En el régimen hegemónico, el 1 de septiembre de cada año, la entrega
del informe de gobierno era objeto de un ritual que incluía asueto,
transmisión en vivo del mensaje y una vez terminado, la salutación que
las diferentes cúpulas de poder protagonizaban, acudiendo a Palacio
Nacional. La fecha era designada “el día del Presidente” y la salutación
conocida como “el besamanos”, una reminiscencia de las formas
monárquicas.
El discurso del presidente incluía mensajes políticos que definían
ciertos aspectos, para los entendedores, de lo que estaba por venir. Era
la famosa lectura entrelíneas.
Así, en su informe de 1968, Gustavo Díaz Ordaz dio forma a lo que
cuatro días antes se anticipó en el desalojo de estudiantes del Zócalo
con la fuerza del ejército, porque osaron amagar con su permanencia
hasta el “Día del Presidente”. Fue cuando quedó públicamente anunciado
el destino sangriento que un mes después se sellaría en la represión más
significativa del régimen hegemónico en la Plaza de las Tres Culturas.
Los sectores y organizaciones del PRI, a los que se designaba en la
jerga oficial como “las fuerzas vivas de la revolución”, apoyaron a Díaz
Ordaz y, el Congreso, simulación parlamentaria bajo control
presidencial, le recomendó el uso de la fuerza para la pretendida
legitimidad.
Las expresiones de unidad en torno a los presidentes suelen repetirse
hasta nuestros días como parte de los rituales, así sea reeditados o
modernizados, del presidencialismo mexicano.
En aquel tiempo, hasta una asociación de periodistas apoyaba a Díaz
Ordaz en su represión, como en los sexenios recientes hemos visto
ejemplos similares: una iniciativa de medios apoyó a Felipe Calderón en
su discurso securitario; la CTM y los sindicatos corporativos, avalaron a
Peña Nieto en la reforma laboral.
Los organismos empresariales pidieron represión en plenas
movilizaciones magisteriales, acusando perdidas que cuantificaban
conforme a parámetros ignotos, igual que en 1968; demandaron la
intervención contra la CNTE que el 1 de septiembre de 2013 acampaba en
el Zócalo, obligando a Peña Nieto a rendir su mensaje con motivo del
Informe bajo una carpa de boda en los patios de Los Pinos.
El 13 de septiembre de 2013, con un argumento patriotero que
reclamaba el Zócalo para la realización de su primera ceremonia del
Grito y el posterior desfile militar, Peña ordenó el desalojo del
campamento. Y aunque los profesores inconformes se retiraban en paz y
ordenadamente, la golpiza fue inevitable, cobro de la afrenta del 1 de
septiembre.
“El Grito” fue usado por Díaz Ordaz para alegar un amago a la
soberanía y un intento golpista, sólo porque el Consejo Nacional de
Huelga pidió a Heberto Castillo, protagonizar una ceremonia patria en
Ciudad Universitaria. Se los cobró con la ocupación militar de la UNAM,
que justo hoy cumple 50 años. Peña Nieto y su gabinete, arengaron por la
fiesta patria, configurando en la CNTE a un extraño enemigo: “inercias
y resistencias que deben vencerse”. Los profesores habían “secuestrado
la educación”, no debía permitírseles secuestrar la fiesta nacional.
Díaz Ordaz hizo lo que sabemos, y Peña Nieto pudo dar ese y todos sus
gritos, llenando la Plaza de la Constitución aclamado con la porra
clientelar y despliegues de seguridad para evitar las protestas,
haciendo gala del exceso y despilfarro.
Triunfos momentáneos. Uno y otro, toda proporción guardada en los
saldos sangrientos, usaron sus símbolos, se impusieron por la fuerza del
ejército, pero sólo lograron el desprecio de la sociedad, un
vergonzante paso a la historia.
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