no hay nada que hacer, y referirlo a la ley SB 1070 que se votó en el estado de Arizona y que criminaliza a los indocumentados. No sería ésta una novedad. Es característica de los gobiernos panistas mirar con impotencia las iniciativas estadunidenses que afectan los intereses mexicanos, sin atreverse siquiera a plantear una alternativa, sin intentar acciones defensivas que vayan más allá de la aceptación resignada de las decisiones que adopta el poderoso vecino, para dejar por lo menos un testimonio de resistencia o de reprobación.
Es de llamar la atención que, en cambio, la ley haya provocado las reacciones del secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), José Miguel Insulza, y del titular de la Secretaría General Iberoamericana, Enrique Iglesias. Ambos la rechazaron por discriminatoria y racista, así como porque entraña un elevado potencial de violación a los derechos humanos. En un editorial, el distinguido especialista en asuntos migratorios Jorge Bustamante se pregunta por qué el gobierno mexicano no ha denunciado la medida ante tribunales internacionales (“Sobre la SB 1070, Reforma, 28/04/2010). Y con él somos muchos los que nos hacemos la misma pregunta. Peor todavía, en apenas unos cuantos días parece venirse abajo la atmósfera de cooperación bilateral y de buena voluntad que generó la visita de la secretaria de Estado, Hillary Clinton, hace apenas unas semanas. El propio presidente Obama ha condenado la legislación y es previsible que sea derrotada porque se trata de una disposición anticonstitucional, pues los estados de la unión americana no tienen autoridad en materia migratoria. Aún así, es inexplicable que el gobierno mexicano se haya mantenido tan quietecito.
La sensación de pasividad que proyectan los funcionarios mexicanos frente a Estados Unidos se extiende a muchos otros terrenos distintos a la migración e incluso a la seguridad. La resignación profunda del gobierno ante las medidas unilaterales de Estados Unidos no se ve compensada por el perentorio llamado que hizo el mismo secretario Gómez Mont, el domingo 26 de abril, a las autoridades estadunidenses para que asuman ya la vergüenza de estar vendiendo las armas con las que se asesina a mexicanos.
También les exigió que reconocieran que el consumo de drogas en su país está en el origen de la ola de violencia que vivimos en México actualmente. ¿Cuál puede ser la reacción a semejante llamado? La respuesta de cualquier americano a una exigencia que fue expresada de manera insolente y poco diplomática, podría ser: Asuman ustedes, gobierno mexicano, la responsabilidad de la violencia en las calles, del sentimiento de inseguridad y de indefensión que embarga a los mexicanos; asuman ustedes la responsabilidad de no poder garantizar aparatos de seguridad confiables, policías honestas y un aparato de procuración de justicia eficaz.
Así que a la ensoberbecida exigencia se impone la imagen de los brazos cruzados, a menos de que el exhorto de Gómez Mont haya sido pensado más para el público mexicano que para los estadunidenses.
En todo caso, el tono de las declaraciones citadas poco ayuda a la cooperación bilateral, y más bien abona la hostilidad antimexicana que expresan los radicales antinmigrantes. Este episodio del tema migratorio pone al descubierto, una vez más, las dificultades de la cooperación bilateral. Hace unas semanas, la secretaria Clinton visitó México a la cabeza de una impresionante delegación de responsables de los temas de seguridad en Estados Unidos, con el propósito de discutir programas de cooperación bilateral para combatir la violencia en las ciudades fronterizas, y el crimen organizado. En ese caso pudo hablarse de una responsabilidad compartida y el principio de cooperación pudo imponerse de manera casi natural. ¿Puede decirse lo mismo del tema migratorio? En el tema de seguridad, y no obstante las apariencias de actividad febril, es muy probable que gobierno mexicano también se haya limitado a reaccionar a las propuestas de Washington. La absoluta superioridad de los medios policiacos y militares de la superpotencia explicaría esa pasividad, pero ¿esa misma asimetría justifica la inacción en la defensa de los derechos de los migrantes mexicanos?
Ricardo Rocha
Yo no sé qué tanto vayan a impactar estos anuncios en el ánimo del presidente Calderón, pero los mensajes están clarísimos una semana antes de su visita a mister Obama. Todo indica que ahora ya no podrá vender los enormes sacrificios de su gobierno, 22 mil muertos incluidos: nosotros ya no estamos en ese negocio, allá tú si insistes en tu guerra.
Los argumentos centrales de la Casa Blanca no son menores: desde los tiempos de Nixon —quien declaró a las drogas como el enemigo público número uno— hemos librado una guerra contra las drogas y no hemos tenido éxito; es tiempo de romper, de una vez por todas, con el círculo vicioso de consumo-drogas-crimen-delincuencia-encarcelamiento y mejor apostar a la prevención y la reinserción social.
El gobierno del presidente Barack Obama se propone dos objetivos muy claros: reducir 40% el narcotráfico de aquí al 2015 para interrumpir flujos de dinero, drogas y precursores químicos; y bajar 15% el consumo entre sus jóvenes en cinco años reduciendo el uso crónico de drogas. Todo ello, reconociendo la premisa de que “Estados Unidos es uno de los mercados más lucrativos para las drogas ilegales”.
Esos son los puntos sustanciales y notables del anuncio. Sin embargo, hay por ahí un párrafo perdido que me parece de enorme y aleccionadora relevancia: “La estrategia está siendo dada a conocer tras casi un año de consultas con fuerzas policiacas, grupos civiles y sector médico”. No me digan que no es una joya declarativa. Porque a estas alturas, sólo los necios pueden ignorar que Felipe Calderón —por su iniciativa o por consejo de alguno de sus brillantes cercanos— inició su guerra contra el narco para legitimarse en la Presidencia. No había pasado ni el primer mes en Los Pinos cuando sacó al Ejército a las calles para demostrar quién mandaba en este país. Pero además lo hizo muy mal: a las carreras, a tontas y a locas, “haiga sido como haiga sido”.
Por eso hoy se valen viejas y nuevas preguntas: ¿Consultó Calderón con alguien —fuera de su círculo íntimo— lo que pensaba hacer? ¿Preguntó a por lo menos un par de expertos en áreas como seguridad nacional y justicia sobre las consecuencias de sacar a los soldados a la calle a balacear narcos o sospechosos de serlo? ¿Hubo alguna vez un pizarrón, un organigrama, una ruta crítica? ¿Por qué ha cambiado —a aparente capricho— la cabeza operativa de esta guerra: primero Medina Mora y la PGR; luego Genaro García Luna de la SSP; más tarde el general secretario Galván Galván y recientemente el señor almirante Máynez? ¿Han sido desconfianzas, ineficiencias, corrupción, chismes o simplemente van cayendo de la gracia presidencial? ¿Nadie le dijo nunca al Presidente que primero tenía que limpiar la casa? ¿Dónde están sus metas, sus plazos, su programa, sus estrategias? ¿Cuánto tiempo más, cuántos muertos más de esta guerra sangrienta y bajo sospecha?
Allá arriba, el tío comenzó a rasurar sus barbas.
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