Editorial La Jornada
Se cumplieron ayer los primeros
100 días del gobierno que encabeza Andrés Manuel López Obrador. Si el
ejercicio de realizar un balance de tal etapa de arranque resulta
prematuro y arriesgado en cualquier periodo sexenal, en éste la tarea es
doblemente difícil porque no tiene precedente en la historia reciente
del país: en la memoria de los mexicanos ningún otro mandatario llegó al
cargo con una legitimidad democrática tan incuestionable, en décadas
recientes ningún otro dispuso de un respaldo legislativo tan sólido y
ninguno de ellos, desde los tiempos posteriores a la Revolución
Mexicana, se había propuesto un programa tan amplio de transformaciones
políticas, económicas y sociales como con el actual jefe de Estado.
En consecuencia, los puntos más relevantes que han de señalarse del
ejercicio gubernamental iniciado el primero de diciembre del año pasado
son el deslinde de arraigadas tradiciones políticas, la vertiginosa
demolición de instituciones que parecían inamovibles, como el Estado
Mayor Presidencial y el Centro de Investigación y Seguridad Nacional
(Cisen), y la anulación de símbolos tan representativos de la
Presidencia como la antigua residencia oficial de Los Pinos, los
transportes aéreos y los retratos oficiales.
En estos poco más de tres meses han ocurrido, además, cambios de
enorme relevancia, como la reorientación del gasto público hacia una
política de bienestar, el inicio de un combate frontal a la corrupción
en las oficinas públicas, la instauración de prácticas efectivas de
austeridad, el fin del desmantelamiento del sector público que imperó en
los pasados 36 años y el comienzo del rescate de las empresas
energéticas del Estado, la reversión de las estrategias educativas
privatizadoras y tecnocráticas, el cambio de paradigmas en seguridad
púbica y migración, así como la recuperación de los principios
tradicionales de la política exterior mexicana, entre otras rupturas
destacables con el pasado reciente.
De tanta o mayor relevancia son los propósitos aún no concretados de
la llamada Cuarta Transformación y que obviamente llevarán más tiempo,
como la reactivación real del campo, la reconfiguración del sistema de
salud pública, el establecimiento de una democracia participativa, la
recuperación de las soberanías energética y alimentaria y la
pacificación nacional. El programa sexenal lopezobradorista apenas está
empezando.
En lo inmediato, el inicio de este sexenio está caracterizado por
claroscuros insoslayables, en la ejecución de varios de sus propósitos
han proliferado los aciertos y los errores y en ocasiones la puesta en
práctica de lineamientos que gozan de gran respaldo social se han
traducido en pifias que, a su vez, han dado alimento a la crítica. De no
haber sido por los yerros de la nueva administración, las oposiciones
seguirían rumiando las mismas objeciones de principio que se inventaron
en contra del tres veces candidato presidencial que hoy se encuentra en
la jefatura del Estado mexicano.
Entre los señalamientos adversos más comunes destaca el de los
destellos autoritarios de una Presidencia que tiende a descalificar en
automático toda divergencia a su ruta y a rebatir a sus críticos con una
enjundia que resultaría aceptable en cualquier ciudadano, pero no
cuando proviene de la máxima autoridad del país. El manejo económico,
correcto y digno de respaldo en sus objetivos supremos –abatir la
pobreza, la marginación y el desempleo y construir un estado de
bienestar–, parece ignorar o minimizar a actores que, por desgracia,
tienen un peso real en las finanzas mundiales y nacionales, como los
organismos financieros internacionales y las firmas calificadoras; con
el propósito legítimo de restituir al gobierno federal la facultad de
diseñar y ejecutar políticas públicas se ha incurrido en confrontaciones
infructuosas con el tejido de comisiones, institutos y organismos
autónomos legado por el modelo neoliberal; la determinación de asumir
las responsabilidades constitucionales del Estado de cara a los derechos
a la educación, la salud y la seguridad ha producido lamentables
malentendidos, especialmente en los casos de las estancias infantiles y
los refugios para mujeres víctimas de la violencia.
Por otra parte, varios integrantes del equipo gubernamental han
incurrido en lamentables colisiones declarativas, un fenómeno que denota
el problemático desempeño del nuevo gobierno en materia de
comunicación. En este ámbito, la gran paradoja es que si bien el
Presidente realiza un esfuerzo diario de transparencia y exhaustividad
al comparecer todas las mañanas ante los medios de comunicación –con lo
cual coloca los asuntos nacionales ante el examen de la sociedad–, ello
no necesariamente se traduce en una mayor nitidez y certidumbre en la
exposición de los motivos y de las acciones gubernamentales.
El presidente López Obrador se ha propuesto informar trimestralmente
de sus acciones de gobierno. Ello significa que en junio próximo, cuando
haya transcurrido la doceava parte del sexenio, habrá una nueva
oportunidad para los balances. Cabe esperar que para entonces el
panorama sea más claro y resulte menos arduo el ejercicio.
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