Por
Fabrizio Mejía Madrid
,
Nacido en 1968, Fabrizio Mejía Madrid recupera lo que sucedió ese
trágico año en Tlatelolco y lo novela en su libro Esa luz que nos
deslumbra, de reciente publicación. El volumen es la historia del choque
entre el autoritarismo del Partido Único y la diversidad, la alegría y
la esperanza de los universitarios. Así lo comentan los editores de
Grijalbo, con cuyo permiso reproducimos fragmentos significativos del
modus operandi de la clase política, el Ejército y los servicios de
inteligencia en ese periodo crucial de la historia.
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Luis Echeverría llegó hasta el edificio
de la Regencia en helicóptero. En torno al Palacio Nacional, atrás de la
Catedral y, sin duda, en las oficinas del Defe se encendían y apagaban
a todas horas barricadas a base de camiones de línea. No se iba a
arriesgar a quedar atrapado en una calle, los estudiantes
reconociéndolo, y quedar en sus manos. Cuando bajó al segundo piso, ya
estaban todos los militares. Él era el único civil. Por eso, no podía
ser la Secretaría de Gobernación la sede de esta reunión con oficiales
del Ejército. El general Marcelino García Barragán tampoco había
accedido a que fuera en las instalaciones de la Defensa Nacional. Por
eso, el general Alfonso Corona del Rosal aceptó después de la presión
que el presidente Díaz Ordaz ejerció por teléfono, desde su gira por
Jalisco:
–Usted es el del problema, general. Si no pueden resolverlo Cueto y
Mendiolea, vaya presentándome su renuncia para anunciarla en el Quinto
Informe.
Nadie quería plantear la entrada del Ejército en las escuelas.
–Mis policías –dijo el general Luis Cueto– no tienen los recursos
para enfrentar a los estudiantes, sobre todo a los del Poli, que parece
que desayunaron gallos.
–Blinde las patrullas –aconsejó el secretario de la Defensa–,
póngales metrallas a los lados y éntrele, general. ¿O desayunó gallina?
El coronel Manuel Díaz Escobar, que conocía a Echeverría y a Díaz
Ordaz desde que, juntos, habían formado “Los Halcones”, un grupo de
hombres que miraban todo desde su altura de más de uno ochenta y que
protegían del vandalismo las bancas del recién inaugurado Metro, ahora
tenía a su cargo 14 mil barrenderos y sepultureros del Departamento del
Distrito Federal. Lo consideraban un batallón de civiles dispuestos a
todo y entrenado hasta la fecha por el mayor Francisco Solís Soto. A esa
misma Dirección correspondían otros militares “en reserva”, siempre
vestidos de civil que, a veces, usaban sombreros de texanos para
identificarse, como Enrique Salgado Cordero, Ángel Eliud Casiano y
Francisco Rodríguez Villarreal. Díaz Escobar apoyó a Echeverría en su
urgencia:
–Los estudiantes rondan las armerías. Podrían asaltarlas y, entonces, ya sería muy tarde la entrada del Ejército.
–Más vale anticiparnos –remató Echeverría.
–El presidente ha sido muy claro –reafirmó Echeverría–. Hay que parar
esto a como toque. No nos vamos a poner a deslindar funciones de la
administración pública a un mes del Quinto Informe del presidente.
–Las escuelas subvertidas son sólo la Uno y Tres de la Universidad y las vocacionales 5 y 7 del Politécnico.
–No has visto el Casco de Santo Tomás –dijo Luis Cueto–. No hemos podido entrar en dos días.
–Van los tanques, pues –accedió el general secretario de la Defensa–, pero será para restituir el orden, no para siempre.
–Nosotros tenemos datos de que se trata de una conspiración internacional para desestabilizar a México –argumentó Cueto.
–Entonces –dijo, inmutable, Echeverría–, será hasta que podamos desmontar la provocación.
*****
El rector Javier Barros Sierra escribe, en esos días, dos cartas. En
una, fechada el 18 de septiembre, tras la entrada de los tanques a la
Ciudad Universitaria, se lee:
“La ocupación militar de la Ciudad Universitaria ha sido un acto
excesivo de fuerza que nuestra casa de estudios no merecía. De la misma
manera que no mereció nunca el uso que quisieron hacer de ella algunos
universitarios y grupos ajenos a nuestra institución. La atención y
solución de los problemas de los jóvenes requieren comprensión antes
que la violencia. Seguramente podrían haberse empleado otros medios. De
las instituciones mexicanas y de nuestras leyes y tradiciones se derivan
instrumentos más adecuados que la fuerza armada. Así como apelé a los
universitarios para que se normalizara la vida de nuestra institución,
hoy los exhorto a que asuman, dondequiera que se encuentren, la defensa
moral de la Universidad Nacional Autónoma de México y a que no
abandonen sus responsabilidades. La Universidad necesita, ahora más que
nunca, de todos nosotros. La razón y la serenidad deben prevalecer
sobre la intransigencia y la injusticia.”
La otra carta está fechada cinco días después. El líder de la Cámara
de Diputados y los dirigentes sindicales del partido le habían pedido al
rector de la Universidad que, en vez de condenar la entrada del
Ejército en la Ciudad Universitaria, le diera las gracias al gobierno.
La justificación para el uso de la fuerza militar es que, con los
tanques, se restituía el orden que el propio rector no había podido
sostener. Incluso la Universidad es tildada de “organismo
descentralizado del gobierno federal”, es decir, se le niega su
autonomía, sólo reconocida como la facultad de enseñar, pero no –como se
repite desde la tribuna de los diputados– como “extraterritorialidad
del Estado de derecho”. Considerado un débil, un timorato, por el
presidente Díaz Ordaz, el rector escribe una carta de renuncia:
México, DF, a 23 de septiembre de 1968.
H. Junta de Gobierno de la Universidad Nacional Autónoma de México.
P r e s e n t e.
Ustedes conocen de sobra los últimos hechos que han afectado a
nuestra casa de estudios. Sin necesidad de profundizar en la ciencia
jurídica, es obvio que la autonomía ha sido violada por habérsenos
impedido realizar, al menos en parte, las funciones esenciales de la
Universidad. Me parece importante añadir que, de las ocupaciones
militares de nuestros edificios y terrenos, no recibí notificación
alguna, ni antes ni después de que se efectuaran…
A t e n t a m e n t e
Javier Barros Sierra
El 29 de octubre el rector, a quien el Consejo Universitario no le
acepta su renuncia, recibe una llamada de parte del presidente Díaz
Ordaz. Mandaban a los oficiales mayores a responderles a los
universitarios. Así, los estudiantes recibieron oficios de la Secretaría
de Gobernación –“en México no existen los presos de conciencia”–, del
Departamento del Distrito Federal –“evaluaremos las acciones de la
policía en los disturbios”–, de la Procuraduría de Justicia –“nos
mantenemos atentos a las denuncias que se presenten” –y las cartas del
Consejo Nacional de Huelga, firmadas por Marcelino Perelló Vals, a las
que se ponía un sello en las ventanillas de las oficialías de partes:
“Recibido”.
(…) cuando Javier Barros Sierra levantó el auricular en su casa, no
le extrañó que la voz en nombre del presidente de la República fuera la
del militar que aparecía siempre atrás, Luis Gutiérrez Oropeza. Su
recado –como lo llamó– era un intercambio de abogados de barandilla:
–Usted llama al regreso a clases y nosotros desocupamos Ciudad Universitaria.
–Puedo llamar a eso, general, pero no creo que me hagan caso.
–Impóngase, ingeniero. Éntrele –y el rector imaginó al general en
calzones, pero con el cincho de las pistolas todavía a la cintura.
–No es cuestión de virilidad, se lo explico: la resolución de las
demandas de los estudiantes son atribución del gobierno, no de la
Universidad. Para que me entienda: el Consejo Universitario no puede
destituir a un jefe policiaco de la ciudad o derogar un artículo del
código penal. Pedir que se levante la huelga, cómo no, señor general,
cuando ustedes quieran. Que los estudiantes acepten, eso lo veo
complicado.
–Le comento, ingeniero: existe la idea, y yo no la comparto, de que
las autoridades universitarias pueden ser acusadas de instigar esta
conspiración extranjera y pagar por ello.
–¿Me está amenazando, general?
–De ninguna manera. Lo que le estoy diciendo es que, en este
gobierno, hay opiniones y opiniones. ¿Sí me explico? En este momento,
como puede pasar una cosa, puede ocurrir otra. ¿Sí me explico?
–Curiosamente, general, se ha dado usted a entender. Recibido –dijo el rector y colgó.
*****
A las cuatro de la mañana del 2 de octubre, el general secretario de
la Defensa, Marcelino García Barragán, se despertó como de costumbre. No
había salido en la última semana de ahí y, acostumbrado a la campaña
militar, se quitó la camisa y se enjuagó las axilas con un trapo mojado.
Echó de menos a su peluquero que lo afeitaba todas las madrugadas, se
miró en el espejo y suspiró. “La lealtad no es horizontal”, se decía
cuando le costaba aceptar las órdenes del presidente Díaz Ordaz. A la
operación militar de ese día le llamaron “Galeana” como su rancho. Los
tres cercos de la Plaza de las Tres Culturas se repitieron en su mente:
el primero, el del Ejército, para disolver el mitin y evitar que los
estudiantes marcharan al Casco de Santo Tomás; el segundo, el del
Batallón Olimpia, que detendría a los líderes del Comité de Huelga para
llevarlos al Campo Militar Número Uno; el tercero, del que no quiso
saber nada: francotiradores de un grupo del Estado Mayor Presidencial
apostados en los edificios alrededor de La Plaza. La discusión, como
desde el inicio, fue quién cargaba con el muerto. Era el último día de
septiembre. El presidente se había burlado de la actuación del Ejército
en las tomas de Ciudad Universitaria y el Casco de Santo Tomás, desde
que lo saludó:
–¿Cómo está el Rommel del campus?
Se desplegó el mapa de Tlatelolco sobre la mesa de Luis Echeverría
para hacer del mitin de La Plaza el último del movimiento. El Plan,
elaborado por la oficina encargada del Estado Mayor Presidencial, iba
sin firma. García Barragán sabía que detrás estaba Gutiérrez Oropeza, al
que despreciaba por carecer de lealtad militar. “Es un abrepuertas y
cargaportafolios”, había dicho cuando Díaz Ordaz lo nombró como su
Estado Mayor. Ladeó la cabeza y leyó rápido el croquis:
–Soldados disparando sobre comunistas, pasa. Pero ¿sobre mexicanos?
–Bueno, general, los comunistas no son mexicanos –argumentó
Echeverría–, son traidores, sirven a una nación extranjera. Estamos
avalados por el artículo de disolución social.
*****
En la madrugada del 3 de octubre, el presidente Díaz Ordaz hizo
circular en su oficina un boletín de prensa en el que se decretaba un
Estado de Sitio con el que se suspendían las garantías individuales.
Luis Echeverría se levantó a aplaudir y lo siguieron el general
Gutiérrez Oropeza y Alfonso Corona del Rosal. García Barragán, que no
había dormido porque ya había empezado a interrogar personalmente a los
estudiantes detenidos en el Campo Militar Número Uno, se quedó sentado
con el boletín temblándole en la mano. Aquello era una trampa para el
Ejército, la de verdad, no la de los francotiradores que ocuparon
ventanas, como las del Edificio 12 de Abril, desde las que sólo podían
disparar a los soldados de abajo. Para estas horas, el informe que le
rendía el general Mario Ballesteros Prieto era que, después de las
bengalas, el primer herido, en la nalga derecha, había sido el general
Hernández Toledo, al frente de una de las tres columnas de la “Operación
Galeana”. Los francotiradores escogidos por su altura –no menos de
1.80 de estatura– tenían la orden de iniciar los disparos desde el
Edificio Chihuahua sólo para poder asegurar después, ante la opinión
pública, que habían sido los estudiantes. Aquello terminó en una
balacera entre francotiradores y los soldados, con una tanqueta
disparándole al edificio. Pero ¿por qué siguió la balacera cuando ya no
había manifestantes en la Plaza y el Comité de Huelga ya estaba
detenido, las manos recargadas en el muro de la Iglesia de Santiago? Ésa
era la pregunta. La hizo.
La mañana del 3 de octubre le llamaron al general Javier Vázquez Félix con una orden: recoger los cadáveres.
*****
Con el 2 de octubre (Díaz Ordaz) tenía paralizada a la burocracia del
partido y a sus políticos que confundieron “la mano tendida” con un
signo de debilidad. De los que había que deshacerse era de los políticos
de partido que creían todavía en Lázaro Cárdenas o las Camisas Rojas de
Garrido Canabal. Al general Lázaro Cárdenas lo hizo esperar en la
antesala de Los Pinos para acusarlo de tener escondido al profesor
Heberto Castillo. Lo humilló al recibirlo en la puerta y fingiendo irse a
un acto protocolario:
–No tengo tiempo, general, de atenderlo. Haga una petición y que le
firmen de recibido –le dijo el presidente al expresidente que, por un
instante, alzó las cejas pensando que era una broma–. Y si es cierto que
esconde al ingeniero Castillo, aténgase a las consecuencias. Buena
tarde.
*****
El encargado de la CIA en México, Winston Scott, recibió la llamada
del presidente Díaz Ordaz por la mañana del 4 de octubre. Era el tipo de
mexicano cerrado, doble-cara –“¿Usted cree que, si tuviera otra, usaría
ésta?”, bromeaba el presidente– que creía que los gringos crecían los
dólares en árboles. Cada vez que informaba algo, Díaz Ordaz pedía
automóviles para su amante, una casa en Chapultepec, dinero en
efectivo. Scott sabía que Echeverría y él apostaban a ver cuánto dinero
les daban en cada ocasión, pero, aun así, siempre era útil hablar con
ellos. Finalmente, decidían las cosas en México, aunque los mejores
informes siempre venían de Miguel Nazar Haro y Fernando Gutiérrez
Barrios, los policías secretos; daban nombres, fechas, lugares.
Echeverría y Díaz Ordaz jugaban a convencer a los Estados Unidos de que
la matanza de los estudiantes había sido para proteger al Continente
Americano de la amenaza comunista. Scott, que conocía al presidente
suelto, tocando la guitarra y cantando boleros, en bodas y fiestas,
incluyendo las suyas en Lomas de Chapultepec, lo notó demasiado
exaltado, tembloroso, con un derrame en un ojo.
Walt Rostow, el consejero de Seguridad Nacional del presidente
Lyndon B. Johnson, recibió el resumen y leyó con detalle la
transcripción de las palabras del informante Díaz Ordaz, LITEMPO-1, a
dos días de la masacre en Tlatelolco. Para Lyndon B. Johnson, Rostow
escribió, el 5 de octubre, su reporte:
“El análisis de la CIA que adjunto concluye en que las
manifestaciones estudiantiles fueron desatadas por fuerzas locales y no
por cerebros ni soviéticos ni cubanos. El presidente Gustavo Díaz Ordaz
dice que los motines fueron cuidadosamente planeados, que las armas
encontradas eran de manufactura extranjera y con los números de serie
limados, que los comunistas de Castro y los chinos fueron el centro de
este esfuerzo y que los soviéticos se sumaron al final para no quedar
como miedosos. La evidencia con la que contamos no sugiere, de forma
alguna, tales afirmaciones”.
*****
El tiempo desaparece cuando un día es igual al otro, cuando es
cíclico el salir del sol, el desayuno, el ejercicio en la celda, las
clases de matemáticas y marxismo, el “rancho”, la vuelta a la celda
hasta que anochezca y se apague la luz. Me invento que sueño en un
tiempo como un resorte del que puedes saltar de abajo hacia arriba y a
los lados, rebotando contra las paredes. Los abogados nos inventan que
estamos parados en una fila de expedientes que avanzan, sin prisa pero
sin pausa, con la presión del pueblo de México para acabar saliendo por
una puerta hacia el presente.
Y nosotros ¿seguiremos siendo nosotros después de la cárcel? ¿La
historia correrá hacia adelante o, como la luz, se irá curveando para
evadir ser tragada del todo por la estática, por la anomia, por la
abulia? ¿En dónde estaremos cuando salgamos, si es que salimos? ¿Nos
daremos cuenta de que subimos en la cresta de una ola de la historia y
de que ahora estamos bajo el agua, sin nada de qué asirnos?
Este adelanto de libro se publicó el 12 de agosto de 2018 en la edición 2180 de la revista Proceso.
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