Sara Sefchovich
El próximo martes se va a votar en California la llamada Proposición 19, sobre la legalización de la mariguana. El asunto ha provocado reacciones apasionadas entre quienes están de acuerdo y quienes se oponen. El millonario George Soros, por ejemplo, donó un millón de dólares a la campaña a favor de la legalización dando razones tanto de tipo económico (que ahorrará dinero en lo que cuesta la lucha contra los criminales, la procuración de justicia y el sistema penal y permitirá mayores ingresos fiscales) como de tipo social (pues según él, la criminalización está vinculada al racismo y la xenofobia). En cambio, en la reciente cumbre de jefes de Estado y de gobierno que tuvo lugar en Colombia, los mandatarios se opusieron de manera tajante argumentando que medidas de este tipo, unilaterales y parciales echan por tierra los esfuerzos de la región que han costado tanto dinero y, sobre todo, tanta sangre.
Los dos argumentos son convincentes. Entonces, ¿qué hacer?
Para mí la pregunta está en otro lado: ¿debe el Estado regular todo lo que hacemos los ciudadanos?, ¿dónde está la frontera entre la libertad individual y la privacidad de las personas frente a la injerencia del Estado?, ¿por qué si un ser humano quiere hacerse daño a sí mismo el Estado tiene que impedírselo?
Mucho se ha debatido sobre los límites del poder del Estado, pero un acuerdo básico es que su tarea consiste en evitar que (y castigar cuando) unos roben, agredan y maten a otros, en mediar cuando hay conflictos y en mantener el orden y funcionamiento de la sociedad de acuerdo al marco legal establecido. Que alguien se haga daño a sí mismo no entra en este esquema.
Y luego, pues habría también que poner en cuestión la idea de qué es lo dañino, pues muchas veces ella responde más a la moda o a intereses creados. Por ejemplo, ¿es más dañino fumar mariguana que mirar televisión 10 horas al día?, ¿es más dañino sembrar flores y hierbas de las cuales algunos luego extraen drogas que criar ganado con lo que eso significa de explotación de animales, tierras y aguas? ¿Por qué no se considera dañino ser adicto al trabajo, a comprar, a hacer ejercicio o a bañarse demasiadas veces, todo lo cual también afecta a la sociedad y a los recursos de que dispone el planeta? ¿Por qué nada de esto se considera enfermedad, aunque bien podría serlo? ¿Por qué en cambio a los que comen cierto tipo de alimentos o fuman tabaco o toman píldoras para dormir o se drogan se les considera enfermos y peor todavía, delincuentes?
De hecho, el argumento para justificar la intervención del Estado en las decisiones individuales se sustenta precisamente en esto, de allí que afirmen que al pretender impedirnos ser adictos lo que hacen es cuidar nuestra salud y también evitar los costos para el erario de las adicciones. ¡Pero cuesta más caro combatirlo! La lucha contra el narcotráfico ha salido más cara en vidas humanas y en recursos, que lo que podría haber costado dejar que murieran quienes se drogan y ha involucrado a la sociedad de una manera mucho mayor que si hubiéramos dejado a los drogadictos solos con su adicción. Entonces convendría pensar de otro modo lo que conviene hacer.
En el mundo occidental se habla mucho de libertad individual y sin embargo, el Estado y las Iglesias se meten a decirle a las personas con quién se pueden casar y a qué edad sus hijos tienen que ir a la escuela. Y deciden que pueden prohibirles ser gordos o fumadores o jugadores compulsivos o seres deprimidos. Negarse a esa intervención no significa que se defienda el anarquismo, para nada, sino que significa trazarle un límite al Estado, para que no pueda espiar mis llamadas telefónicas ni mis correos electrónicos, para que no decida por mí si quiero fumar, tomar refrescos, pastillas para estar alegre o incluso, suicidarme.
La dicha frontera podría ser la que se da entre lo individual y lo colectivo: yo no puedo lastimar a otro, pero sí a mí mismo. Por supuesto sabemos bien que las acciones individuales también afectan a lo colectivo, pero en algún lado hay que trazar el límite y ese podría estar aquí. sarasef@prodigy.net.mx Escritora e investigadora en la UNAM
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