La segunda imagen del intelectual es la que Julien Benda teje en La traición de los intelectuales (1927), un libro que tiene como divisa: “Me gustaría que hubiera un caso Dreyfus ininterrumpido para saber diferenciar a los intelectuales de los que se disfrazan de tales”. A lo que se refiere es a su idea de que los intelectuales deben oponerse al poder –en el caso Dreyfus, a condenar a un soldado judío sobre consideraciones patrioteras de espionaje para los alemanes– como lo hizo Émile Zola en el célebre Yo acuso en el que pedía la excarcelación de Alfred Dreyfus; o Baruch Spinoza cuando escribió “el colmo de la barbarie” para denunciar el asesinato de su amigo, el líder republicano Johan De Witt, en La Haya en 1672. Estos “clérigos” no sirven más que a su propia conciencia moral y no se esconden de la vida en torres de marfil. Al contrario, Benda concibe a los intelectuales como “movidos por desinteresados principios de justicia y verdad, denuncian la corrupción, defienden al débil, se oponen a la autoridad opresiva”. Para Benda, que creía en cierta pureza de las ideas y principios, los intelectuales no podían jamás anteponer sus necesidades prácticas o materiales a su función social. Su función es moral. 
De todos los intelectuales que podemos nombrar al vuelo: Bertrand Russell, Noam Chomsky, Hannah Arendt, Susan Sontag, Jean-Paul Sartre, quizás éste sea el más emblemático. “Soy un autor, ante todo, por mi libre intención de escribir –explica en su texto de 1947 ¿Qué es literatura?–. Pero inmediatamente después viene el hecho de que yo me convierto en un hombre que otros consideran escritor, es decir, alguien que debe responder a cierta exigencia y que ha sido investido de una determinada función social”. 
Está claro, entonces, que la representación del intelectual en nuestras sociedades no es una decisión propia del escritor sino también de quienes le atribuimos una función colectiva. Sea “orgánica”, “moral” o “social”, está dotado de la “facultad de representar, encarnar y articular un mensaje, una visión, una actitud, filosofía u opinión para y en favor de un público”, como explica el pensador palestino Edward Said. 
Pensando en México, intelectuales como Daniel Cosío Villegas o Carlos Monsiváis plantearon cuestiones fuertes contra el Partido Único y el presidencialismo, y sacaron a la luz asuntos que eran secretos o caerían, sin su ayuda, en el olvido, como la matanza del 2 de octubre de 1968 y las guerras sucias. El sustrato sobre el que hablaron y escribieron para un público –no hay tal cosa como un “intelectual privado”– suponía una libertad y una justicia de los ciudadanos defendible ante los poderosos, y la denuncia de la violación de esos derechos. Su función a favor de los débiles –los poderosos no la necesitan, para eso tienen publicistas– tenía como precondición que decían la verdad.
El caso de esta semana, en el que se formulan denuncias contra el ingeniero Enrique Krauze y sus empleados por organizar un centro de noticias falsas, rumores y mentiras contra Andrés Manuel López Obrador cuando apenas era un candidato (y contra algunos de sus cercanos colaboradores), da cuenta del desmoronamiento de las cualidades intrínsecas y de la disfunción del intelectual en nuestra sociedad. Al lado de lo que constituye un delito electoral –financiar una campaña sucia con dinero privado–,  está el otro extremo de la grave violación social: el que se ostente como intelectual quien miente deliberadamente sobre temas tan delicados como la supuesta injerencia rusa en las elecciones mexicanas, el que, en vez de contrastar realidades –como supone uno que debería hacer un intelectual– las confunda asociando malintencionadamente a los dictadores de América Latina con un candidato, o inventando que plagió un libro. No se trata de defender su supuesta “opinión”, distinta a la del poderoso, sino de un fraude: faltar a la función que se espera de los intelectuales. Se espera de ellos que nos ayuden a reflexionar, a hacer más profunda la comprensión del presente, a contrastar ortodoxias y realidades. Nunca a mentir deliberadamente. En ese comportamiento hay una traición a la sociedad, a su público, y a lo que dice representar. Ese tipo de publicista no debe llamarse “intelectual” porque no es ni siquiera “orgánico” a la formación de un grupo de empresarios como los que se presume lo financiaron. Es simplemente alguien que los defraudó, dedicado a cobrar y repartir el dinero que le daban. Para la audiencia, este defraudador no le sirvió para construir el debate social, sino que lo cerró, con base en una mentira, en la mediocridad del maniqueísmo, en la pereza mental de decir que alguien –López Obrador– era algo que no podía ser, al menos no al mismo tiempo, comunista, trumpista, putinista, chavista. 
Eso que Walter Benjamin llamó “cobardía intelectual” y que consiste en no dilucidar de qué se trata el presente y, en su lugar, decir que se parece a otra cosa, para la que sí tiene una definición. En todo caso, esos publicistas defraudaron como “pensadores” al nunca establecer la especificidad del demonio que agitaron: el populismo. Instalados en la “cobardía intelectual” benjaminiana, no les pareció inmoral decir que eran lo mismo Hitler, Evita Perón, José López Portillo, Hugo Chávez, Vladimir Putin, Donald Trump y el candidato de Morena. Con prepotencia pensaron lo mismo de los ciudadanos: no sabrían la diferencia, no saben votar, “no están preparados para la democracia”, como célebremente dijo el dictador Porfirio Díaz en 1910. 
La crisis de la representación de los intelectuales, además de coaligarse para publicitar un paquete de mentiras, a sabiendas de que lo son, tiene que ver con la otra vertiente: el experto. Durante toda la campaña y hasta ahora son estos académicos los que degradan la idea social del intelectual, dedicados a agitar sus credenciales doctorales y a intimidar a los inexpertos. Están, si acaso, a favor de su propia promoción académica, pero de modo alguno a favor del debate social. Hemos llegado al extremo de leer o escuchar a un experto sólo para preguntarnos: ¿sostiene un punto de vista independiente o es vocero de un gobierno, de un grupo de presión, de una causa organizada? ¿Quién le paga por su opinión? Esa decadencia es responsabilidad de los que, ostentándose como “pensadores” o “expertos”, defraudan a su audiencia con alevosía haciendo pasar su obediencia al orden como “interpretación personal”. Es una forma de corrupción.
En La educación sentimental, Flaubert describe de alguna forma lo que le sucedió a esos autoproclamados “intelectuales” de todo fin de régimen. Sus protagonistas son dos estudiantes, Deslauriers y Moreau, que quieren ser eruditos, historiadores, teóricos sociales, filósofos y hasta jueces. Pero el fiasco es su destino en el trasfondo de la derrota de la Revolución intelectual de 1848 en Francia. Al paso de los años, Moreau se lamenta de cómo se ha achicado su mente y de la “inercia del corazón”. Deslauriers pasa sucesivamente de “director de colonización en Argelia” a secretario particular de un pachá, a publicista de una compañía industrial. Nada les queda al final sino la evocación de sus años de estudiantes.
Lo que evocan es lo que describió apasionadamente Walter Benjamin: “Una sensibilidad inhabitual para lo sagrado, esta necesidad interior de penetrar más allá de la experiencia concreta inmediata…”. Eso que debería ser el fuego perdido de los intelectuales.
Esta columna se publicó el 24 de marzo de 2019 en la edición 2212 de la revista Proceso.