La idea de unir al
Golfo de México con el océano Pacífico por medio del Istmo de
Tehuantepec es tan antigua como el siglo XIX. La primera –y más onerosa–
ocasión data del Tratado de Maclane-Ocampo, donde la parte mexicana
cedía a perpetuidad, y con toda libertad, los derechos a Estados Unidos
para transportar bienes, tropas, pertrechos militares y gente en un tren
que debería construirse entre ambos países. Aunque nunca fue ratificado
en Washington, el tratado expresaba ya la visión que habría de definir
la geopolítica estadunidense en la parte de Las Américas que va de
Panamá hasta Canadá. Basta con señalar que la mayoría de las múltiples
intervenciones militares directas de Estados Unidos en el continente han
tenido lugar, precisamente, en esta área, incluyendo las que emprendió
en la región del Caribe. En otras palabras: se trata de una zona que la
Casa Blanca ha visto, desde entonces, como la frontera sur de su área
íntima de seguridad nacional.
El proyecto se llevó a la práctica a lo largo del porfiriato. Pasó
por varios fracasos hasta que en 1894 se inauguró la vía férrea (en
realidad se concluyó en 1899) que une hasta la fecha –en un escuálido
transporte– a ambos océanos. En las postrimerías del régimen de Díaz
tuvo un breve aunque intenso auge hasta que estallo la Revolución y,
cinco años más tarde, se abrió el Canal de Panamá. El conflicto armado
convirtió a los ferrocarriles en un codiciado y asediado medio de
transporte de las tropas en lucha. Y la apertura del Canal de Panamá
abatió la rentabilidad del tren istmeño.
La idea nunca se abandonó, aunque fue Gustavo Díaz Ordaz el que
retomó de manera formal el proyecto en 1967. A partir de entonces, no
hubo prácticamente administración alguna –acaso con excepción de la de
Carlos Salinas de Gortari– que no acarició, planeó, promovió y fracasó
en el intento de desarrollar un megaproyecto transísmico. Incluido el
actual gobierno de Enrique Peña Nieto. El más paradigmático de todos fue
probablemente el proyecto Alfa Omega impulsado por López Portillo en
los años 70, que buscaba también conectar los dos océanos. Digo el más
paradigmático, porque al parecer nadie se ha detenido a revisar las
conclusiones de ese fracaso. Condiciones geológicas muy particulares
hacen extraordinariamente difícil la transformación de Salina Cruz en un
puerto de gran calado. Es decir, la inversión para convertirlo en un
puerto de gran salida en el Pacífico sería tan cuantiosa que desbordaría
cualquier contabilidad viable.
Uno de los principales dilemas de la expansión global en México
consiste, precisamente, en que el país no cuenta, en ninguno de los dos
océanos, con puertos que movilicen el transporte de grandes cargas. El
hecho de que sea preciso recurrir al Canal de Panamá o a los puertos
estadunidenses encarece notablemente los costos. Dicho de otra manera:
la carencia de puertos de gran calado es uno de los límites esenciales
de los proyectos para insertarse en la globalización.
AMLO ha retomado –¿por sexta o séptima vez?– el proyecto. La única
novedad es que China cuenta hoy con un programa –y con los fondos para
respaldarlo– dedicado a desarrollar vías férreas en 10
cuellos de botellaen diversas partes del mundo. El Istmo de Tehuantepec es uno de ellos.
Las preguntas se agolpan.
¿Permitiría Estados Unidos a China ejercer un control tan decisivo en
una de las áreas que considera parte de su seguridad interna? Es
difícil preverlo, aunque si se le lee a la manera de una provocación,
Washington podría ser atraído para propiciar la llegada de
inversionistas de otros países. Sería una jugada maestra.
¿Existe la técnica de construcción de puertos que convierta al frágil
subsuelo de Salina Cruz en un proyecto rentable? De lo contrario, toda
la propuesta del corredor transísmico se reduciría a un mero y
anfractuoso espectáculo, tal y como ocurrió en cierta manera con el
segundo piso en Ciudad de México.
Y lo esencial. Todo megaproyecto de esta dimensión afecta la vida
íntima de las comunidades donde se construye. Sólo un régimen tan
violento como el de Felipe Calderón pudo facilitar la multiplicación de
las industrias mineras. Cierto, un tren no es una minera. Pero todos
saben lo que trae el ferrocarril consigo: los agentes de la sociedad de
mercado. Y las comunidades calculan y sopesan. También saben resistir. A
ellas no llegarán ni los beneficios ni las ventajas de una obra de esta
naturaleza. Por el contrario, el peligro es la fragmentación, las
realidades fuera de control, acrecentar la marginación. Si una sola
comunidad como la de Atenco pospuso durante décadas el nuevo aeropuerto,
basta con imaginar la respuesta de 12 identidades que habitan en el
Istmo.
Si el propósito de AMLO es promover una suerte de capitalismo social, habría que esperar para examinar la
letra chicadel proyecto de un corredor transísmico.
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