12/06/2019

Régimen de partidos



En su discurso de toma de posesión, el primero de diciembre de 1994, Ernesto Zedillo anunció que trabajaría por una reforma política definitiva que evitara conflictos poselectorales, garantizara el acceso equitativo de los partidos a los medios de información, estableciera topes a los gastos de campaña y asegurara el financiamiento de los institutos políticos por medio de dinero público con el propósito de impedir –se dijo entonces– campañas sufragadas con recursos de procedencia ilícita. Concretada en 1996, esa reforma sirvió para que en 2000 el régimen oligárquico pasara por un recambio de partido gobernante relativamente terso.
Pero seis años más tarde la institucionalidad electoral exhibió crudamente sus miserias al hacerse cómplice del fraude monumental con el que Felipe Calderón fue incrustado en Los Pinos. La historia se repitió en 2012, cuando tanto el entonces Instituto Federal Electoral (IFE), como la Fiscalía Especializada en Delitos Electorales (Fepade) y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) voltearon a ver hacia otro lado con tal de no mirar la inyección masiva de recursos (distribuidos a través de la firma Monex) en la compra de millones de votos en favor del PRI, sufragios que permitieron al candidato presidencial de ese partido, Enrique Peña Nieto, superar por más de 5 por ciento a Andrés Manuel López Obrador, de la coalición Movimiento Progresista. Marcos legales aparte, tanto en 2006 como en 2012 los medios oligárquicos llevaron a cabo desenfrenadas campañas de intoxicación de la opinión pública en contra del tabasqueño y en favor de los candidatos del régimen.
Con todo y la reforma de 2014, la recentralización de autoridades electorales y la conversión del IFE en Instituto Nacional Electoral (INE), desde el ángulo del funcionamiento institucional las cosas no fueron muy distintas en 2018. La diferencia entre esos comicios presidenciales y los anteriores no la hicieron las leyes ni los organismos públicos, sino la determinación de una amplia mayoría del electorado de tomar las urnas para deponer al régimen e instaurar un nuevo orden político, social y económico que rescatara al país del desastre neoliberal y tecnocrático. Con la aquiescencia de las autoridades, en el proceso electoral del año pasado hubo compra de votos, robo de urnas, sufragios corporativos y coaccionados, entre otras sabidas prácticas fraudulentas, pero éstas resultaron insuficientes einútiles para contrarrestar el tsunami de votos en favor de López Obrador y de la coalición Juntos Haremos Historia.
Más allá de su incapacidad congénita para garantizar elecciones democráticas y limpias, las instituciones electorales actuales, cuyas reglas han seguido imperando hasta lo que va de la Cuarta Transformación, no están diseñadas para fortalecer y dar certidumbre a la competencia política, sino para atenuarla y opacarla. Peor aún, estas reglas están pensadas para despolitizar a los partidos políticos y convertirlos en organismos administrativos más centrados en sí mismos que en el país, y en válvulas de acceso a candidaturas. La pesada normatividad y el laberinto reglamentario ahogan la vida interna de las organizaciones partidistas y propician que en su interior crezcan en forma desmedida burocracias y castas gobernantes. Ciertamente, la profesionalización de la política parece ser un mal tan necesario como universal, pero en los términos en los que está codificado el funcionamiento de los partidos en el México actual, los funcionariados partidistas terminan por ser voceros y agentes de sus propios intereses, lo que los lleva a abandonar diferencias programáticas, plataformas e ideologías y a conformar una clase política homogénea y sin solución de continuidad en la que da lo mismo pertenecer a un partido o a otro.
Más preocupante aún, el régimen de partidos tal y como está diseñado tiende a sacar las soluciones a conflictos internos del ámbito de las asambleas y de la voluntad de los militantes para colocarlas bajo la potestad del INE y el TEPJF. Bajo estas reglas, los partidos se han convertido, en rigor, en organizaciones tuteladas, autónomas pero no independientes de esa parte del aparato estatal que, para colmo, sigue siendo una expresión de la correlación de fuerzas políticas que imperaba en el viejo régimen.
Es obligado preguntarse si una organización como Morena, que se reclama partido-movimiento, puede mantenerse como tal en ese contexto y si no está condenada a transformarse en una estructura de carácter administrativo-electoral como las restantes, y si las posiciones legislativas que actualmente ocupa serán capaces de reformar los rescoldos electorales de un sistema antidemocrático para hacer realidad el viejo ideal de un poder del pueblo y para el pueblo.
En otros términos, Morena debe recuperar y mantener su convicción de que el ganar elecciones no es el objetivo último, sino un medio para la transformación de la sociedad y del país.

Twitter: @Navegaciones

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