La intriga es una de las más vulgares, fáciles y efectivas herramientas de manipulación.
lasillarota.com
El cortesano elige a su rey en turno. Lo elige a partir de
consideraciones que tienen poco que ver con el amor al otro, y mucho que
ver con el amor a sí mismo. Lo elige porque le parece que el otro
brilla, que puede brindarle estatus, que le permite acceder a mundos que
le son importantes, que puede ofrecerle beneficios que le reditúan en
términos materiales y en términos simbólicos. Porque quizá sueña con que
de sólo andar junto a él, se convierte en él. Lo elige, bastante más
porque le conviene, que porque lo conmueve. Lo elige actuando una
aparente ofrenda de su amor y su incondicionalidad, plagada de
rivalidad, nutrida de una intensa envidia soterrada.
El cortesano elige a su rey, (quien probablemente ni siquiera se dé cuenta del lugar en que lo colocan, ¿quizá sólo piensa que lo quieren?) no para disfrutar de sus atributos, sino para apropiárselos. Ésta es quizá la diferencia más notable entre la admiración y la envidia: en la admiración hay un reconocimiento y un disfrute de las cualidades de la otra persona. Una capacidad de separar entre lo que es del otro y lo que es de uno, y de disfrutar de la belleza de aquello que ilumina al otro, entendiendo con claridad: es bello y es suyo. La admiración está atravesada por la conciencia de la separateidad inevitable entre una persona y otra, y por el placer y la emoción ante lo que una/o considera bello y bueno.
La envidia es arbitraria y ciega, se nutre de la fantasía de que los bienes del otro son expropiables. Se da en la negación de las diferencias y las distancias. En la negación de que a cada quien lo suyo y. Hay espacio para todas/os. La envidia es egoísta y es injusta. Todos hemos envidiado alguna vez, pero no todos somos envidiosos profesionales. Para ser envidioso profesional se precisa de grandes cargas de rivalidad: un estado de competencia continua con las personas del entorno, una necesidad de sentirse constantemente superior, especialísimo, de cortar el aliento, lo que por suerte, no se le da a cualquiera.
Pero si bien la rivalidad y la envidia son características casi sine qua non de la personalidad cortesana, no todo envidioso es un cortesano. El cortesano calcula sus efectos, mide sus ganancias, se desmaya frente a su rey y lo odia en la oscuridad de su casa. El cortesano sonríe cuando su rey tiene un logro, mientras el resto de su cuerpo se crispa, se echa para adelante, como si a golpes de gestos quisiera arrebatarle al otro su logro. Como si quisiera desaparecerlo. Fascinante todo ese lenguaje no verbal que narra el conflicto: “te necesito porque quiero lo que eres, pero no te soporto cada vez que la realidad me confronta a que no soy lo que tú eres. No te controlo. No te poseo”.
El cortesano se apropia de los espacios de su rey, retoma sus ideas palabra por palabra y es capaz de exponerlas como si fueran suyas, el más mínimo recato. Usa su nombre cuando puede y es útil, aunque incurra en indiscreciones. Y cuando no puede más: habla mal de su rey. Y a veces no puede más porque halaga sin ganas, aplaude sin energía, acompaña sin amor. De golpe, se cansa. Sabe que una parte suya se somete a una puesta en escena que sirve a su narcisismo, pero que lo hiere. Sabe que hay un vacío que no se llena en la apropiación. Por momentos lo sabe. Entonces se enfurece ante el espejo.
La elección de su rey en turno es antes que nada, una elección narcisista. Me refiero a un narcisismo rudo en el cual lo que se persigue no es mirar a la otra persona en aquello que es, sino extraerle –como si semejante cosa fuera posible- lo que se quiere ser. Inventarse por procuración. Manipular al otro para obtener lo que le parece indispensable. Si bien su rey es muy útil hacia el exterior, en realidad le representa una afrenta hacia el interior. Volvemos a los imaginarios: la ambivalencia del cortesano lo “salva” y lo “denigra”.
Casi todo sucede entre él y él. Ese cortesano que halaga y jura la más absoluta de las lealtades está cada segundo al borde de la traición. ¿Por qué no traicionaría a ese otro por el cual se está traicionando a sí mismo? No hay en el cortesano esa necesaria renuncia “a una parte del propio narcisismo”, que Freud señala como tan necesaria al amor. Él está allí porque lo quiere todo. Pero por más que obtenga, no lo obtiene.
¿Quizá sean estas dolorosas sinrazones lo que incita al cortesano a la intriga? La intriga es una de las más vulgares, fáciles y efectivas herramientas de manipulación. La intriga permite pelear un espacio sin ganárselo por las vías del amor y la lealtad verdadera. Podríamos entonces decir, que basta con pensar que el cortesano intriga porque es eficaz. Pero el asunto del sometimiento quizá sugiere otros análisis posibles: ¿Y si el cortesano intriga porque en algún lugar se siente indigno y miserable? Porque fue a colocarse en una trampa: ese exacto lugar que eligió para alimentar su narcisismo, lo desnutre.
¿Y si intriga porque es la manera de colocar su rabia contra su rey (que le ha fallado, según él, puesto que no lo convierte en otra persona) en las supuestas palabras o actos de otro, y encubrir así su propia agresión? ¿Y si intriga porque en algún lugar se pregunta qué tiene él para darle a su rey, para asegurarse un lugar a su lado, para que no lo sustituya y le arrebate sus ganancias?
Hay mucho de falso en la relación del cortesano con su rey en turno. Esa falsedad, ese vacío de las puestas en escena de la lealtad más rendida tienen que encarnarse de alguna manera. El cortesano recoge los rumores y los lleva a los oídos de su rey. Sus decires no tienen que corresponder a la realidad. Basta con las palabras. Está dispuesto a inventar, distorsionar, utilizar a los otros, para poder colocar su ofrenda: “Nadie te es más leal que yo. Todo contra ti, menos yo. Todos te atacan, menos yo”. “Soy la única persona confiable y digna de un lugar a tu lado”.
La necesidad de recurrir a triquiñuelas tan tristonas y poco éticas, responden quizá a ese agujero oscuro en la relación del cortesano con su rey: lo necesita, pero no puede respetar su lugar. Lo necesita, pero no soporta sus cualidades. Tampoco puede prescindir de ellas. Hay algo en su rey que le regresa una imagen idealizada de sí mismo, entones, lo necesita. Hay algo en su rey que le ofrece beneficios que de otra manera no obtendría, entonces, lo necesita más. Pero su relación con el rey es profundamente deshonesta. Cortada de tajo por la ambivalencia.
El cortesano es “el más leal”, pero suele ser incapaz de jugársela por su rey en público, cuando surge una desavenencia, sobre todo, si siente que la desavenencia se da entre su rey, y un equipo de “iguales” o de “más fuertes”. Como que en esos momentos la virgen le habla al oído, suena su celular, le llega un súbito ataque de afonía. Después armará todo un discurso justificatorio: “la indignación me dejó mudo”. “No es posible lo que te hicieron, ¡todos contra ti!”. ¿Y él, en dónde estaba en medio de todo eso?
Buscará maneras de compensar su silencio. Por ejemplo, elegir a la persona que le parezca más frágil en el entorno (lo sea en la realidad, o no) y armará una intriga sabrosa: la persona atacó a su rey, él lo defendió como león panza arriba. El cortesano suele perder excelentes oportunidades de probar su lealtad a campo abierto, el riesgo no es lo suyo. De lo que se trata es de ganar sin perder. La intriga es una herramienta que sucede en privado, entre murmullos. En la mayoría de los casos las intrigas no se aclaran. Y aun cuando se aclaren, “algo queda”. Cuando se aclaran, el cortesano naufraga en una situación tan vergonzosa, que la mayoría de las personas preferimos mirar hacia otro lado y no abundar en el tema.
¿Se dará cuenta el cortesano que hay otros que se detienen, no por “cobardía”, o “fragilidad”, sino por pudor? ¿Se dará cuenta que todo lo No-dicho de su relación con su rey ocupó–hasta el sonrojo- la mesa? No lo creo. Por esta tendencia a confundir el pudor del otro, y el “elijo callarme, porque ya entendí bastante más de lo que era necesario”, con debilidad. No lo creo, porque una vez más –a pesar de la penosa evidencia- jugará a negar la carga hostil y manipuladora inherente a toda intriga, más sus tristísimos fondos de olla. Se envolverá en la bandera del “Yo todo lo hago por amor y por lealtad”, aunque la puesta en escena se caiga en pedacitos tan incómodos. A veces, hasta su rey cae en desconcierto.
Una vez más el cortesano jugará a “ganar”: “Sí sucedió lo que yo digo que sucedió” (en privado), o “aquí no pasó nada” (en público). Jugará a ganar sin darse cuenta, que ese ring que se inventa es sólo suyo. Que en ese ring están él y él. Ni siquiera su rey. Que en ese ring –en el que sueña que gana o pierde- no hay nadie más.
@Marteresapriego
El cortesano elige a su rey, (quien probablemente ni siquiera se dé cuenta del lugar en que lo colocan, ¿quizá sólo piensa que lo quieren?) no para disfrutar de sus atributos, sino para apropiárselos. Ésta es quizá la diferencia más notable entre la admiración y la envidia: en la admiración hay un reconocimiento y un disfrute de las cualidades de la otra persona. Una capacidad de separar entre lo que es del otro y lo que es de uno, y de disfrutar de la belleza de aquello que ilumina al otro, entendiendo con claridad: es bello y es suyo. La admiración está atravesada por la conciencia de la separateidad inevitable entre una persona y otra, y por el placer y la emoción ante lo que una/o considera bello y bueno.
La envidia es arbitraria y ciega, se nutre de la fantasía de que los bienes del otro son expropiables. Se da en la negación de las diferencias y las distancias. En la negación de que a cada quien lo suyo y. Hay espacio para todas/os. La envidia es egoísta y es injusta. Todos hemos envidiado alguna vez, pero no todos somos envidiosos profesionales. Para ser envidioso profesional se precisa de grandes cargas de rivalidad: un estado de competencia continua con las personas del entorno, una necesidad de sentirse constantemente superior, especialísimo, de cortar el aliento, lo que por suerte, no se le da a cualquiera.
Pero si bien la rivalidad y la envidia son características casi sine qua non de la personalidad cortesana, no todo envidioso es un cortesano. El cortesano calcula sus efectos, mide sus ganancias, se desmaya frente a su rey y lo odia en la oscuridad de su casa. El cortesano sonríe cuando su rey tiene un logro, mientras el resto de su cuerpo se crispa, se echa para adelante, como si a golpes de gestos quisiera arrebatarle al otro su logro. Como si quisiera desaparecerlo. Fascinante todo ese lenguaje no verbal que narra el conflicto: “te necesito porque quiero lo que eres, pero no te soporto cada vez que la realidad me confronta a que no soy lo que tú eres. No te controlo. No te poseo”.
El cortesano se apropia de los espacios de su rey, retoma sus ideas palabra por palabra y es capaz de exponerlas como si fueran suyas, el más mínimo recato. Usa su nombre cuando puede y es útil, aunque incurra en indiscreciones. Y cuando no puede más: habla mal de su rey. Y a veces no puede más porque halaga sin ganas, aplaude sin energía, acompaña sin amor. De golpe, se cansa. Sabe que una parte suya se somete a una puesta en escena que sirve a su narcisismo, pero que lo hiere. Sabe que hay un vacío que no se llena en la apropiación. Por momentos lo sabe. Entonces se enfurece ante el espejo.
La elección de su rey en turno es antes que nada, una elección narcisista. Me refiero a un narcisismo rudo en el cual lo que se persigue no es mirar a la otra persona en aquello que es, sino extraerle –como si semejante cosa fuera posible- lo que se quiere ser. Inventarse por procuración. Manipular al otro para obtener lo que le parece indispensable. Si bien su rey es muy útil hacia el exterior, en realidad le representa una afrenta hacia el interior. Volvemos a los imaginarios: la ambivalencia del cortesano lo “salva” y lo “denigra”.
Casi todo sucede entre él y él. Ese cortesano que halaga y jura la más absoluta de las lealtades está cada segundo al borde de la traición. ¿Por qué no traicionaría a ese otro por el cual se está traicionando a sí mismo? No hay en el cortesano esa necesaria renuncia “a una parte del propio narcisismo”, que Freud señala como tan necesaria al amor. Él está allí porque lo quiere todo. Pero por más que obtenga, no lo obtiene.
¿Quizá sean estas dolorosas sinrazones lo que incita al cortesano a la intriga? La intriga es una de las más vulgares, fáciles y efectivas herramientas de manipulación. La intriga permite pelear un espacio sin ganárselo por las vías del amor y la lealtad verdadera. Podríamos entonces decir, que basta con pensar que el cortesano intriga porque es eficaz. Pero el asunto del sometimiento quizá sugiere otros análisis posibles: ¿Y si el cortesano intriga porque en algún lugar se siente indigno y miserable? Porque fue a colocarse en una trampa: ese exacto lugar que eligió para alimentar su narcisismo, lo desnutre.
¿Y si intriga porque es la manera de colocar su rabia contra su rey (que le ha fallado, según él, puesto que no lo convierte en otra persona) en las supuestas palabras o actos de otro, y encubrir así su propia agresión? ¿Y si intriga porque en algún lugar se pregunta qué tiene él para darle a su rey, para asegurarse un lugar a su lado, para que no lo sustituya y le arrebate sus ganancias?
Hay mucho de falso en la relación del cortesano con su rey en turno. Esa falsedad, ese vacío de las puestas en escena de la lealtad más rendida tienen que encarnarse de alguna manera. El cortesano recoge los rumores y los lleva a los oídos de su rey. Sus decires no tienen que corresponder a la realidad. Basta con las palabras. Está dispuesto a inventar, distorsionar, utilizar a los otros, para poder colocar su ofrenda: “Nadie te es más leal que yo. Todo contra ti, menos yo. Todos te atacan, menos yo”. “Soy la única persona confiable y digna de un lugar a tu lado”.
La necesidad de recurrir a triquiñuelas tan tristonas y poco éticas, responden quizá a ese agujero oscuro en la relación del cortesano con su rey: lo necesita, pero no puede respetar su lugar. Lo necesita, pero no soporta sus cualidades. Tampoco puede prescindir de ellas. Hay algo en su rey que le regresa una imagen idealizada de sí mismo, entones, lo necesita. Hay algo en su rey que le ofrece beneficios que de otra manera no obtendría, entonces, lo necesita más. Pero su relación con el rey es profundamente deshonesta. Cortada de tajo por la ambivalencia.
El cortesano es “el más leal”, pero suele ser incapaz de jugársela por su rey en público, cuando surge una desavenencia, sobre todo, si siente que la desavenencia se da entre su rey, y un equipo de “iguales” o de “más fuertes”. Como que en esos momentos la virgen le habla al oído, suena su celular, le llega un súbito ataque de afonía. Después armará todo un discurso justificatorio: “la indignación me dejó mudo”. “No es posible lo que te hicieron, ¡todos contra ti!”. ¿Y él, en dónde estaba en medio de todo eso?
Buscará maneras de compensar su silencio. Por ejemplo, elegir a la persona que le parezca más frágil en el entorno (lo sea en la realidad, o no) y armará una intriga sabrosa: la persona atacó a su rey, él lo defendió como león panza arriba. El cortesano suele perder excelentes oportunidades de probar su lealtad a campo abierto, el riesgo no es lo suyo. De lo que se trata es de ganar sin perder. La intriga es una herramienta que sucede en privado, entre murmullos. En la mayoría de los casos las intrigas no se aclaran. Y aun cuando se aclaren, “algo queda”. Cuando se aclaran, el cortesano naufraga en una situación tan vergonzosa, que la mayoría de las personas preferimos mirar hacia otro lado y no abundar en el tema.
¿Se dará cuenta el cortesano que hay otros que se detienen, no por “cobardía”, o “fragilidad”, sino por pudor? ¿Se dará cuenta que todo lo No-dicho de su relación con su rey ocupó–hasta el sonrojo- la mesa? No lo creo. Por esta tendencia a confundir el pudor del otro, y el “elijo callarme, porque ya entendí bastante más de lo que era necesario”, con debilidad. No lo creo, porque una vez más –a pesar de la penosa evidencia- jugará a negar la carga hostil y manipuladora inherente a toda intriga, más sus tristísimos fondos de olla. Se envolverá en la bandera del “Yo todo lo hago por amor y por lealtad”, aunque la puesta en escena se caiga en pedacitos tan incómodos. A veces, hasta su rey cae en desconcierto.
Una vez más el cortesano jugará a “ganar”: “Sí sucedió lo que yo digo que sucedió” (en privado), o “aquí no pasó nada” (en público). Jugará a ganar sin darse cuenta, que ese ring que se inventa es sólo suyo. Que en ese ring están él y él. Ni siquiera su rey. Que en ese ring –en el que sueña que gana o pierde- no hay nadie más.
@Marteresapriego
No hay comentarios.:
Publicar un comentario