11/03/2010

Reglas y árbitros


Lorenzo Córdova Vianello


La democracia es, ante todo, una forma de gobierno. Eso significa que se resuelve en un determinado conjunto de procedimientos para tomar las decisiones colectivas vinculantes para todos los miembros de una sociedad. Es cierto que el artículo 3° constitucional indica con una fórmula romántica —tan susceptible de ser suscrita como ambigua e inasible— que la democracia es “un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo”, pero también lo es que, ante todo, la propia Constitución la reconoce como un determinado régimen político, es decir, como una serie específica de reglas del juego político que la diferencian de otros sistemas.

Esencialmente, y siguiendo a Norberto Bobbio, esas reglas se sintetizan en: a) otorgar derechos políticos —y, en primera instancia, el derecho de elegir a sus representantes— a todos aquellos individuos que satisfagan los requisitos de ciudadanía; b) que el voto de cada ciudadano tenga el mismo peso que el de los demás; c) la existencia de condiciones para que el voto de los ciudadanos se forme y se emita de manera libre; d) una libre competencia electoral entre grupos políticos organizados; e) el reconocimiento de la regla de la mayoría para la toma de las decisiones colectivas y, finalmente, f) que las decisiones tomadas por la mayoría no lesionen los derechos fundamentales de los individuos.

Esas reglas esenciales y fundacionales del régimen democrático tienen una diferencia respecto del resto de las reglas políticas de la sociedad: requieren un consenso unánime en torno a su significado y valencia. El mismo Bobbio es enfático en afirmar que “las reglas del juego, a diferencia de todas las demás, deben aceptarse por unanimidad, por la simple razón de que su rechazo, aun de parte de un solo participante, imposibilita jugar” (Teoría general de la política, Trotta, 2003, p. 477).

La razón de lo anterior es sencilla: sólo a partir de esa aceptación generalizada puede entenderse y justificarse el respeto recíproco de los pactos como la base de la convivencia social pacífica. En ese esquema no tiene cabida el individuo dispuesto a vivir en un Estado en el que, por definición, los pactos son transgredidos, porque en ahí esa convivencia pacífica no tiene posibilidad de subsistir. Esa es la premisa básica de un sistema, como el democrático, que parte del consenso y no de la imposición, de la inclusión y no de la exclusión. Sólo con esa aceptación puede funcionar y subsistir la democracia.

El consenso puede no existir en torno a las decisiones que se tomen a partir de esas reglas (aunque una decisión producto del consenso siempre tendrá una legitimidad mayor), de hecho esa es parte de la lógica de la democracia en donde prevalece la voluntad de una mayoría, pero es indispensable en torno a las condiciones y prescripciones mediante las que el juego democrático debe conducirse.

Lo mismo pasa en relación con el árbitro, es decir, con aquella autoridad encargada de aplicar las reglas, de vigilar que los jugadores se apeguen a las mismas y, en caso contrario, de imponer las sanciones procedentes. Un árbitro que sea designado sin el acuerdo incluyente de los actores que se someterán a sus decisiones, de entrada se verá opacado por la sospecha de parcialidad, por la duda respecto de su actuación y por la desconfianza de los jugadores.

Por eso fue fundamental que las normas electorales que se establecieron en la reforma de 2007, y que son las reglas esenciales del juego democrático para la elección de los representantes populares encargados de tomar las decisiones colectivas, fueran aprobadas con la aceptación de todos los actores políticos relevantes.

Por eso es fundamental que hoy, ante la inminente renovación de los tres consejeros electorales del IFE, cuyo nombramiento fue pospuesto la semana pasada y que debería ocurrir en las próximas horas, prevalezca la responsabilidad de los diputados encargados de la designación y se privilegie la inclusión de todas las fuerzas políticas en su nombramiento. De ese consenso, no hay que dejar de insistir en el punto, depende que la vía electoral se refrende como la ruta para procesar pacíficamente el pluralismo político que caracteriza a nuestra sociedad.

De no ocurrir así, de excluir a algún actor relevante de este nombramiento que terminará de integrar al IFE que arbitrará la elección presidencial de 2012, se estará abriendo la puerta para que, desde ahora, se abone el discurso del fraude y se mine todavía más la credibilidad de nuestra frágil democracia.

Investigador y Profesor de la UNAM.

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