A mis amigas, vecinas, compañeras y hermanas palestinas,
por enseñarme con sus vidas y sus cuerpos que existir es resistir.
Cada 8 de marzo evoco los que he pasado en Palestina ocupada. Fueron
tres, y en tres lugares bien diferentes, pero siempre marcados por los
cuerpos femeninos protestando y los masculinos armados reprimiendo. Y
evoco también a las muchas mujeres que guardo en la memoria del corazón.
Mucho se dice y se escribe sobre las
mujeres palestinas: las más cultas y educadas de su región; las más
politizadas (les sobran razones); las más fuertes, valientes y
resilientes. Todos los elogios se quedan cortos, y no les hacen
justicia. Yo tengo la certeza de que ellas son las principales
responsables de que la limpieza étnica sionista (en curso desde hace más
de siete décadas) haya fracasado. Como dice la periodista Teresa
Aranguren, que las conoce bien:
“El
objetivo último de la ocupación es romper las redes de convivencia que
se tejen en el discurrir de la vida cotidiana, deshacer la urdimbre
familiar y social que protege de la adversidad y sustenta la capacidad
de resistencia de la población ocupada. (…) la tenaz pervivencia
de un pueblo expulsado de su tierra, despojado, disperso, bajo ocupación
militar, se ha apoyado en la fortaleza de sus mujeres, en su empeño, a
veces sobrehumano, por reconstruir una y otra vez el hilo de la
cotidianidad destruida, en su inquebrantable voluntad de seguir siendo
familia, vecinas, pueblo.”[1]
Numerosos
trabajos académicos, periodísticos y de ONGs sobre las mujeres
palestinas, así como análisis del proyecto colonial sionista con
perspectiva de género, ayudan a comprender la matriz de control que rige
las vidas palestinas, y sus impactos sobre ellas. En un estudio sobre
las condiciones que enfrentan las mujeres en el territorio ocupado al
transitar por el embarazo y el parto, la académica palestina Nadira
Shalhoub-Kevorkian[2] analiza la realidad que vive su pueblo desde tres
claves teóricas:
– la biopolítica y la necropolítica, basándose en Foucault y Mbembe respectivamente[3], tal como se manifiestan en el régimen israelí de colonialismo de asentamiento.
Este proyecto, según la definición de Patrick Wolfe adoptada por la
autora, invade y se apropia de un territorio, expulsando o aniquilando a
la población originaria (junto con los trazos de su historia y su
identidad enraizadas en esa tierra) y sustituyéndola con población
colona. El biopoder colonial determina quién puede vivir y quién no, en
función de sus intereses de ‘seguridad’ (un término del cual Israel
abusa para justificar todas su arbitriedades y violencias). En el
contexto colonial de Israel/Palestina, un claro ejemplo son las
políticas demográficas excluyentes, diseñadas e implementadas de manera
violenta para imponer por la fuerza una mayoría judía en un territorio
donde la mitad de la población no lo es. El epicentro de esa
necropolítica es la ciudad de Jerusalén, donde mediante demolición de
viviendas, desalojos forzados, detenciones arbitrarias y ejecuciones
sumarias de jóvenes, denegación de servicios básicos (salud, educación,
recolección de residuos, permisos de construcción), clausura de centros
culturales, vandalización de sitios religiosos y estrangulamiento del
espacio público se busca expulsar a la población palestina para judaizar
toda la ciudad. Políticas que tienen impactos diferenciados de género,
pero afectan de manera dramática la calidad de vida de las mujeres, al
incrementar sus responsabilidades de cuidados.
– la construcción geopolítica del espacio
(y consecuentemente del tiempo), ya que −pese a las diminutas
dimensiones de Palestina− la ocupación militar israelí se ha encargado
de fragmentar el territorio y hacerlo intrincado o imposible de
transitar. Esto tiene enormes impactos en la vida cotidiana, ya que esa
infraestructura (el Muro, los checkpoints, las carreteras
segregadas o bloquedas, los diferentes documentos de identidad −y
matrículas de vehículos− que coartan la libertad de movimiento) apunta a
atomizar a la población ocupada de múltiples formas, separando a los
agricultores de sus tierras, a las mujeres de los hospitales, a la
juventud de sus universidades, a las familias entre sí y a la población
en general de sus centros culturales y religiosos. Quizás la expresión
más gráfica de esta geopolítica espacial −y que constituye el terror de
las mujeres embarazadas− es la cantidad de palestinas que han dado a
luz, o han muerto (ellas, o sus bebés recién nacidos) esperando largas
horas en un checkpoint militar para llegar a un hospital[4].
– lo cotidiano
como un escenario donde las políticas del biopoder y el necropoder se
confrontan con las estrategias de resistencia que despliegan los grupos
dominados para sobrevivir y evitar ser exterminados. Ese es el espacio
privilegiado de las mujeres. Citando de nuevo a Teresa Aranguren: “Siempre
he pensado que una de las claves de la capacidad de resistencia del
pueblo palestino es la cohesión de su entramado social, la fortaleza de
sus vínculos de solidaridad interna y su hondo sentido de la dignidad.” Por
eso la humillación, el aislamiento y la fragmentación son elementos
esenciales en la estrategia del poder ocupante. En esa cotidianeidad de
violencia estructural colonial, las mujeres ejercen innumerables formas
de resistencia, desde las más visibles hasta las más sutiles, desde la
resistencia activa hasta las innumerables formas de resistencia
silenciosa, aparentemente ‘pasiva’. Desde el ámbito doméstico, que
funciona como una retaguardia de contención y logística de supervivencia
hasta los calabozos de la ocupación, donde las presas veteranas acogen,
protegen y forman a las jovencitas recién llegadas.
Se
ha dicho en muchos estudios que las mujeres palestinas, sus cuerpos que
resisten, sostienen y reproducen la vida (a pesar de los esfuerzos del
necropoder por aniquilarla) son la materialización de la “amenaza
demográfica” que tanto teme el régimen sionista. Precisamente por eso la
necropolítica sionista apunta y atenta contra todas las formas de
reproducción de la vida palestina, y por ende afecta de manera
diferenciada y acentuada a las mujeres en todos los ámbitos cotidianos.
Hablamos de reproducción de la vida en una concepción amplia que incluye
no solo la reproducción biológica o de la fuerza de trabajo, sino
también la reproducción de las relaciones sociales y culturales de todo
tipo.
Como escribió la arabista feminista Carolina Bracco: “Las
mujeres palestinas fueron desde el comienzo un problema para Israel.
Primero y principalmente porque desde su misma constitución, este Estado
se erigió como el fecundador de una tierra ajena, como un violador
orgulloso que intentó despojar de su honor y su identidad a la población
nativa a través de ese acto tan propio de los estados homonacionales
modernos en un espacio colonial racializado.
“(…) estos
cuerpos femeninos racializados son un problema para Israel. Un problema
que hace setenta años no sabe cómo resolver; porque las palestinas
siguen pariendo, manteniendo viva su cultura y criando a sus hijos en la
resistencia, la mayoría de las veces solas porque sus maridos, padres y
hermanos están en las cárceles de la ocupación o muertos. Son un
problema porque desafían la esencia del nacionalismo construido sobre la
noción de masculinidad judía y porque no se han doblegado ante la
intentona constante de conquistar sus cuerpos (…) porque cuando encarcelan arbitrariamente a sus maridos ellas trafican semen[5] para fecundarse y seguir creando vida, porque cuando las arrojaron al exilio ellas siguieron construyendo comunidad.”
A ese marco teórico, este 8 de marzo quiero ponerle rostros, nombres, paisajes e historias.
Quiero
recordar a tantas madres anónimas que, en la ciudad de Hebrón, cada
mañana visten, peinan y acicalan a sus hijas e hijos para que,
impecables y implacables, caminen hacia la escuela atravesando varios
checkpoints donde –como ellas saben− los soldados armados a guerra les
apuntarán con sus ametralladoras, revisarán sus mochilas escolares y les
intimidarán de todas las maneras posibles (a veces incluso con gases
lacrimógenos o invadiendo sus escuelas). Pero ellas seguirán mandándoles
a estudiar. Y cuando los soldados arresten a sus niños, ellas saldrán a
la calle y correrán a enfrentar como leonas a esos terroristas de
Estado para tratar de rescatarlos.
Y
a Nisrin, que –también en Hebrón– resiste en el barrio Tel Rumeida,
asediada y hostigada por los colonos más agresivos de la ciudad. Su
esposo murió gaseado por los soldados, pero ella sigue allí junto a sus
cuatro hijas/os, pintando hermosos y coloridos cuadros con motivos de la
cultura palestina y recibiendo con su dulce sonrisa a quienes se animan
a visitarla. Y a Layla y Nawal, las únicas mujeres que tienen un puesto
de textiles y artesanías hechas por mujeres de Idna en el mercadito de
la Ciudad Vieja, donde a menudo colonos y soldados incursionan para
hacer tropelías, destruyen la mercadería, les insultan y amenazan −solo
para recordarles quién manda allí−. En invierno las lluvias inundan ese
mercado, debido a que los colonos vecinos han clausurado los desagües
pluviales, y los textiles y kuffiahs quedan bajo agua. Pero ellas y sus
colegas siguen allí, ofreciendo su té dulce y su charla amena a los
visitantes.
A
Myassar, Soraida, Hanin, Jitam, Suhad y otras muchas activistas
feministas que, además de lidiar con el régimen sionista, enfrentan al
sistema patriarcal palestino. La lucha por la igualdad de género, por
los derechos de las minorías sexuales, contra la violencia machista y
contra las discriminaciones que las mujeres enfrentan en el sistema
legal así como en las prácticas tradicionales es para ellas –y lo ha
sido por décadas− parte inseparable de su lucha por la liberación de su
pueblo. Porque saben bien que unas y otras violencias se retroalimentan.
A Tajeed,
Hanedi, Taghrid, Alaa y todas las estudiantes que me encontré muchas
veces en el transporte público viajando a la universidad desde sus
pueblos –también a través de checkpoints y carreteras llenas de soldados
que en cualquier momento pueden volverse una trampa mortal−, y que con
su locuacidad curiosa y acogedora me enseñaban expresiones en árabe
mientras practicaban su inglés. Porque las jóvenes palestinas van a la
universidad y buscan superarse, aunque sepan que la economía de su país
ocupado no les permitirá encontrar un trabajo acorde a su preparación.
A
Neimah, Maysa, Ferial y las muchas −demasiadas− mujeres que cada mes
visitan a sus hijos o maridos en las cárceles israelíes, sorteando mil
obstáculos y soportando humillaciones, en viajes agotadores e
interminables, a veces para rebotar al llegar a la prisión, porque la
autoridad de turno se despertó de mal humor y decidió quitárselo
maltratando a los presos y a sus familias. El dolor que estas mujeres
cargan en sus entrañas solo es superado por el de las madres o esposas
de los mártires, en una tierra donde la necropolítica colonial decretó
hace tiempo que la vida palestina es desechable, y que matar niños y
jóvenes es parte de la guerra demográfica.
A
Asmaa, mi amiga gazatí que vive en Nablus con su marido y sus cinco
hijas e hijos, soñando con poder visitar a su familia en Gaza (y
sufriendo agónicamente cada vez que hay un nuevo ataque israelí),
mientras saca adelante a los suyos con el trabajo que se ganó en una ONG
internacional (su esposo tiene un trabajo precario como mecánico).
Cuando la conocí llevaba ocho años sin ver a su familia, pues los
israelíes le habían negado el permiso para visitar a su padre enfermo.
“Te dejaremos ir cuando se muera”, le dijeron. Pero ella salió con sus
hijos hacia Amán, atravesó Jordania y Egipto –gastando una fortuna y
corriendo peligros− para poder entrar por el cruce de Rafah. La sonrisa
radiante de Asmaa haciendo el signo de la victoria con su familia en la
playa de Gaza era la prueba de que no la habían derrotado.
A
Miriam –con quien hablo en castellano porque nació en Caracas−, que
vive indocumentada en un barrio conflictivo de Jerusalén Este[6]. Su
marido es de allí y tiene documento azul, pero el de ella es verde, y
los israelíes suelen negar la unificación familiar a quienes tienen
cónyuges de Cisjordania. Para Miriam, como para tantas palestinas de
Jerusalén, su hogar, su barrio, su ciudad son una cárcel, pues vive
rodeada de colonos siempre al acecho para agredirlas, o apoderarse de
sus casas, o denunciar que están construidas sin permiso, o que no
tienen documentos. Cuando la tensión aumenta –Miriam vive con su familia
en el mismo predio que su cuñado, un líder comunitario constantemente
encarcelado−, ella encierra a sus cuatro hijos en la casa y no les deja
salir ni a jugar al patio, por miedo a los colonos. Ella también hace
muchos años que no puede visitar a su familia en Cisjordania (a pocos
kilómetros de su barrio), porque si lo hace no podría volver a entrar a
Jerusalén −a través del checkpoint y el Muro− por carecer de permiso y
documento azul.
A
Nayiha, Tamam, Nayah, Wafa, Adla, Nahla, Hakima y tantas mujeres
campesinas de las aldeas de Yanun, Awarta, Burin, Asira Al-Qibliya,
Urif, Qusra, Al-Mughayer y otras de los distritos de Nablus y Ramala que
están rodeadas por colonos extremistas y fanáticos. Ellas también están
presas en sus comunidades, aunque vivan en medio de paisajes cuya
belleza deja sin aliento, porque tienen miedo de que los colonos las
ataquen –a ellas o a sus hijas− en alguna curva solitaria del camino, o
invadan sus casas cuando están ausentes y destruyan o roben sus
propiedades y cosechas. Pero nunca van a abandonar su tierra, sus
olivos, sus cabras y ovejas, sus huertos y sus manantiales. Su
resiliencia es directamente proporcional a su generosa hospitalidad.
Cualquiera que llegue a sus casas será recibida con té dulce con
maramiya o menta, pan tibio recién salido del tabun (horno de piedras en
la tierra) con aceite de oliva y záatar, aceitunas, queso y yogurt;
manjares que ellas y sus familias producen en las tierras que han
habitado por generaciones, pero que están perdiendo gradualmente, dunam
tras dunam, a manos de los colonos invasores.
A
Farisa, Sabbah, Fatima, Samiha y todas las mujeres y niñas que viven en
Jirbet Tana, Susiya, Jan Al-Ajmar y muchas comunidades pastoras o
beduinas en la periferia de Jerusalén, el Valle del Jordán o las Colinas
del Sur de Hebrón (o en el desierto del Naqab/Negev), resistiendo las
intenciones de expulsarlas de sus tierras ancestrales para dárselas a
colonos judíos. Y que cada día cuidan sus rebaños, crían a sus hijos/as y
reconstruyen sus precarias viviendas de chapa y lona cada vez que son
destruidas por los buldóceres militares israelíes. No saben si su aldea
sobrevivirá, pero se niegan a abandonarla. Su resistencia perseverante
tiene un nombre en árabe: sumud, y representa la porfiada voluntad
palestina de permanecer en su tierra, igual que sus olivos milenarios.
Y
no me olvido de las mujeres encerradas con sus familias –y
periódicamente bombardeadas− en la cárcel que es la bloqueada Franja de
Gaza. Ni de las que malviven en los campos de refugiados de los países
vecinos, soñando con regresar a una patria que muchas solo conocen por
los relatos de sus abuelas. Esas ancianas son las encargadas de
transmitir la memoria a las nuevas generaciones nacidas en el exilio,
junto con las llaves de las casas de las que fueron expulsadas hace 71 o
52 años, hoy destruidas u ocupadas por personas judías traídas de todo
el mundo. En el campo de refugiados/as de Aida, en Belén ocupada, conocí
a un par de esas mujeres, y escuché sus relatos. Algunas recordaban al
detalle su casa, el sabor de sus naranjas, el pozo de agua, la iglesia y
la mezquita de su aldea; podrían reconocerlas bajo los escombros o los
bosques plantados para esconderlos. La mayoría de esas mujeres están
muriendo, y saben que no volverán ni siquiera para ser enterradas en el
cementerio de su aldea. Pero sus hijas y sus nietas seguirán atesorando
sus historias y reclamando su derecho al retorno; un derecho que, como
me enseñaron en Aida, Deheisheh, Al-Ashkar, Balata y otros campos de
refugiados/as, es innegociable.
Quiero terminar recordando también que este 8 de marzo se cumplen tres años del llamado que nos hicieron las mujeres palestinas organizadas
para que apoyemos su lucha de liberación sumándonos al movimiento
palestino y mundial de BDS (Boicot, Desinversión y Sanciones) hasta que
Israel respete los derechos humanos y colectivos del pueblo palestino.
El llamado se abre con una cita de Ángela Davis: “Apoya al BDS, y
Palestina será libre”, y termina así:
“En
el espíritu de una visión feminista inclusiva que lucha por la justicia
racial, social y económica, y es solidaria con los pueblos indígenas y
los derechos de soberanía a nivel mundial,
En un espíritu de coherencia moral y resistencia a la injusticia y la opresión, incluida la opresión de las mujeres,
Hacemos
un llamamiento a las mujeres y feministas de todo el mundo para que se
pongan del lado correcto de la historia y se unan a nuestro movimiento
BDS.
La justicia es siempre una agenda feminista.”
Notas
[1] “Mujeres de Palestina”, en Palestina tiene nombre de mujer. Mundubat, Bilbao, 2008.
[2] Birthing in Occupied East Jerusalem: Palestinian Women’s Experiences of Pregnancy and Delivery. YWCA, Jerusalén, 2012.
[3] Michel Foucault: Society must be defended (Londres, 2003). Achille Mbembe: “Necropolítica” (2003). Sobre la relación dialéctica entre ambos conceptos, ver Ariadna Estévez, “Biopolítica y necropolítica: ¿constitutivos u opuestos?”.
[4] Entre 2000 y 2002, 52 mujeres palestinas parieron en
checkpoints israelíes; 19 de ellas, y 29 bebés recién nacidos/as,
murieron. (Erturk, 2005, citado en el trabajo de Nadira
Shalhoub-Kevorkian).
[5] El semen es extraído clandestinamente de las cárceles (sobre
todo cuando los prisioneros cumplen sentencias de varias décadas,
obviamente sin posibilidad de ningún contacto físico) e inseminado en
las mujeres. Muchas esposas de prisioneros han tenido bebés mediante
esta técnica asistida.
[6] Omito el nombre del barrio por razones de seguridad.
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