7/10/2020

Ni sumisión ni pleito


Una de las acepciones de estupidez es superlativo de crimen. En este sentido, hay dos cosas muy estúpidas que puede hacer un presidente mexicano, sea cual sea su ideología, en la relación con Estados Unidos (sea cual sea el partido que gobierne allá): rendir la soberanía nacional y pelear.

Es difícil evitar las múltiples seducciones y presiones que Washington –su presidente, su Congreso, su masa mediática, su conglomerado empresarial– lanza de manera permanente para llevar a los gobernantes extranjeros por el camino que la superpotencia desea y que invariablemente empieza por concesiones en materia de decisiones soberanas. A fin de cuentas, es lógico que el Estado que se considera modelo para el mundo –y en esto son iguales los demócratas y los republicanos– presione a otros países a imitarlo y acatar sus designios. Semejante ideología es el correlato de una institucionalidad al servicio de los grandes corporativos, para los cuales el territorio del planeta es un mercado legítimo e irrenunciable, una fuente de materias primas y de mano de obra y, por tanto, una zona que debe estar regida por las reglas de Estados Unidos y bajo la protección de su gobierno.

Al mismo tiempo, se debe mantener la serenidad frente a las numerosas provo-caciones que realiza el poder estadunidense y que son inherentes a su funcionamiento. En su propia lógica, Washing-ton tiene el derecho de defender sus in-tereses en cualquier lugar del mundo y ello puede significar desde expresiones virulentas hasta intervenciones armadas, pasando por operaciones extraterritoriales en lo político, lo diplomático, lo económico, lo jurídico y lo delictivo.

En tales circunstancias, el vínculo con Estados Unidos es una relación peligrosa para cualquier gobierno, y el caso más extremo es el de México. Difícil, convivir con un vecino que es, al mismo tiempo, el principal socio comercial y la amenaza número uno a la seguridad nacional; el mayor mercado para las exportaciones y el principal origen de armas ilegales; el más importante proveedor de tecnología y el mayor saqueador de recursos naturales; el lugar de residencia de una quinta parte de la población legalmente mexicana –connacionales e hijos de connacionales– y el refugio de los más grandes corruptos de la historia reciente.

La vía del pleito para resolver las diferencias está descartada por obvias razones históricas y estratégicas; la rendición de la soberanía, en cambio, fue característica del ciclo neoliberal. Empezó con el TLC firmado por Carlos Salinas de Gortari, que no sólo provocó la devastación de la industria y el agro mexicanos, sino que soldó nuestra economía a la estadunidense de manera irreversible e irreparable; Ernesto Zedillo fue ejemplo de obsecuencia; Vicente Fox, al firmar la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (ASPAN), cometió la estupidez de uncir la seguridad nacional a la de Washington; Felipe Calderón llegó a extremos de traición a la nación al entregar a Washington aspectos cruciales de la estrategia de seguridad pública; de Enrique Peña Nieto, baste con recordar que impuso una reforma energética cuyas partes sustanciales fueron redactadas en las oficinas de Hillary Clinton, por entonces secretaria de Estado.

En contraste, el ejercicio de la soberanía empieza por un acto de voluntad y de confianza en el país y su marco legal –si la Constitución dice que somos una nación soberana, más vale creerlo y actuar en consecuencia–, por el combate a la corrupción y por respetar los derechos humanos. Y, además de apegarse a esa convicción, es necesario analizar cuidadosamente las diferencias y los posibles puntos de coincidencia del gobierno vecino, sea cual sea su signo partidista.

Un ejemplo es el asunto de la migración: sea por sus ideas racistas, por las necesidades de su discurso electoral o por ambas, Donald Trump odia a los migrantes; la 4T, por su parte, considera que la migración masiva es indeseable, no sólo porque conlleva una incalculable carga de desgarramiento y dolor humano para sus protagonistas, sino porque priva al país de su principal riqueza, que es la población. Y si el millonario gringo insiste en su idea del muro, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador no ceja en la erradicación de las causas profundas que han obligado a millones a irse, ni en la realización de proyectos y programas capaces de anclar a la gente a sus lugares de origen. Otra coincidencia: la necesidad de preservar los empleos y las condiciones laborales de los vaivenes de la economía globalizada.

Ni someterse, pues, ni pelear, sino colaborar y respetar, incluso cuando la Casa Blanca es temporalmente habitada por un energúmeno.

Con el fascismo no se negocia, se le enfrenta, aúllan ahora quienes aplaudieron durante décadas la entrega de la nación a Estados Unidos y quienes, con tal de crearle problemas a la presidencia de AMLO no vacilarían en provocar un desastre para el país.

Twitter: @Navegaciones

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