Además, fue creado por disposición constitucional un instituto de
evaluación que suele existir en otros países pero que sólo en México ha
de integrarse como si fuera la suprema corte de justicia, a propuesta
del Ejecutivo y con el voto de las dos terceras partes de los senadores,
cuyas funciones son “diseñar mediciones”, “expedir lineamientos” de
evaluación y “generar y difundir información.” Todo lo cual se puede
hacer sin tanta pompa y costo.
No era necesario modificar la Constitución si no hubiera sido porque
el gobierno de Peña Nieto no encontró otra forma de encararse con el
SNTE, sindicato con dirección “charra” con canonjías concedidas por los
sucesivos gobiernos (del PRI y del PAN) para designar directores hasta
el nivel de subsecretario de educación básica. En cuanto a los
“comisionados” de dicho sindicato (burócratas que cobran pero no dan
clases), las cosas no parecen haber cambiado demasiado.
Las leyes reglamentarias de dicha reforma constitucional son en
realidad el problema mayor porque, entre otras cosas, establecen un
sistema de evaluación que premia a algunos profesores con incrementos de
sueldo mientras que a los demás los deja igual. Esto no es compatible
con la Constitución porque el trabajo es igual pero el sueldo no, aún
con antigüedades idénticas.
Los profesores, oficialistas y disidentes, consideran que el sistema
impuesto por Peña Nieto es punitivo, es decir, castiga sin evaluar la
educación, en otras palabras, evalúa a cada maestro sin tomar en cuenta
el sistema mismo.
Se ha seguido cayendo en el error histórico de suponer que el
gobierno debe educar cuando, en realidad, debe ser educado. Quienes
tendrían que normar el sistema educativo, tanto en su contenido como en
su organización, son justamente los educadores. Pero ellos y ellas
siguen brillando por su ausencia en tales funciones.
El profesorado de primaria y secundaria ha sido alojado en la escala
socioeconómica más baja del trabajo intelectual. Pero no se trata sólo
del sueldo sino de su intervención en el proceso educativo del cual es
una de las dos partes fundamentales, junto a los educandos.
No se ha producido ninguna reforma en los contenidos, programas y
métodos de enseñanza. La escuela mexicana sigue siendo de dos clases: la
pobre y la paupérrima. Las zonas más pobres tienen escuelas sin
equipamiento y, a veces, sin maestros, pero el presupuesto público
debería repartirse igual en los lugares menos pobres y en los más pobres
de México. No es así, pero ninguna autoridad “responsable” responde en
algún sentido al respecto. La escuela reproduce la pobreza extrema.
La “calidad de la educación” ha querido ponerse en el centro de la
tal reforma, pero no se dice qué se entiende por eso. Se trata sólo de
un eslogan, sin contenido.
Para hacer un cambio en la educación, además de repartir el
presupuesto de manera igualitaria porque no hay motivo para diferenciar
la inversión educativa como medio de castigo a los más castigados de por
sí, es preciso dar la palabra a los educadores.
La evaluación de la educación no puede consistir en aplicar el peor
método de educar que es el de hacer exámenes todo el tiempo y poner a
competir a los alumnos. El método de la competencia es la peor forma de
alcanzar una educación formativa basada en el trabajo de conjunto y la
solidaridad de los grupos de estudiantes.
Los objetivos de la educación, su calidad, no deberían estar
definidos mediante la capacidad de resolver exámenes sino en aprender a
resolver problemas.
La reforma no es educativa sino administrativa pero en el peor
sentido. La estratificación del magisterio es una forma de romper los
lazos de solidaridad e impedir el trabajo colectivo. La competencia como
método de aprendizaje y de organización de la enseñanza es doblemente
nefasta.
Es preciso abrogar la llamada reforma educativa de Peña Nieto y
redactar nuevas leyes con la concurrencia de los educadores para que
ellos y no el gobierno asuman la tarea de la enseñanza.
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