legalidad. Ayer mismo, por ejemplo, el ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación José Ramón Cossío señaló que los retenes militares que han sido desplegados en distintos puntos del país plantean un problema de constitucionalidad, porque actúan bajo la idea de flagrancia, y a ello ha de sumarse la persistencia del fuero militar para delitos cometidos contra civiles, lo que convierte a las instituciones castrenses en juez y parte cuando se trata de sancionar abusos cometidos por sus integrantes contra la población.

En suma, más allá de los señalamientos del gobierno mexicano de que vamos a seguir apoyando a las fuerzas armadas y a seguir vigilando que se conduzcan con respeto a la ley y los derechos humanos, tal compromiso no ha sido hasta ahora cumplido y, en la medida en que los soldados sigan en las calles, no queda claro cómo podrá cumplirse. La circunstancia actual hace necesario que el gobierno emprenda un cambio de fondo en su fallida estrategia de seguridad y de combate a la delincuencia, y ello tendría que incluir la liberación de las fuerzas armadas de las tareas policiales que les han sido impuestas: de lo contrario, la institucionalidad castrense quedará expuesta al riesgo de una desarticulación y un descrédito mayúsculos.

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