11/13/2013

Prescripciones de prudencia en contra de la descalificación anticipada a los paros estudiantiles




El pasado viernes 13 de septiembre, el zócalo fue escenario de una fuerte represión a los disidentes de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE). El día de hoy diez de noviembre, en respuesta al reciente ultimátum de Miguel Ángel Mancera, la CNTE ha replegado las tiendas de campaña del plantón que trasladaron a la Plaza de la República, acto seguido ante ese viernes gris. La posibilidad de otro desalojo queda latente. Recordemos los eventos de aquél viernes de lluvia, los helicópteros y los plásticos que volaban ante su cercanía. Traigamos también el tema de los paros sucesivos en diversos recintos universitarios y el rechazo de muchos académicos y estudiantes tanto al apoyo a la CNTE como a los intentos de efectivar ese apoyo. Ante posibles escenarios, nos interesa plantear el tema; este escrito defiende que si bien es importante dilucidar el papel estratégico del paro estudiantil y entender cómo éste se inserta en estrategias tanto represoras como de resistencia, condenarlo de antemano es síntoma de indiferencia.
  No queremos defender que «cerrar una universidad» (en abstracto) es necesariamente un acto de resistencia política, como tampoco lo es «cerrar las calles» (en abstracto), en última instancia el capital financiero desde hace décadas viaja vía electrónica. Sin embargo, no olvidemos que hace unos meses el cierre de las calles en Brasil ‒no en abstracto y sí en un determinado momento histórico y en un lugar‒ permitió frenar el aumento del transporte público. A modo de ejemplo más cercano, el Distrito Federal ha sido escenario de la represión ante la protesta desde el primero de diciembre del año pasado. Desde ese día hasta la fecha la represión ha progresado para volverse selectiva. Cada vez son menos necesarias las justificaciones para la represión porque ésta ha empezado a normalizarse.

La constante descalificación de la opinión pública nos hace reparar en lo acontecido aquel 13 de septiembre. Una primera mirada nos permite pensar estos eventos en conjunto. Por todos lados se repiten preguntas como las siguientes: ¿para qué manifestarse?, ¿para qué tomar el zócalo?, no se gana nada, aunque se cierren calles nunca pasa nada. En muchos lugares estos eventos se condenan “obsoletos”. Ante eso un primer argumento.

1) A toda acción importante corresponde una reacción igual de importante.
 
2) Las manifestaciones en la ciudad de México así como la toma del zócalo han sido objeto de reacciones que han requerido un fuerte despliegue de fuerza policial y una cobertura mediática, por tanto, como reacción podemos considerarla dentro del rango de «lo importante».

Por tanto, siguiendo las leyes de la lógica deductiva podemos decir: las manifestaciones en la Ciudad de México así como la toma del zócalo, por sus efectos nada más, pueden ser valuados como «importantes». Estos eventos fueron lo suficientemente efectivos para desembocar un despliegue gubernamental que incluyó elementos de una sofistiquería propia del nuevo priismo. Esto es, si manifestarse fuera “obsoleto” de antemano (concediendo que existan cosas obsoletas de antemano), manifestarse no sería motivo de represión, porque ¿para qué gastar innecesariamente fondos?

Si se nos acepta que la manifestación en la calle y la toma del zócalo son eventos importantes, nos referiremos ahora a un evento que atañe a la vida académica: la toma de las instalaciones por parte del estudiantado en apoyo a la lucha magisterial.

La respuesta de la generalidad del profesorado y estudiantado ha sido la siguiente: los paros universitarios alimentan una estrategia priista que busca el desgaste de la resistencia. En voz de varios colegas y en varios muros de facebook es fácil encontrar preguntas como ésta: “¿cuál es el efecto que se busca con el paro?, ¿cómo beneficia éste la causa de la “CNTE”?”, seguidas de respuestas indignadas como la siguiente: “no hay nada más deprimente que querer estudiar y ver una facultad bloqueada por una minoría” y conclusiones irreductibles como: “una facultad nunca debería estar bloqueada”.

Hace poco, conversando con un compañero profesor de la Facultad, él planteó lo siguiente: “la toma de instalaciones de la asamblea estudiantil es síntoma de indiferencia”: cerrar la universidad es un acto de esa índole porque no reconoce que forma parte de una estrategia estatal, en este caso una estrategia que promueve el desgaste de la protesta. Él enfatizó, al no reconocerse partícipe y pensarse un acto libre, se desgasta en la acción que además ostenta títulos de “activa”, “informada”, “revolucionaria”, etc.

En consecuencia, la opinión de muchos miembros de la academia, fue reprobar la falta de “reflexividad” de la postura inmediatista de la juventud enardecida. Así, cerrar las puertas de los recintos universitarios no conduciría a nada más que al desgaste ya por de más conocido. Ellos ven a una “juventud ingenua” que con procesos asambleísticos de fuertes resquicios huelguistas no hace más que “lavarse las manos” cerrando un recinto “reflexivo, crítico, plural y humanista” como lo es la UNAM. [1] Esta opinión coincide curiosamente con lo expresado por el Rector Narro quien invitó al estudiantado a externar sus opiniones “con la más absoluta libertad, pero sin afectar las funciones que la sociedad le ha encomendado a la institución, sin transgredir el marco de legalidad establecido y con respeto a quienes no comparten sus perspectivas y propuestas”. [2]

Esto ha derivado en lo que aquí queremos llamar una «intelectualidad indiferente» o una justificación clara de la escisión “lógica-evidente” entre el papel del intelectual y el papel del “estudiante ingenuo” que cree que pude cambiar el mundo cerrando una universidad. En esta perspectiva el ideal se escindiría en dos funciones: al intelectual le tocaría reconocer el error y al estudiante aprender del intelectual. Nos preguntamos, ¿qué se tendría que aprender aquí?: que no hay nada por hacer, que es mejor hacer nada que hacer algo obsoleto, que los intelectuales están más allá del bien y del mal y que su función se agota en explicitar que “nadie” (más que ellos) entiende.

Le llamamos indiferencia porque cuando pretender ser crítica termina siendo neutral. La descalificación de la academia justifica el abandono de proyectos políticos “tan pobres”, por tanto, deja al inteligente en el no lugar. Quedémonos con la pretensión de neutralidad, imposible en dos sentidos: a) epistemológicamente y b) políticamente. Epistemológicamente porque el conocimiento siempre depende de los ojos que lo ven y con ello una mirada “neutra” se funda en una perspectiva decimonónica del conocimiento. Políticamente porque el discurso siempre es poder, inevitablemente, cualquier postura está inserta (aunque no lo desee) dentro de relaciones de dominio; en consecuencia, es mejor explicitarlas porque el no hacerlo implica consecuentarlas casi inevitablemente.

Se critica la falta de reflexividad de los estudiantes. Por definición se llama irreflexividad a la incapacidad de tomar distancia para auto-reconocernos. El auto-reconocimiento aquí es mirarnos en la totalidad, en contexto, en interrelaciones, extrañarnos de nosotros mismos para volver a encontrarnos. Nos preguntamos si una descalificación a la protesta por su carencia de resultados no es un ejemplo de carencia de reflexividad, deleznable en la vida académica. En la juventud, es comprensible porque ser joven es carecer de una diversidad de experiencias, no obstante, no creamos que la falta de reflexividad es síntoma de la juventud, recordemos casos emblemáticos en los que la juventud ha dado muestra de integridad como los movimientos estudiantiles chilenos y el #yo soy 132.

Es fácil citar consignas condenatorias como la que extraemos aquí de facebook: “¿Deberá cada generación aprender por sí misma que la virtud no resuelve ecuaciones?, ¿que la ideología es ciega?, ¿que cuando los altruistas se convierten en militantes se convierten en tiranos?” Pero, una descalificación por parte de los académicos que no de un diagnóstico complejo ‒con esto me refiero a la descripción de estrategias, tácticas, coyunturas, la relación de los actores políticos, etc.‒ y que en su lugar tomen en abstracto “que este paro es como los otros” para descalificarlo, hace poca justicia al papel del intelectual en la vida política del país.


Notas
[1] Cabe aclarar que ese no es el caso de la UACM que a diferencia de la UAM y la UNAM se declara a favor de la toma de instalaciones y en apoyo al movimiento magisterial.
[2] Algo distinto pasa con la opinión de esa misma intelectualidad ante eventos como los protagonizados por el ya conocido #Yo soy 132. Si se condenó en muchos de los casos la tibieza del movimiento estudiantil, fue mucho más fácil reconocer su valor. Se suele enfatizar que en ese caso la juventud realmente salió de su estado de marasmo indiferente por dos motivos primordiales: el logro de este grupo de jóvenes al construir nuevos espacios de diálogo por medios pacíficos, y su carácter a-partidista más no a-político. Sin embargo, algunos de los que aquí escribimos tenemos dudas sobre la disposición de la rectoría para abrir espacios para “libertad de expresión dentro de lo que dicta la legalidad”. Los miembros de #Yo soy 132 organizaron un debate presidencial (al que no acudió Enrique Peña Nieto), no olvidemos el esfuerzo de muchos jóvenes por organizar preguntas, abrir el espacio de diálogo político. Cuando se le pidió a miembros de TV UNAM transmitir dicho debate, ellos apoyaron del todo el movimiento, pero por disposición de rectoría ellos externaron la incapacidad de transmitirlo. Aquí nos preguntamos: ¿no hay una contradicción? Un debate es por definición el espacio de diálogo dentro de la legalidad, por qué no se apoyó su transmisión.
Cintia Martínez Velasco es Doctoranda en filosofía por la UNAM y profesora de filosofía en la misma institución.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

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