11/14/2013

Fantasmal




Tomás Mojarro

           Noviembre,  mis valedores, el mes de los fieles difuntos, los ecos de ultratumba y el memento homo.  En estos días cenicientos me pongo tristón, memorioso, y recuerdo ese fantasmón que fue año con año  el ánima de noviembre: el Tenorio. Fanfarrón, fachendoso, de vida  hazañosa y efímera, ¿lo recuerdan ustedes? Era obligada en noviembre la aparición de Don Juan, pero lástima: al parecer, los  escenarios se olvidaron de él. Sin más.

            Lástima, sí, porque noviembre era el mes del Tenorio. La tradición resucitaba al figurón de oropel, capa y espada, plumón al viento y desplantes de matasiete, que recorría los escenarios de esta ciudad (las callejas sevillanas, en la ficción) en su urgida brama nocturna de amoríos de traspatio y trasputín, que para el zafio resultan los más deleitosos.

            Daba noviembre una vida efímera al romanticismo teatral del XIX español, que en el escenario se nos tornó hazañas y tropelías del héroe de fuegos fatuos y lances de encrucijada, el bigardón de la bravata y el voto a tal; el de las imprecaciones a cielos e infiernos y las (¿sabrosas?) agresiones de honras femeninas. Este mes daba vida pasajera, como toda vida que se respete, a la rendida y crédula doña Inés, y a la de esa Pantoja que ahora volvía a troncharse al asedio verbal, todo retóricas y prosopopeyas, del labioso logrón de todo lo que huela a cosa femenina. Aquí tomándolo en serio y allá entre befas, morcillas y chabacanas parodias, este mes y sobre el escenario resucitaba esa procesión de fantasmones que, pese a su tufo de cadaverina y formol, sobrellevan empaque de inmortales.

            Es por gracia de esos imponderables que nunca faltan que el Burlador de honras femeninas se alzaba a la mitad del foro y resistía  el paso del tiempo, las glosas más burdas y las más crueles parodias, las más chabacanas de la industria del espectáculo. ¿Y esa tradición de noviembre se habrá muerto para nosotros? ¿Habrá muerto la tradición del Don Juan de las fanfarronadas y los queveres de alcoba, el de las balandronadas en metro octosílabo? ¿Se extinguió el azote de hogares con mozas honestas y hosterías con mozas del partido, que para el gusto del garañón tanto monta, monta tanto? ¿Nunca volverán el  raso y el terciopelo a clamar ya en serio o en son de burla aquello de que: no es verdad, ángel de amor?

            A propósito: ¿es este Don Juan la representación de un determinado carácter humano? ¿Es un personaje posible, real, de tres dimensiones, o  no pasa de ser un sueño, y los sueños, sueños son? En algún punto sus estudiosos se ponen de acuerdo: no representa el Tenorio al prototipo del caballero español, ni al del aventurero, ni al del conquistador de honras femeninas; los elementos que forman su psicología son irreductibles a un ente humano. El don Juan es un mito, y los mitos, mitos son.

             Eso será, pero su alzada de héroe a la altura de las galerías, su empaque de gallo, de macho garañón a ojos del vulgo, su mala fama, tan buena, de revolvedor de agazapados deseos y apetitos mal confesados, ¿quién se los quita? Formol, carantoña engolada muy al XIX español, ¿este noviembre no se echa de menos al sevillano de utilería, drama y parodia, para el que quiera algo de él?

             José Zorrilla, creador del más conocido Tenorio: un dramaturgo que vivió 11 años en México para de vuelta a su tierra vilipendiarlo; uno que llevó vida arrastrada y que vendió su alma (su Don Juan) por mucho menos de lo que vale el dramón; uno que lo asentó en  su epitafio:

            - Mi desgracia sería vivir todavía algunos años más.

             (Y ya. RIP.)

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