María teresa Priego
El personaje: “Estaba recostada, cuando me percibí recostada, en el reflejo del espejo del armario; me miré, no me reconocí. Me levanté y cerré la puerta del armario, tuve la impresión de que el espejo contenía siempre, en su espesor, a no sé qué personaje a la vez fraternal y lleno de odio, que cuestionaba en silencio mi identidad”, Duras. La mirada del Gran Otro que nos acompaña. (Madre/padre/familia/cultura) ¿Sabemos de ella? ¿Hemos indagado esa mirada, parte tan definitoria de nuestra identidad? La imagen inconsciente de nosotros mismos. La mirada que atraviesa nuestra mirada, cuando nos miramos. Cuando decimos “Yo”. ¿Quién es yo? ¿De qué está hecho ese “Yo” que colocamos en el discurso como una certidumbre inamovible?
Antes de ser madres, fuimos hijas. Más allá de los ideales, los sueños, los deseos contrariados, en la realidad: Maravillosa/ruda/generosa/cruel/luminosa/mezquina. ¿Quién fue la madre de nuestra infancia? ¿Y después? ¿Quién es/ha sido esa mujer concreta además de ser madre? Entre el amor y las rivalidades. Entre la urgencia de diferenciarse y la urgencia de fusión. Entre los deseos de que sus hijas tengan oportunidades distintas a las de ella, que marcan una maternidad positiva. Y la rabia ciega y en ocasiones mortífera —de tantas madres— cuando sus hijas son distintas a ellas. ¿Cómo nos marcó la historia de la madre? Explícita o negada. Quizá nos tatuó en la piel sus propios tatuajes. Los que aceptamos gustosos y agradecidos. Los que toleramos resignados. Y los que nos son insoportables. ¿Quién fue para mi madre esa hija que soy yo? Cuándo nos conocimos. Cuándo comenzó nuestra conversación.
En el Estadio del espejo, (“Stage du miroir”) Lacan nombra una escena primordial: una madre y su hija/o frente al espejo. No importa cuántas veces lo hayan hecho. Hay una primera vez en la que el bebé se reconoce diferenciada/o de su madre. Ante ese espejo. El bebé muestra su sorpresa. Abre sus ojitos. Indaga. Sus sospechas más amenazantes y luminosas se confirman: su mamá y él no son la misma persona. Los bebés ponen la realidad a prueba: realizan gestos con sus caritas y manos, para corroborar que la persona que está detrás de él y se refleja en el espejo, no es él. Es su mamá. Ya sabía que era su mamá, lo que no sabía es que su mamá y él eran personas separadas. No son el Gran Uno de la completud. Sino el dos de la incompletud. Inevitable. Y para siempre. Confirma que el bebé del espejo “repitiendo” sus gestos, es él mismo. El estallido de la fusión original. El comienzo del tú y el yo. El aprendizaje de la imagen como un reflejo —muy parcial— de la persona. Descubierta de la alteridad. Y de su esperanzadora y dolorosa condición: la separateidad.
Es inmenso. Dos seres humanos que se han amado en la fusión (cuando tal paraíso fue posible), van a cambiar su manera de amarse. Lacan cita en ese momento la irrupción —rotunda en tanto que alteridad— del Tercero (en términos de temporalidad en el proceso), el padre o la figura amorosa que cumple esa función. El Tercero confirma la separación. El psicoanalista ubica el estadío del espejo entre los seis y los 18 meses. Mi primer hijo saltó asustadísimo cuando nos miraba en el espejo y escuchó mi voz que le llegaba detrás de él. Sus ojitos desmesurados. El segundo (por esa edad) se enojó y con grandes gestos “exigió” una explicación. Señalaba al espejo y a su mamá, y de regreso. Como diciendo: “Atrévete a explicarme algo coherente con respecto a esta extravagancia”. Me da risa. Así me pediría hoy cualquier aclaración. Cuando siente que navego, para no responderle.
El chiquito, apoyó su manita sobre el pecho de su mamá en el espejo. Le dio un lengüetazo a ese milímetro de espejo, y señaló la imagen: “Mamá no”. Hacia mí: “Mamá sí”. Se golpeó el pecho como Tarzán repitiendo su diminutivo. Comenzaba a ser, su propio “yo”. Cada hijo es distinto. Es distinto cada vínculo. La vida sin embargo pareciera sostener constantes: La necesidad de vencer esa tentación ¿cíclica? de la fusión. Como hijas/os. Como madres/padres. En la pareja. Con las/los amigas/os. Suena reconfortante la fusión. Llama fuerte. El canto de las sirenas. Es una cárcel. Alienante y repetitiva.
No sé si haya tantos imaginarios más emocionalmente costosos, que la negación de la separateidad. Si la separateidad no se sostiene, la alteridad no tiene espacio para existir. La empatía y la solidaridad se convierten —si claudicamos ante la alienación— en un mero discurso mercadotécnico. No hay lugar para el otro. En la trampa fusional. Qué complejo ser madre/padre. Qué complejo ser hija/o. Qué complejo —en lánguido resumen— aprender a ser.
Escritora
Antes de ser madres, fuimos hijas. Más allá de los ideales, los sueños, los deseos contrariados, en la realidad: Maravillosa/ruda/generosa/cruel/luminosa/mezquina. ¿Quién fue la madre de nuestra infancia? ¿Y después? ¿Quién es/ha sido esa mujer concreta además de ser madre? Entre el amor y las rivalidades. Entre la urgencia de diferenciarse y la urgencia de fusión. Entre los deseos de que sus hijas tengan oportunidades distintas a las de ella, que marcan una maternidad positiva. Y la rabia ciega y en ocasiones mortífera —de tantas madres— cuando sus hijas son distintas a ellas. ¿Cómo nos marcó la historia de la madre? Explícita o negada. Quizá nos tatuó en la piel sus propios tatuajes. Los que aceptamos gustosos y agradecidos. Los que toleramos resignados. Y los que nos son insoportables. ¿Quién fue para mi madre esa hija que soy yo? Cuándo nos conocimos. Cuándo comenzó nuestra conversación.
En el Estadio del espejo, (“Stage du miroir”) Lacan nombra una escena primordial: una madre y su hija/o frente al espejo. No importa cuántas veces lo hayan hecho. Hay una primera vez en la que el bebé se reconoce diferenciada/o de su madre. Ante ese espejo. El bebé muestra su sorpresa. Abre sus ojitos. Indaga. Sus sospechas más amenazantes y luminosas se confirman: su mamá y él no son la misma persona. Los bebés ponen la realidad a prueba: realizan gestos con sus caritas y manos, para corroborar que la persona que está detrás de él y se refleja en el espejo, no es él. Es su mamá. Ya sabía que era su mamá, lo que no sabía es que su mamá y él eran personas separadas. No son el Gran Uno de la completud. Sino el dos de la incompletud. Inevitable. Y para siempre. Confirma que el bebé del espejo “repitiendo” sus gestos, es él mismo. El estallido de la fusión original. El comienzo del tú y el yo. El aprendizaje de la imagen como un reflejo —muy parcial— de la persona. Descubierta de la alteridad. Y de su esperanzadora y dolorosa condición: la separateidad.
Es inmenso. Dos seres humanos que se han amado en la fusión (cuando tal paraíso fue posible), van a cambiar su manera de amarse. Lacan cita en ese momento la irrupción —rotunda en tanto que alteridad— del Tercero (en términos de temporalidad en el proceso), el padre o la figura amorosa que cumple esa función. El Tercero confirma la separación. El psicoanalista ubica el estadío del espejo entre los seis y los 18 meses. Mi primer hijo saltó asustadísimo cuando nos miraba en el espejo y escuchó mi voz que le llegaba detrás de él. Sus ojitos desmesurados. El segundo (por esa edad) se enojó y con grandes gestos “exigió” una explicación. Señalaba al espejo y a su mamá, y de regreso. Como diciendo: “Atrévete a explicarme algo coherente con respecto a esta extravagancia”. Me da risa. Así me pediría hoy cualquier aclaración. Cuando siente que navego, para no responderle.
El chiquito, apoyó su manita sobre el pecho de su mamá en el espejo. Le dio un lengüetazo a ese milímetro de espejo, y señaló la imagen: “Mamá no”. Hacia mí: “Mamá sí”. Se golpeó el pecho como Tarzán repitiendo su diminutivo. Comenzaba a ser, su propio “yo”. Cada hijo es distinto. Es distinto cada vínculo. La vida sin embargo pareciera sostener constantes: La necesidad de vencer esa tentación ¿cíclica? de la fusión. Como hijas/os. Como madres/padres. En la pareja. Con las/los amigas/os. Suena reconfortante la fusión. Llama fuerte. El canto de las sirenas. Es una cárcel. Alienante y repetitiva.
No sé si haya tantos imaginarios más emocionalmente costosos, que la negación de la separateidad. Si la separateidad no se sostiene, la alteridad no tiene espacio para existir. La empatía y la solidaridad se convierten —si claudicamos ante la alienación— en un mero discurso mercadotécnico. No hay lugar para el otro. En la trampa fusional. Qué complejo ser madre/padre. Qué complejo ser hija/o. Qué complejo —en lánguido resumen— aprender a ser.
Escritora
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