No
pocos se ofenderán con la tesis que acá sostendremos: a saber, que el
neoliberalismo ha sido extraordinariamente exitoso. El pasado martes,
el historiador Pedro Salmerón, en su colaboración de La Jornada Online, escribió acerca de la publicación del libro “El gran fracaso. La cifras del desastre neoliberal”, de Martí Batres (http://www.jornada.unam.mx/2013/11/05/opinion/017a2pol).
Aunque coincidimos con Batres y Salmerón en lo relativo al carácter
(socialmente) “desastroso”del neoliberalismo, no podemos, por una razón
llana de compromiso con la crítica, admitir la interpretación errática
que estima que la política neoliberal fracasó. Endosarle tal
calificativo implicaría aceptar una premisa que a nuestro entender es
teórica ypolíticamente peligrosa: que las élites que impulsaron el
proyecto neoliberal tenían en mente un escenario distinto al actual; o
bien, que el neoliberalismo alguna vez entrañó una perspectiva de
cambio social favorable para los pueblos. La palabra “fracaso” sugiere
que el plan se desvió de sus coordenadas originarias, o que el
resultado final –por una cuestión de incorrecta aplicabilidad o
perversión procedimental– no armoniza con la intención legítima de los
padres impulsores. Nos oponemos radicalmente a esta lectura.
Cuando la indecente dupla Thatcher-Reagan puso en marcha las políticas
neoliberales, no actuaba en representación de las causas que uno
pudiera considerar nobles o socialmente deseables. Procedía en función
del sistema, en general, y de un puñado de poderosos, en particular.
Los resultados demuestran cuán exitosa fue la política: por un lado, se
logró sortear la crisis revigorizando la acumulación de capital (no sin
contratiempos), y por otro, casi toda la propiedad pública en los
Estados fue transferida a manos privadas. En aquellos años
(1970´s-1980´s) se aducía que la crisis era producto de un exceso de
fuerza de trabajo frente al capital (lo cual es sólo parcialmente
cierto).
Esta hipótesis se tradujo en unapolítica anti-obrera que
acompañó a todo el proceso de neoliberalización: despidos a granel,
recortes de personal, degradación del trabajo (en el trabajo moderno
predominan las tareas de fácil ejecución, redundando en una degradación
del salario), desmantelamiento de sindicatos, erosión de derechos
laborales etc. Pero el “disciplinamiento” de la mano de obra no
bastaría para subsanar la declinación de las tasas de ganancia, ni
solventar la voracidad de la alta finanza. Era preciso, además,
reorientar las funciones del Estado, reduciéndolo a una ordinaria junta
de gestión de negocios particulares (aunque en sentido estricto esta es
su naturaleza, no actual sino histórica), y entronizar irrestrictamente
a los mercados, aboliendo todos los dispositivos de control o
regulación. Acá lo que advertimos es una armonía total entre las metas
y los resultados. Para decirlo más puntualmente: no se observan visos
de fracaso por ninguna parte (tan sólo una escalada de agresividad de
los “Acuerdos de Bretton Woods”, que más tarde convergerían en el
“Consenso de Washington”; los argentinos lo conocen más escuetamente
como “El modelo”).
Ahora, podría argüirse que incluso
desde la perspectiva de la acumulación de capital, para cuyo propósito
la política neoliberal fue parcialmente exitosa al principio, acusa
descalabros e irregularidades. Está documentado que las tasas de
crecimiento en el marco del neoliberalismo están abajo de las
expectativas sistémicas. ¿De donde proviene, entonces, la formidable
concentración de riqueza que desencadenó la estrategia neoliberal? Sin
rodeos: de la desposesión patrimonial. El neoliberalismo es una vulgar
estrategia política de acumulación por desposesión. Por eso las
transnacionales, en contubernio con los Estados, han confiscado, allí
donde el capricho o la necesidad se los demanda, el patrimonio de los
pueblos: industrias, servicios de salud, educación, vivienda,
transporte, recursos naturales etc.
Que las asimetrías
socioeconómicas –los desastres– se profundizaran no es ningún accidente
o fracaso. Estaba cuidadosamente previsto que la incautación de
derechos, patrimonios, recursos, entrañaría una depauperación creciente
de los pueblos. Sólo en los cálculos ideológicos de Hayek, Friedman, o
incluso el cándido Adam Smith, se puede atribuir a esta distorsión la
condición de “accidente”. Recuérdese la pedestre hipótesis de los
liberales: que el crecimiento total del producto, con base en la
gestión privada, “da lugar a esa opulencia universal que se derrama
hasta las clases inferiores del pueblo” (Smith). Los neoliberales
anglosajones llaman a esta tomadura de pelo trickledownpolicy
(política de goteo). Este es el hilo ideológico sobre el cual se
sostiene todo el entramado de reivindicaciones neoliberales, cuyo
vértice es la generalización de la iniciativa privada a todas las
esferas de la actividad económica, limitando al Estado –que no
adelgazándolo– a las funciones de represión de conflictos sociales, y
salvavidas de bancas en quiebra.
En México este proceso
de acumulación por desposesión (neoliberalización) es más patente que
nunca: desnacionalización de la banca (error de diciembre o efecto
Tequila); privatización de las tierras en detrimento de la propiedad
rural de uso colectivo (reforma de 1992 al artículo 27 constitucional);
desmantelamiento de las plantas productivas nacionales (Luz y Fuerza
del Centro); privatización de industrias estratégicas (Pemex, Comisión
Federal de Electricidad); concesiones a empresas privadas con políticas
fiscales preferenciales (FirstMajesticSilverCorp, Gold Corp Vancouver,
y todas las empresas mineras Canadienses que extraen plata, oro,
minerales, sin pagar un centavo al fisco, salvo lo correspondiente al
pago de derechos sobre concesiones); privatización de los servicios de
salud (IMSS), fondos de pensión (ISSSTE), educación (Mexicanos Primero
y la reforma educativa en curso), transporte (Mexicana de Aviación
–antes del harakiri inducido–, Aeroméxico); aplicación de políticas
fiscales restrictivas (impuestos al consumo, no a los beneficios
empresariales, como se observa en la reciente reforma hacendaria);
desregulación-flexibilización de los mercados laborales (proliferación
de empresas de subcontratación de personal –outsourcing), recortes al gasto público, etc.
El modelo no da marcha atrás: derrocha éxitos. Tan sólo véase los
siguientes dos eventos que documenta la revista Proceso esta semana, y
que corresponden con los procedimientos referidos:
“Enrique Peña Nieto le quitó el rango de parque nacional al Nevado de
Toluca, con lo que le abrió las puertas al Grupo Atlacomulco para que
pueda manejar las 53 mil hectáreas de la zona y realizar las
inversiones que desde hace años proyectó para ese bosque”;
“El director corporativo de Petróleos Mexicanos… envió la circular 2831
a los directores generales de las cuatro grandes subsidiarias… para
exhortarlos a reducir plazas de mandos superiores, acelerar
jubilaciones, suprimir tiempos extras y 'cancelar plazas definitivas y
temporales'… [Y solicitar] que 'refuercen las medidas para contener el
gasto de mano de obra por lo que resta del año'”.
No es
modernización, como aduce el discurso público. Ni fracaso, como sugiere
la socialdemocracia. No es adelgazamiento del Estado, como corean hasta
el hastío ciertos intelectuales (en todo caso es adelgazamiento de
patrimonios y derechos, pero nunca del aparato estatal). Ni progreso,
como argüiría un vulgar tecnócrata neoliberal. Tampoco
ingobernabilidad, como supone el torpe catastrofista. En las disputas
públicas entre partidos o facciones, los unos suelen responsabilizar a
los otros de los desastres. Pero el problema real, que a menudo se
ignora, radica en esa categoría conceptual que a izquierdos o derechos
o híbridos acomodaticios les produce indigestión: se llama guerra de
clases. Esta guerra a veces atraviesa periodos “fríos” de relativo
armisticio, y a veces de alto impacto, de conflagración abierta y sin
telones decorativos. El neoliberalismo es una violenta estrategia
política para la restauración del poder de clase, que imperiosamente
recrudece la guerra.
A nuestro juicio, y basándonos en la
virulencia de los atracos y la militarización de la vida pública,
México está atravesando la segunda modalidad de guerra. Para trazar una
propuesta política alternativa, es preciso realizar un diagnóstico
franco, desinhibido, certero. Y si admitimos que el conflicto no es
entre ideologías o fracciones partidarias, sólo resta promover el paso
a la acción e involucramiento en este conflicto con absoluta conciencia
de la situación concreta: la intensificación de la lucha de clases en
México.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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